jueves, 1 de mayo de 2008

Sobre lo humano - segunda sesión

MODULO SOBRE LO HUMANO (Toda vida nos importa)

Segunda Sesión: La noción de Ser Humano

LECTURA 2.4

P0BREZA Y TEOLOGÍA[1]

En el punto de partida de la teología está el don de la fe. Es una reflexión que responde a la necesidad de formular y comunicar la experiencia creyente que resulta de la acogida de la Buena Nueva. Ella tiene lugar, obligadamente, en el seno de diversas y complejas vivencias humanas. Todo un mundo social, cultural y psicológico interviene, en consecuencia, en la elaboración del discurso sobre la fe.

Cuando se atraviesan situaciones humanas extremas, de sufrimiento, postergación e injusticia, como en América Latina y el Caribe, las preguntas calan hondo y conducen al corazón de las cosas; al mismo tiempo, el hablar teológico se hace respetuoso de la diversidad de las condiciones sociales, culturales y religiosas de personas y de pueblos. La interpelación que viene de ellas nos coloca desnudamente ante las interrogantes básicas de la existencia humana. En efecto, si no vamos al mundo del dolor cotidiano, de la vivencia de ver violados sus derechos más elementales, de la angustia que consume; pero, asimismo, si no tenemos en cuenta las hondas experiencias de alegrías sencillas, de la esperanza que –pese a todo– se enciende permanentemente en medio de situaciones inhumanas, el quehacer teológico no adquiere espesor. Y fácilmente puede contaminarse de un cierto burocratismo y de una voluntad de poder contrarios al espíritu evangélico.

Nos proponemos en estas páginas examinar algunos rasgos que caracterizan el lenguaje sobre Dios que nace en el mundo de la insignificancia social. Examinaremos en primer lugar lo que entendemos por el reto que la pobreza, especialmente la pobreza extrema, que algunos prefieren llamar miseria, plantea al hablar de Dios; luego veremos el sentido y la ubicación que, en función de lo anterior, damos a la perspectiva de la preferencia por el pobre. Finalmente, tocaremos la cuestión de la unidad y la diversidad de los lenguajes sobre Dios.

I. COMPRENDER LA POBREZA

La pobreza es una realidad polifacética, inhumana e injusta; consecuencia, sobre todo, de la forma como se piensa y se organiza la vida en sociedad.

1. Un hecho complejo

La pobreza es un hecho complejo. No se limita, por lo tanto, sin que esto signifique negar su importancia, a la vertiente económica. La realidad de países plurirraciales y pluriculturales, como lo son una buena parte de los latinoamericanos, el Perú entre ellos, nos puso rápida y directamente ante esa diversidad . Visión reforzada por la compleja comprensión que la Escritura, en ambos testamentos, tiene de los pobres: los que mendigan para vivir, las ovejas sin pastor, los ignorantes de la Ley, aquellos que son llamados “los malditos” en el evangelio de Juan (7,49), las mujeres, los niños, los extranjeros, los pecadores públicos, los enfermos de males graves.

Presente desde un inicio, como problema y como enfoque, esta complejidad (realidad que hoy las agencias internacionales han comenzado a subrayar) fue ahondada, por la reflexión teológica latinoamericana, siguiendo variadas líneas, en los años siguientes. Precisamente, la conciencia de esa multidimensionalidad llevó a las tempranas expresiones de ‘no persona’ y de ‘insignificante’ para referirnos a los pobres. Con ellas se quería subrayar lo que tienen en común todos los pobres: la ausencia del reconocimiento de su dignidad humana y de su condición de hijas e hijos de Dios, sea tanto por razones económicas, como raciales, de género, culturales, religiosas u otras .

Condiciones humanas, estas últimas, que la mentalidad dominante de nuestras sociedades no valora, creando una situación desigual e injusta.

2. Injusticia, no infortunio

La pobreza no es una fatalidad, es una condición; no es un infortunio, es una injusticia. Es resultado de estructuras sociales y de categorías mentales y culturales, está ligada al modo como se ha construido la sociedad, en sus diversas manifestaciones. Es fruto de manos humanas: estructuras económicas y atavismos sociales, prejuicios raciales, culturales, de género y religiosos acumulados a lo largo de la historia, intereses económicos cada vez más ambiciosos ; por lo tanto, su abolición se halla también en nuestras manos.

Actualmente disponemos de los instrumentos –sujetos al examen crítico de rigor– que permiten conocer mejor los mecanismos económico-sociales y las categorías en juego. Analizar esas causas es una exigencia de honestidad, y, a decir verdad, el camino obligado si queremos realmente superar un estado de cosas injusto e inhumano. Punto de vista que –sin olvidar que en la pobreza de los pueblos intervienen variados factores– desvela el papel que tiene la responsabilidad colectiva en este asunto y, en primer lugar, la de quienes tienen mayor poder en la sociedad.

Reconocer que la pobreza no es un hecho ineluctable, que tiene causas humanas y que es una realidad compleja, conduce a repensar las formas clásicas de atender la condición de necesidad en la que se encuentran los pobres e insignificantes. La ayuda directa e inmediata a quien vive una situación de necesidad e injusticia conserva su sentido, pero debe ser reorientada y, al mismo tiempo, ir más allá: eliminar lo que da lugar a ese estado de cosas.

Pese a la evidencia del asunto, no puede decirse, sin embargo, que esta perspectiva estructural se haya convertido en una opinión generalizada en el mundo de hoy, ni tampoco en ambientes cristianos. Hablar de causas de la pobreza hace ver la delicadeza y, en verdad, la conflictividad del problema, razón por la cual muchos buscan soslayarlas.

3. Una situación que se agrava

A lo anterior se agregan otros elementos de nuestra actual percepción de la pobreza que deben ser considerados.

Uno de ellos es la dimensión planetaria de la situación en que se encuentra la gran mayoría de la población mundial. Esto vale para el conjunto de lo que entendemos por pobreza, aunque muchas veces los estudios al respecto insistan, más bien, en su vertiente económica, sin duda la más fácil de medir. Por largo tiempo, las personas sólo conocieron la pobreza que tenían cerca, en su ciudad o, a lo sumo, en su país; su sensibilidad, cuando ella tenía lugar, se limitaba, se explica, a lo que tenían ante los ojos y, literalmente, al alcance de la mano (para dar una ayuda directa, por ejemplo). Las condiciones de vida de entonces no permitían tener un entendimiento suficiente de la extensión de ese estado de cosas. Esto cambió, cualitativamente, con la facilidad de información que se fue adquiriendo; lo que antes era distante y remoto se ha hecho próximo y cotidiano. Además, los datos y los estudios sobre la pobreza masiva, realizados por un sinnúmero de organizaciones en nuestros días, se multiplican y perfilan sus métodos de investigación. No pueden ser ignorados.

Otro rasgo que ha modificado, asimismo, nuestra aproximación a la pobreza es su profundización y el incremento de la brecha entre las naciones y personas más ricas y las más pobres. Esto, a juicio de ciertos economistas, está llevando a lo que se ha calificado de neodualismo: la población mundial se coloca cada vez más en los dos extremos del espectro económico y social. Una de las líneas divisorias es el conocimiento científico y técnico que se ha constituido en el eje más importante de acumulación en la actividad económica y cuyos avances han acelerado la ya desenfrenada explotación –y depredación–¬ de los recursos naturales del planeta que son un patrimonio común de la humanidad. Estos factores han acrecentado la distancia que anotábamos.

No obstante, el asunto no se limita al aspecto económico de la pobreza y la insignificancia. En el espacio creado por esa disparidad creciente intervienen y se entrecruzan los elementos mencionados anteriormente: los que vienen del terreno económico, por un lado, con los referentes a las cuestiones de orden cultural, racial y de género, por el otro. Esto último ha llevado a hablar, con razón, de una feminización de la pobreza; las mujeres constituyen, en efecto, el sector más afectado por la pobreza y la discriminación, sobre todo si pertenecen a culturas o a etnias postergadas. Si bien la cuestión ha alcanzado ahora proporciones escandalosas , el proceso de acentuación de esa distancia estaba en marcha desde hace décadas, lo que explica la alarma que ya provocaba entonces.

Hoy –y este hoy lleva ya un buen tiempo– la inhumanidad e injusticia de la pobreza, la ignorancia de sus causas y la percepción de su complejidad, extensión y hondura, tengamos o no una experiencia directa de ella, no puede ser disculpada. Es un conocimiento que se constituye en pauta importante para apreciar la calidad –y la eficacia– humana y cristiana de la solidaridad con el pobre.

II. INTERPELACIÓN A LA FE Y ANUNCIO

La pobreza es una realidad inhumana, injusta, y, a la vez, susceptible de eliminación. Toda tolerancia, acomodo teórico, actitud ambigua o uso espiritualista de ella es un insulto a las personas concretas que la padecen. Es más, la pobreza, la condición de insignificancia humana y de muerte temprana e injusta, es una condición opuesta a la voluntad de vida y amor del Dios de la Biblia.

1. Desafíos y posibilidades

Se trata de un serio desafío al modo de entender la fe y de dar testimonio de ella. Los términos de ‘no persona’ e insignificante, no sólo expresan –como lo decíamos líneas antes– el denominador común de los diferentes aspectos de la pobreza, nos indican también la hondura de la injusticia y la gravedad de esa condición. La insignificancia social y humana no es un asunto que se enfrenta sólo colocándolo en el casillero de los problemas económicos y sociales, va mucho más allá: la envergadura de su globalidad y complejidad nos invita a releer el mensaje cristiano.

Subrayar el carácter teológico de las preguntas que acarrea la pobreza no significa, de ningún modo, olvidar que ella y la injusticia social que la provoca tienen una inevitable y constitutiva dimensión socio-económica y cultural. Esto es evidente. Pero no se confina a lo que alguna vez, se llamó ‘la cuestión social’. La pobreza y la opresión, con su carga de muerte injusta y prematura, lanzan un cuestionamiento radical y global a la conciencia humana, y a la manera de vivir y aproximarse a la fe cristiana, que ve en el rechazo al amor al otro, el pecado, la raíz última de la pobreza y la deshumanización.

Sin embargo, no hay que olvidar que los grandes retos que interpelan a la fe cristiana proporcionan, a la vez, importantes elementos para configurar un campo hermenéutico que nos conduce a una relectura del mensaje bíblico y a discernir el camino por emprender como discípulos de Jesús. Es algo que ha sucedido muchas veces antes, recordarlo permite entender el sentido de una teología como la de la liberación que busca tomar en serio el desafío de la pobreza, en el hoy de nuestra historia .

Para decirlo brevemente: la condición de los pobres interroga el corazón del mensaje cristiano y suministra perspectivas para responder con creatividad . En ese horizonte se ubica lo que llamamos la opción preferencial por el pobre.

2. Distinguir para unir

Las raíces de esa formulación –nacida en los años que precedieron a Puebla– están en el inicio de una reflexión teológica, hacia 1967, por responder a la interpelación que viene de la pobreza. A esas fuentes hay que remitirse para captar su significado. En la reflexión aludida se formulan tres acepciones de la pobreza que Medellín hizo suyas, dándoles un apoyo decisivo. Posteriormente, se recogen esas distinciones, con el dinamismo propio de una frase, por medio de tres palabras: pobre, preferencia y opción. Asumida en Puebla ella tendrá una resonancia de la que habría carecido si hubiese permanecido exclusivamente en el campo de las publicaciones de orden teológico y en ciertos círculos eclesiales.

Un punto central de la elaboración teológica en que se sustenta esa opción, algo así como el piso sobre el cual ella se construye, fue afirmar descarnadamente que la pobreza real, vivida por los tenidos como insignificantes por el ‘otro’ de los sectores dominantes de esta sociedad, es una situación inhumana rechazada por el Dios de la Biblia. Por ello, en un análisis de fe, debe ser calificada como un mal, aserción que vale cualesquiera que sean las formas que esa condición de insignificancia e injusticia pueda adoptar. Se descarta, de este modo, toda idealización de la pobreza real y se hacen deslindes que permiten comprender el sentido de lo que el evangelio llama la pobreza espiritual, así como del compromiso con los pobres. Esas conclusiones se convirtieron en una especie de higiene mental acerca de un asunto que muchas veces se manifiesta enrevesado, cuando no claramente desconcertante.

Veamos como se presentan las cosas. Para simplificar estableceremos un paralelo entre Medellín y Puebla que recogen la elaboración teológica citada.

a) La pobreza real, o material, es un estado escandaloso e injusto, al que nos acabamos de referir, atenta contra la dignidad humana y es contrario a la voluntad de vida de Dios. Ella es “en cuanto tal, un mal” y un “fruto de la injusticia y el pecado” (Medellín, Pobreza 4). Quienes se encuentran en esa situación son los pobres por los que se debe optar según Puebla.

b) La pobreza espiritual es, en primer lugar, un sinónimo de infancia espiritual, uno de los temas más profundos del mensaje bíblico y un rasgo central de lo que conocemos como santidad. Es “la actitud de apertura a Dios, la disponibilidad de quien todo lo espera del Señor” (id. 4b). La viven aquellos, como los llamados “pobres de Yahvé”, que aceptan el designio amoroso de Dios sobre sus vidas, el desprendimiento de los bienes materiales deriva de esa posición de fondo. Con ella se relaciona el término preferencia , en la medida en que el pobre espiritual hace suyo el amor de justicia y gratuidad de Dios (cf. Mt.6,33), dirigido a todos, pero que se encuentra prioritariamente en relación con los pobres . Y finalmente:

c) El término opción proviene de la pobreza vista “como un compromiso” (id.4c) . Ahora bien, en la reflexión teológica aludida, el compromiso tiene una doble faceta: solidaridad con los pobres y protesta contra la pobreza en tanto situación inhumana. Eso es lo que entendemos por asumir el diverso universo del pobre. Se trata –dice, por eso, Medellín– de hacer nuestra la condición del pobre “para dar testimonio contra el mal que ella (la pobreza) representa” (id.) . Esta doble dimensión del compromiso (solidaridad y rechazo) es capital para comprender el sentido que debe darse al término opción.

III. UN EJE DE VIDA Y DE REFLEXIÓN

La opción preferencial por el pobre nos recuerda un eje fundamental de la vida cristiana. Ella se despliega en tres niveles: a) el anuncio y testimonio del reinado de Dios, presente ya en la historia humana y llamado a transformarla, b) el de inteligencia de la fe, porque nos revela aspectos esenciales del Dios de nuestra fe y proporciona una perspectiva para el trabajo teológico, y c) el caminar tras los pasos de Jesús, lo que conocemos como espiritualidad, en el nivel más profundo y sobre el que todo lo demás reposa. Esa triple dimensión da vigor y alcance a la perspectiva que nos hace presente la opción por el pobre. En estas páginas, como lo hemos anotado, el acento está puesto en la segunda vertiente, en la teológica; incomprensible, claro está, si la desprendemos de las otras dos, a cuyo servicio se encuentra.

1. Un recuerdo

El enfoque de la opción por el pobre no es, no puede ser, evidentemente, algo exclusivo de una determinada teología. La exigencia y el significado del gesto hacia el pobre, en tanto consecuencia de la acogida del don del reinado de Dios, forman parte esencial del mensaje cristiano y, por consiguiente, deben estar, de un modo u otro, presentes en todo hablar sobre el Dios de Jesucristo . En tiempos recientes, un texto inspirador de la fórmula que comentamos, fue la conocida –aunque no atendida– propuesta de Juan XXIII al Concilio Vaticano acerca de “la iglesia (que) es y quiere ser la iglesia de todos y, especialmente, la iglesia de los pobres”.

La expresión opción preferencial por el pobre es reciente como fórmula, pero, en cuanto al contenido, no es sino un recuerdo que llama a vivir en nuestro tiempo un dato capital de la revelación bíblica: la iniciativa del amor de Dios, “Dios nos amó primero” (1 Jn. 4,19). A lo largo de su vida el seguidor de Jesús ha de responder a ese primer paso. Hablar de amor de Dios es hablar del don de la vida, de la exigencia de establecer “la justicia y el derecho”, temas que la Biblia presenta siempre estrechamente vinculados a la situación en que vive el pobre. Sin la justicia y el derecho no es posible hablar de paz y de fraternidad .

Si la preferencia va a los pobres es, precisamente, porque se hallan en una situación injusta, contraria a la voluntad de vida de Dios y, por ello, inaceptable para un creyente. La preferencia es una denuncia de las desigualdades y marginaciones existentes en la sociedad; busca, por ello, hacer que la afirmación de la universalidad del amor de Dios no se convierta en un manto piadoso que oculte la inequidad social.

La teología que gira alrededor de esta opción es un discurso sobre la fe que permite una relectura de las condiciones que se viven en el mundo de hoy, con toda la novedad que ellas nos revelan, y no son pocas, de algo que –con insistencias, pero también con graves paréntesis– encontró, pese a todo, un lugar a lo largo del caminar histórico del pueblo de Dios. Nos referimos al lugar que ocupan los últimos de la historia en el proyecto de liberación y humanización del reinado de Dios. Es relevante subrayarlo, no para disminuir la presente aportación de la vivencia cristiana y de la reflexión teológica en una onda liberadora que han ligado su destino al sentido bíblico de la solidaridad con el pobre, sino para dibujar debidamente el ámbito en que ella se da, en tanto continuidad y ruptura con teologías anteriores. Y, sobre todo, con la experiencia cristiana y los senderos cotidianos tomados para dar testimonio del reino, expresión del amor gratuito del Dios de Jesucristo, presente ya en la historia, pero todavía no plenamente, según la expresión clásica.

La fórmula programática de la “opción preferencial por el pobre” manifiesta lo más sustantivo –porque proviene del núcleo del mensaje cristiano– del aporte de la vida de la iglesia en Latinoamérica y el Caribe, y de la teología de la liberación, a la iglesia universal. Las preguntas que a veces se plantean acerca del futuro de esta reflexión teológica deben tener en mente su relación factual y contemporánea con todo lo que dicha postura significa, vale decir su presencia hoy en la conciencia eclesial, e, incluso más allá de ella. No es posible, por ello, separar, sin más trámite, esa opción de la perspectiva pastoral y teológica que –con los logros y las dificultades que conocemos– la ha puesto sobre el tapete en nuestros días. Si se habla de la opción por el pobre, se apunta al corazón de esa teología.

Pero no olvidemos que la expresión no se refiere únicamente a una cuestión de estrategia pastoral, por importante que ella pueda ser para algunas decisiones concretas. Se trata de una cuestión más vasta y de mayor envergadura que va a lo medular de la vida cristiana y afecta diferentes vertientes de la existencia cristiana. Estamos ante una relación no exenta de tensiones, es cierto, pero que, en último término, es de una enorme fecundidad.

2. Preferencia y solidaridad

La noción de preferencia hay que comprenderla en relación con la de universalidad del amor de Dios, eso hace que esté íntimamente ligada a la exigencia de la solidaridad con los pobres y oprimidos. Sólo de este modo aparece su relevancia y puede responderse a riesgos que preocupan a algunos. Observaciones respetables que es importante tener en cuenta y que dan la ocasión de volver sobre puntos importantes.

Preferencia y universalidad se implican recíprocamente. Preferencia apunta a impedir que nos encerremos en una visión angosta y, finalmente, poco fecunda de la solidaridad con los últimos de la historia. Traer a la memoria esa prioridad contribuye a darle a la opción por el pobre su radicalidad y mordiente. Sus fuentes son bíblicas, en eso consiste la verdadera radicalidad, remiten al horizonte del amor de Dios, universal y preferente a la vez. Por un lado, la universalidad sitúa el privilegio de los pobres en una ancha ruta y le exige rebasar continuamente sus eventuales límites; a su vez, la preferencia por los pobres da concreción y alcance histórico a dicha universalidad y le advierte del peligro de permanecer en un nivel abstracto y nebuloso .

El término preferencia no intenta, de ningún modo, amortiguar la firme demanda de compromiso y solidaridad con el pobre. Se apeló a él en la experiencia y la reflexión de la iglesia latinoamericana, en los años anteriores a Puebla, en continuidad con Juan XXIII y Medellín, y, sobre todo, respondiendo a sus raíces bíblicas. No se introdujo subrepticiamente para recortar el alcance de la opción por el pobre, ni llegó a última hora. Si, al comienzo de sus trabajos, Puebla llamó “Opción preferencial por los pobres” a uno de sus documentos, es porque –hemos recordado su recorrido– así se había comenzado a hablar, con las mismas o semejantes palabras, en el seno de muchas comunidades cristianas, documentos locales y escritos teológicos, en el tiempo que precedió a dicha conferencia .

De hecho, el texto de ese documento es neto en afirmar la necesidad y la urgencia, y sin medias tintas, del compromiso con los oprimidos y marginados. La práctica de muchos en la iglesia latinoamericana y caribeña había ya tomado ese rumbo desde Medellín, y su caminar fue refrendado en Puebla de modo significativo . La preferencia, en la frase que analizamos, apela a la necesidad de la solidaridad con el pobre y a la recusación de la pobreza y sus causas.

Justamente, por esa razón, hay quienes, desde una posición ubicada al extremo opuesto del espectro, manifiestan, más bien, su preocupación por la indebida reducción a la que llevaría el término preferencia: se olvidaría –piensan– la afirmación fundamental de la universalidad del amor de Dios. En este caso, se teme que esa manera de hablar perfile una actitud, que, limitando el alcance del amor cristiano, se dirija sólo a un sector de la humanidad, por numeroso que sea, descartando, como consecuencia, a otras personas de nuestra solicitud. Consideran, por ello, que, por lo menos, se debe precisar que esa preferencia no es exclusiva.

A decir verdad, es un temor infundado en cuanto al texto mismo (quizá no en cuanto a interpretaciones equivocadas que puedan darse de él), puesto que el mismo vocablo ‘preferencia’ nos habla ya –asumiendo una idea bíblica central– de solicitud prioritaria, de algo que es primero, no único; de predilección y de ningún modo de exclusión . Son ciertas comprensiones de la expresión y no la frase misma, las que han dado lugar a la advertencia de que estaríamos ante una opción con rasgos de exclusividad.

En todo caso, no se trata ni de lo uno ni de lo otro: la preferencia ni merma la radical exigencia de solidaridad y justicia de la opción por los pobres, ni descarta a los que no pertenecen a ese estrato social. No estamos ante una preferencia que se puede, indiferentemente, tomar o dejar; si así fuese se justificaría la desconfianza a que habíamos aludido en primer lugar. Pero tampoco ante una preferencia que olvida el amor universal de Dios, como pretende el otro punto de vista. Ninguna de esas dos posiciones da cuenta cabal, nos parece, de la historia y de la significación de la fórmula en cuestión .

Por otro lado, evitemos sobreestimar los términos que usamos en estas materias, ellos indican una dirección, eso es lo importante. Referirse a la preferencia de Dios en el contexto de su amor por toda persona no puede hacerse sin emplear un lenguaje antropomórfico –¿de qué otra manera podría ser?– para hablar de Dios. Es un humilde y limitado acercamiento al misterio de su amor, que no debe ser visto como si lo dijera todo, a primera vista, a propósito del tema. Los vocablos usados son signos que nos remiten -no sin deficiencias– a un significado que no podemos enclaustrar en palabras y en conceptos. Son el camino, no la meta. Pero quienes, arriesgando sus vidas, han hecho de la opción por el pobre una práctica cotidiana –como Monseñor Romero, por ejemplo, cuyo martirio tendremos muy presente el año que viene– nos hablan de su verdadero alcance.

3. Desde la insignificancia social

La preferencia significa entrar, condición ineludible, en el mundo del pobre, vivir en solidaridad con los oprimidos y marginados, rechazar la injusticia de la situación que viven, compartir su reivindicación de ser considerados personas . Y a partir de ese suelo, anunciar el evangelio a todo ser humano. La auténtica universalidad, en materia de testimonio cristiano, arranca históricamente desde esta parcialidad . La proclamación de la buena nueva, que debe ir “hasta los confines de la tierra” (He.1,8), comienza, según los evangelios, en la particularidad de Galilea, tierra marginada y despreciada por los habitantes de Judea, región en la que se encuentra Jerusalén, y donde se concentra el poder religioso y político en tiempos de Jesús. Resulta que para ellos, la mezcla cultural de la población de Galilea se revela en las deficiencias de su habla (cf. Mt. 26,73) y marca sus costumbres y sus poco ortodoxas prácticas religiosas.

A partir de esa región de la patria de Jesús, desde ese rincón, marcado por la insignificancia y la marginalización, del que se decía que nada bueno podía salir (cf. Jn. 7,52), el Señor da testimonio del reinado de Dios. Tarea que ha de ser continuada por sus seguidores: en Galilea son convocados los discípulos y de ahí salen para ser testigos de la resurrección del Señor y “hacer discípulos a todas las naciones” (Mt. 28,19; Mc.16,15-16). Desde el campo de los maltratados y olvidados llega el mensaje de amor universal del Dios de Jesucristo. Son aspectos inseparables, habitan el mismo recinto.

Ellos nos hablan del amor de Dios, pauta definitiva del nuestro: “ámense como yo los he amado”, Jn.13,34. Ese es el fundamento último del amor por toda persona y, a la vez, del compromiso prioritario con los pobres. Esto no descarta, por cierto, que haya otros motivos para esa solidaridad, por eso hablamos de motivo último. Como se ha dicho numerosas veces, se trata, para un cristiano, de una opción teocéntrica, centrada en el Dios anunciado por Jesús. Es decir, en su amor, en roca firme, como rezan los salmos. Pero hablar del amor de Dios es hablar de gratuidad, como lo hace constantemente la Escritura, tema fontanal y primigenio en teología de la liberación.

Las formas concretas de vivir la opción preferencial por el pobre son naturalmente variadas, según las situaciones y los procesos históricos. Deben, por lo tanto, ser examinadas y renovadas permanentemente. Pero si se pierde de vista su razón final, se la mutila de un tajo y se la hace totalmente dependiente de la coyuntura, hasta el punto de no ver en ella sino la expresión de un momento histórico que, además –piensan algunos–, no correspondería más a lo que hoy vivimos en la humanidad. Fuera de la inexactitud del análisis (social, económico, cultural) implicado en tal aserción, dicha postura refleja, ante todo, una falta de percepción del sentido bíblico –por consiguiente, básico para un creyente– y teológico de la justicia y el amor de Dios.

IV. DOS LENGUAJES

No hay cuestionamiento mayor al discurso sobre la fe que el que viene del sufrimiento del inocente. ¿Cómo entender a un Dios amor en un mundo que lleva la impronta de la injusticia, del genocidio, de la violencia terrorista, del desprecio por los más elementales derechos humanos? Así de simple y de apremiante. Se trata sin duda de una pregunta que supera en anchura la capacidad de respuesta que tiene la teología. No obstante, es una interrogante que no podemos eludir. Especialmente desde los países pobres y marginados. La pobreza y sus secuelas son el gran reto de nuestro tiempo. Pobreza destructora de personas, familias y naciones.

La Biblia, el libro de Job entre otros, se refiere a dos lenguajes acerca de Dios que adquieren su pleno sentido sólo cuando se encuentran, se desafían y nutren mutuamente.

1. El lenguaje de la justicia

La justicia es un gran tema bíblico. Con frecuencia se presenta en el binomio justicia-derecho; hacer de él el núcleo de la vida del pueblo de Dios es una exigencia que tiene su raíz en la voluntad de Dios. La dimensión profética de la Biblia, que desborda los libros que llevan el nombre de profetas, abunda en el recuerdo de que la fe en Dios está ligada al establecimiento de la justicia y el derecho. Más aún, se trata de una acción que, en última instancia, tiene como sujeto a Dios mismo: “justicia y derecho sostienen tu trono”, canta el salmo (89,15). Ella es expresión de su santidad: Dios no es justo porque hace justicia, sino que hace justicia porque es justo.

Practicar la justicia, establecer el derecho son requerimientos que se entroncan con la santidad de Dios. Nos hablan de Dios. Para “implantar el derecho en la tierra” (Is. 42, 4) unge el Señor a su siervo, pone en él su espíritu (cf. Is. 42,1). Tarea que manifiesta el lenguaje profético –el dabar: acontecimiento y palabra, al mismo tiempo–, lenguaje de justicia que nos conduce a internarnos en el amor de Dios por toda persona, en particular por los oprimidos y excluidos. La preferencia por los últimos de la historia plantea la justicia como exigencia ineludible del Dios de la Biblia, ella va contra las desigualdades injustas que se dan en nuestra sociedad. Decíamos, líneas arriba, que la pobreza despoja a las personas de su condición humana y atenta contra su condición de hijas e hijos de Dios.

La preferencia es un rechazo de esa situación, una pauta para establecer la justicia y el derecho, por la dignidad humana y la filiación divina de todo ser humano. Sin rechazo de la pobreza (imprescindible lado de la opción por el pobre, como lo hemos recordado), sin compromiso por la justicia social, sin defensa de los más elementales derechos humanos no hay auténtica opción por el pobre; ni, por cierto, una preferencia que intenta corregir la inequidad social haciendo carne en la historia la igualdad de toda persona ante Dios.

Esa es la razón por la que la justicia de Dios y la exigencia de practicarla de parte de los creyentes es presentada siempre en la Biblia en relación con el pobre. La defensa del pobre, la denuncia y el rechazo de las vejaciones que sufre, la solidaridad con su causa no son sólo expresiones de esa justicia, son también su obligada verificación. De esa práctica y de esa exigencia proviene un lenguaje que nos permite hablar de Dios. Job lo descubre poco a poco, e inicia la salida de un mundo de premios y castigos que lo encerraba en él mismo y le impedía hablar correctamente sobre Dios. Comprende, no sin costo personal, que abrirse a los demás, hacerse “padre de los pobres” (Job 29,16; expresión que la Biblia reserva normalmente para hablar de Yahvé), es encontrar al Señor.

La fuente primera para el hablar sobre Dios es su autocomunicación, la Buena Nueva. Pero surge también –e inseparablemente– de la forma como, en circunstancias históricas precisas, ella es acogida. La situación de pobreza e injusticia que se vive en América Latina y el Caribe, da al hablar de Dios acentos propios y un tono de premura que no pueden ser eludidos.

2. El lenguaje de la gratuidad

Sin embargo, esa urgencia tampoco debe hacer que soslayemos la otra dimensión del hablar acerca de Dios. Nos referimos al que deriva del corazón mismo del mensaje bíblico: el amor gratuito de Dios que se adelanta a nuestras obras y méritos. Objeto de contemplación y oración, ciertamente; razón por la que es tema preferido de la mística cristiana, como lo muestra la historia de la espiritualidad. Pero es también un poderoso factor de exigencia. Nada, en efecto, es más demandante que la gratuidad, la iniciativa amorosa de Dios pide una respuesta. Lo sabe bien Pablo cuando, a propósito del trato a dar a Onésimo, dice a Filemón: estoy “seguro que harás más de lo que te pido” (v.21). La razón está en la frase evangélica: “dar gratis, lo que hemos recibido gratis” (Mt. 10,8).

La preferencia por el pobre no viene, en primer lugar (sería una descolocada idealización), de que sea necesariamente mejor –en un terreno moral o religioso– que los no pobres, sino debido a que se encuentra en una situación inhumana e injusta, contraria a la voluntad de Dios. El fundamento último de esa prioridad reposa en Dios, en su amor gratuito y universal. Es una cuestión de justicia, decíamos, pero no de una justicia que se refiere a normas externas, como lo es a menudo en nuestra sociedad y en el mundo religioso (la ejemplifican los amigos de Job), sino de una justicia radical y exigente que va al meollo de la injusticia y de la condición humana. Como aquella que se manifiesta en la parábola del trabajador de la undécima hora (cf. Mt 20,1-16). Vale en este caso la interpelante palabra de Yahvé: “mis caminos no son sus caminos” (Is. 55,8).

Hablamos de gratuidad del amor de Dios que nos ha amado primero, “antes de la fundación del mundo” (Ef. 1,4). No, obviamente, de arbitrariedad y de capricho. La gratuidad no es dominio de lo arbitrario y superfluo. Nada más alejado al tema del amor en el mensaje cristiano. Es cierto que a veces, en el lenguaje corriente, la gratuidad es entendida como arbitrariedad, pero este sentido está, a todas luces, excluido en cuanto hemos dicho sobre la gratuidad del amor de Dios.

3. Cantar y caminar

Si bien es útil hablar de las dos dimensiones de la inteligencia de la fe, de los dos lenguajes (el profético de la justicia y el contemplativo de la gratuidad), para referirnos a Dios y comunicar el evangelio de Jesús, importa repetir que no pueden entenderse plenamente por separado. Si se distancian quedarían vaciados de contenido, convirtiéndose en inauténticos y desarticulados.

El lenguaje de la gratuidad reconoce que “todo es gracia”, como decía Teresa de Lisieux (y asume Georges Bernanos); el hablar profético denuncia la situación –y sus causas– de injusticia y expoliación del pobre. Sin la exigencia de la justicia el lenguaje de la gratuidad corre peligro de ser tangencial a la historia en la que Dios está presente, e incluso de evadirse de ella. A su vez, el hablar de la gratuidad hace que el lenguaje de la justicia no caiga en la tentación de estrechar su visión histórica y de Dios. Ambos lenguajes echan raíces en las condiciones de vida, en el sufrimiento y la esperanza, de los insignificantes de América Latina y el Caribe y de otras áreas pobres de la humanidad. Se anudan el uno con el otro, se enriquecen recíprocamente y se hacen un solo hablar.

El lenguaje de la gratuidad es canto de alabanza y acción de gracias, que se une a la voz del cosmos:

“un día le pasa el mensaje a otro día

una noche le informa a otra noche.

Sin que hablen, sin que pronuncien

sin que se oiga su voz,

a toda la tierra alcanza su discurso,

a los confines del orbe su lenguaje”.

El lenguaje profético es camino de solidaridad en el que se reconoce que

“los mandatos del Señor son justos:

alegran el corazón

la norma del Señor es límpida:

da luz a los ojos”

Dos lenguajes teológicos que se entrelazan para, un día quizá, poder decir, siempre con este hermoso salmo:

“que te agraden las palabras de mi boca,

acepta la meditación de mi corazón

Señor, Roca mía, Liberador mío”

(S, 19, vv. 3-5ª. 9. 15)


MODULO SOBRE LO HUMANO (Toda vida nos importa)

Segunda Sesión: La noción de Ser Humano

LECTURA 2.5

LIBERTAD VERSUS IGUALDAD: UN FALSO DILEMA[2]

No debemos dejarnos llevar por modas intelectuales, que siempre acaban arrumbadas en el museo de la historia. Una de las más falaces es el sofisma del falso dilema entre libertad e igualdad, que arrastra su retórica argumental desde los epígonos de Adam Smith, que hubieran producido horror al profesor escocés si los hubiera conocido. Desde entonces ha habido una pretensión de contraponer los dos valores con los fisiócratas Burke o Malthus, el horrible Malthus de la parábola del banquete de la segunda edición de su Ensayo sobre la Población, hasta Hayek, Nozick o el matrimonio Friedman, pasando por el Tocqueville del informe sobre el pauperismo a la Academia de Cherburgo.

Pero creo que ésta es la mala herencia de la Ilustración, que ha reforzado hoy las peores perspectivas del neoliberalismo y de la llamada globalización. Esta ideología se ha crecido con la caída del comunismo, al que falsamente atribuyen el estandarte de la igualdad frente al de la libertad sustentado por el capitalismo. Si el comunismo se hundió en la URSS no fue por igualitario, sino por totalitario. Es verdad que los sistemas comunistas preconizaban la igualdad pero prescindían de la libertad. Eran igualitarios pero antiliberales, y así negaban la mejor herencia de la Ilustración. Si fuera verdad que su caída ha arrastrado a la idea de igualdad, habría que decir, con Kavafis, ahora que los bárbaros no están, ¿qué vamos a hacer sin los bárbaros? Pero no es cierto que ese fracaso sea el fracaso de la igualdad, como tampoco es cierto su contrario de que la libertad sólo puede florecer prescindiendo de la igualdad.

Mientras haya pobres en los países ricos y haya tanta desigualdad entre esos países y los países pobres, es un sarcasmo plantear el dilema libertad‑igualdad, que no es sino el intento de un economicismo desbordado de sus límites propios para reforzar su ideología, hasta hacerla la única existente. Si el comunismo ha caído por ser totalitario y por ignorar la libertad, este intento no puede ni debe prosperar, porque ignora el papel homogenizador de la igualdad. Sigue siendo cierto aquel principio regulador de la convivencia social que formuló Rousseau en el Contrato Social de que nadie puede ser tan pobre como para necesitar venderse ni nadie tan rico para poder comprar a otro.

Para entender el futuro de esa dicotomía libertad‑igualdad, hay que volver la mirada a la Ilustración, pero sin reducirla ni mutilarla con toda su complejidad, con todos sus perfiles y con todos los movimientos que la continuaron en los dos siglos siguientes. Neil Postman, profesor de la New York University, ha hecho ese esfuerzo en su interesante obra Building a Bridge to the Eighteenth Century. Desde esa perspectiva, una reflexión favorable conduce siempre a un modelo de Estado que sea a la vez igualitario y liberal, donde ambos valores se complementen. La libertad es el valor central, pero si no alcanza a todos o a la mayoría habrá frustrado la cohesión social y el desarrollo de la dignidad de las personas, que es de todos y no sólo de algunos. Así, quizás el falso dilema se disuelve si hablamos de libertad igualitaria.

El punto de partida debe ser Kant, y debe ser un punto de partida ético, arrancando de su idea de dignidad, de que los hombres son fines y no medios para nadie, y de que, por consiguiente, no tienen precio. Si se constata que muchos hombres no pueden alcanzar por sí mismos la libertad de que otros gozan, no se puede dejar al libre juego de la autonomía de la voluntad que unos puedan desarrollar su dignidad y que otros la frustren.

Precisamente esa dignidad consiste en cinco grandes rasgos de nuestra condición, que nos distinguen de los demás animales: nuestra capacidad de elegir, de construir conceptos generales y de razonar, de crear con la imaginación y con el sentimiento obras artísticas o literarias, de comunicarnos y de dialogar, y finalmente de elegir nuestros planes de vida, como seres morales que buscan la autonomía y la independencia personal. Entre la libertad de elección y la libertad moral, que son las dimensiones iniciales y finales de ese concepto, aparece la libertad social política y jurídica, de la que estamos hablando, y que organiza con la democracia y con los derechos humanos un escenario para que cada uno pueda reconocer ese itinerario dinámico, desde la elección libre a la autonomía moral o libertad moral. En una tradición que arranca de los igualitarios del XVIII como Mably, Rousseau, Condorcet o Paine, y que alcanza al socialismo ético desde Louis Blanc hasta Fernando de los Ríos o Heller, y que hoy defienden autores dispares como Rawls o Bobbio o, en España, Elías Díaz y otros muchos, entre los que me encuentro, y que abarcan desde el liberalismo político progresista hasta ese socialismo ético que arranca de Kant y de los ilustrados.

Muchos hombres y mujeres sufren la desigualdad, que es un hecho, y otros muchos sufren discriminación, que es una realidad no fáctica, sino normativa. En esas condiciones, abandonados a los avatares de una 'libertad' con truco, la mayoría perecen en el intento de conseguir un destino digno con su propio esfuerzo.

Esta tremenda lucha por la existencia es contemplada con indiferencia desde los satisfechos, los que no necesitan ayuda, que incluso creen de buena fe que todos pueden situarse a su nivel. Es un hecho que en la actualidad nacen muchas personas en el mundo en tales condiciones de pobreza que se debe descartar que puedan procurarse una vida decente, mientras que otras, desde su cuna, controlan los medios y las riquezas y tienen todas las ventajas para desarrollar plenamente su dignidad.

Cuando esas personas desgraciadas en su miseria no son responsables de estar en desventaja en relación con los favorecidos es poco decente sostener que carecen de justificación las intervenciones de igualdad, salvo que pensemos que las ventajas son merecidas o que derivan de la suerte. Los partidarios de una libertad sin igualdad están siempre en ese grupo de los que piensan que su status deriva de sus capacidades naturales bien explotadas, de su esfuerzo y de su inteligencia. Es difícil distanciarse individualmente de esa deformación egoísta, y sólo los poderes públicos y su Derecho pueden salvar, con acciones de igualdad, el inmenso abismo de riqueza y de oportunidades.

Por eso la función promocional del Estado es imprescindible para satisfacer necesidades básicas que permitan la cohesión social. La equilibrada acción de una libertad igualitaria es condición indispensable para que cada persona pueda impulsar su dignidad. Sostener el falso dilema libertad‑versus‑igualdad, es condenar a la mayoría a no desarrollar esa dignidad.


MODULO SOBRE LO HUMANO (Toda vida nos importa)

Segunda Sesión: La noción de Ser Humano

LECTURA 2.6

DE LA VIDA PERFECTA: IDEA DEL ZOON POLITIKON[3]

Libro Primero

De la sociedad civil. De la esclavitud. De la propiedad. Del poder doméstico

Capítulo I

Origen del Estado y de la Sociedad

Todo Estado es, evidentemente, una asociación, y toda asociación no se forma sino en vista de algún bien, puesto que los hombres, cualesquiera que ellos sean, nunca hacen nada sino en vista de lo que les parece bueno. Es claro, por tanto, que todas las asociaciones tienden a un bien de cierta especie, y que el más importante de todos los bienes debe ser el objeto de la más importante de las asociaciones, de aquella que encierra todas las demás, y a la cual se llama precisamente Estado y asociación política.

No han tenido razón, pues, los autores para afirmar que los caracteres de rey, magistrado, padre de familia y dueño se confunden. Esto equivale a suponer que toda la diferencia entre éstos no consiste sino en el más y el menos, sin ser específica; que un pequeño número de administrados constituiría el dueño, un número mayor el padre de familia, uno más grande el magistrado o el rey; es de suponer, en fin, que una gran familia es en absoluto un pequeño Estado. Estos autores añaden, por lo que hace al magistrado y al rey, que el poder del uno es personal e independiente, y que el otro es en parte jefe y en parte súbdito, sirviéndose de las definiciones mismas de su pretendida ciencia.

Toda esta teoría es falsa; y bastará, para convencerse de ello, adoptar en este estudio nuestro método habitual. Aquí, como en los demás casos, conviene reducir lo compuesto a sus elementos indescomponibles, es decir, a las más pequeñas partes del conjunto. Indagando así cuáles son los elementos constitutivos del Estado, reconoceremos mejor en qué difieren estos elementos, y veremos si se pueden sentar algunos principios científicos para resolver las cuestiones de que acabamos de hablar. En esto, como en todo, remontarse al origen de las cosas y seguir atentamente su desenvolvimiento es el camino más seguro para la observación.

Por lo pronto, es obra de la necesidad la aproximación de dos seres que no pueden nada el uno sin el otro: me refiero a la unión de los sexos para la reproducción. Y en esto no hay nada de arbitrario, porque lo mismo en el hombre que en todos los demás animales y en las plantas existe un deseo natural de querer dejar tras sí un ser formado a su imagen.

La naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación, ha creado a unos seres para mandar y a otros para obedecer. Ha querido que el ser dotado de razón y de previsión mande como dueño, así como también que el ser capaz por sus facultades corporales de ejecutar las órdenes, obedezca como esclavo, y de esta suerte el interés del señor y el del esclavo se confunden.

La naturaleza ha fijado, por consiguiente, la condición especial de la mujer y la del esclavo. La naturaleza no es mezquina como nuestros artistas, y nada de lo que hace se parece a los cuchillos de Delfos fabricados por aquéllos. En la naturaleza un ser no tiene más que un solo destino, porque los instrumentos son más perfectos cuando sirven, no para muchos usos, sino para uno sólo. Entre los bárbaros, la mujer y el esclavo están en una misma línea, y la razón es muy clara; la naturaleza no ha creado entre ellos un ser destinado a mandar, y realmente no cabe entre los mismos otra unión que la de esclavo con esclava, y los poetas no se engañan cuando dicen: "Sí, el griego tiene derecho a mandar al bárbaro," puesto que la naturaleza ha querido que bárbaro y esclavo fuesen una misma cosa.

Estas dos primeras asociaciones, la del señor y el esclavo, la del esposo y la mujer, son las bases de la familia, y Hesíodo lo ha dicho muy bien en este verso: "La casa, después la mujer y el buey arador;" porque el pobre no tiene otro esclavo que el buey. Así, pues, la asociación natural y permanente es la familia, y Corondas ha podido decir de los miembros que la componen "que comían a la misma mesa", y Epiménides de Creta "que se calentaban en el mismo hogar".

La primera asociación de muchas familias, pero formada en virtud de relaciones que no son cotidianas, es el pueblo, que justamente puede llamarse colonia natural de la familia, porque los individuos que componen el pueblo, como dicen algunos autores, "han mamado la leche de la familia", son sus hijos, "los hijos de sus hijos". Si los primeros Estados se han visto sometidos a reyes, y si las grandes naciones lo están aún hoy, es porque tales Estados se formaron con elementos habituados a la autoridad real, puesto que en la familia el de más edad es el verdadero rey, y las colonias de la familia han seguido filialmente el ejemplo que se les había dado. Por esto, Homero ha podido decir: "Cada uno por separado gobierna como señor a sus mujeres y a sus hijos."

En su origen todas las familias aisladas se gobernaban de esta manera. De aquí la común opinión según la que están los dioses sometidos a un rey, porque todos los pueblos reconocieron en otro tiempo o reconocen aún hoy la autoridad real, y los hombres nunca han dejado de atribuir a los dioses sus propios hábitos, así como se los representaban a imagen suya.

La asociación de muchos pueblos forma un Estado completo, que llega, si puede decirse así, a bastarse absolutamente a sí mismo, teniendo por origen las necesidades de la vida, y debiendo su subsistencia al hecho de ser éstas satisfechas.

Así el Estado procede siempre de la naturaleza, lo mismo que las primeras asociaciones, cuyo fin último es aquél; porque la naturaleza de una cosa es precisamente su fin, y lo que es cada uno de los seres cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento se dice que es su naturaleza propia, ya se trate de un hombre, de un caballo o de una familia. Puede añadirse que este destino y este fin de los seres es para los mismos el primero de los bienes, y bastarse a sí mismos es, a la vez, un fin y una felicidad. De donde se concluye evidentemente que el Estado es un hecho natural, que el hombre es un ser naturalmente sociable, y que el que vive fuera de la sociedad por organización y no por efecto del azar es, ciertamente, o un ser degradado, o un ser superior a la especie humana; y a él pueden aplicarse aquellas palabras de Homero: "Sin familia, sin leyes, sin hogar..."

El hombre que fuese por naturaleza tal como lo pinta el poeta, sólo respiraría guerra, porque sería incapaz de unirse con nadie, como sucede a las aves de rapiña.

Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los demás animales que viven en grey, es evidentemente, como he dicho muchas veces, porque la naturaleza no hace nada en vano. Pues bien, ella concede la palabra al hombre exclusivamente. Es verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a los demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos afecciones y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal, y, por consiguiente, lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales: que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto y todos los sentimientos del mismo orden cuya asociación constituye precisamente la familia y el Estado.

No puede ponerse en duda que el Estado está naturalmente sobre la familia y sobre cada individuo, porque el todo es necesariamente superior a la parte, puesto que una vez destruido el todo, ya no hay partes, no hay pies, no hay manos, a no ser que por una pura analogía de palabras se diga una mano de piedra, porque la mano separada del cuerpo no es ya una mano real. Las cosas se definen en general por los actos que realizan y pueden realizar, y tan pronto como cesa su aptitud anterior no puede decirse ya que sean las mismas; lo único que hay es que están comprendidas bajo un mismo nombre. Lo que prueba claramente la necesidad natural del Estado y su superioridad sobre el individuo es que, si no se admitiera, resultaría que puede el individuo entonces bastarse a sí mismo aislado así del todo como del resto de las partes; pero aquel que no puede vivir en sociedad y que en medio de su independencia no tiene necesidades, no puede ser nunca miembro del Estado; es un bruto o un dios.

La naturaleza arrastra, pues, instintivamente a todos los hombres a la asociación política. El primero que la instituyó hizo un inmenso servicio, porque el hombre, que cuando ha alcanzado toda la perfección posible es el primero de los animales, es el último cuando vive sin leyes y sin justicia. En efecto, nada hay más monstruoso que la injusticia armada. El hombre ha recibido de la naturaleza las armas de la sabiduría y de la virtud, que debe emplear sobre todo para combatir las malas pasiones. Sin la virtud es el ser más perverso y más feroz, porque sólo tiene los arrebatos brutales del amor y del hambre. La justicia es una necesidad social, porque el derecho es la regla de vida para la asociación política, y la decisión de lo justo es lo que constituye el derecho.

Libro Cuarto

Teoría general de la ciudad perfecta

Capítulo I

De la vida perfecta

Cuando se quiere estudiar la cuestión de la república perfecta con todo el cuidado que reclama, importa precisar en primer lugar cuál es el género de vida que merece sobre todo nuestra preferencia. Si se ignora esto, necesariamente se habrá de ignorar cuál es el gobierno por excelencia, porque es natural que un gobierno perfecto procure a los ciudadanos a él sometidos, en el curso ordinario de las cosas, el goce de la más perfecta felicidad, compatible con su condición. Y así, convengamos ante todo en cuál es el género de vida preferible para todos los hombres en general, y después veremos si es el mismo o diferente para la totalidad que para el individuo. Como creemos haber demostrado suficientemente en nuestras obras exotéricas lo que es la vida más perfecta, aquí no haremos más que aplicar el principio allí sentado. Un primer punto, que nadie puede negar, porque es absolutamente verdadero, es que los bienes que el hombre puede gozar se dividen en tres clases: bienes que están fuera de su persona, bienes del cuerpo y bienes del alma; consistiendo la felicidad en la reunión de todos ellos. No hay nadie que pueda considerar feliz a un hombre que carezca de prudencia, justicia, fortaleza y templanza, que tiemble al ver volar una mosca, que se entregue sin reserva a sus apetitos groseros de comer y beber, que esté dispuesto, por la cuarta parte de un óbolo, a vender a sus más queridos amigos y que, no menos degradado en punto a conocimiento, fuera tan irracional y tan crédulo como un niño o un insensato. Cuando se presentan estos puntos en esta forma, se conviene en ellos sin dificultad. Pero en la práctica no hay esta conformidad, ni sobre la medida, ni sobre el valor relativo de estos bienes. Se considera uno siempre con bastante virtud, por poca que tenga; pero tratándose de riqueza, fortuna, poder, reputación y todos los demás bienes de este género, no encontramos límites que ponerles, cualquiera que sea la cantidad en que los poseamos.

A los hombres insaciables les diremos que deberían, sin dificultad, convencerse en esta ocasión, en vista de los mismos hechos, de que, lejos de adquirirse y conservarse las virtudes mediante los bienes exteriores, son, por el contrario, adquiridos y conservados éstos mediante aquéllas; que la felicidad, ya se la haga consistir en los goces, ya en la virtud, o ya en ambas cosas a la vez, es patrimonio, sobre todo, de los corazones más puros y de las más distinguidas inteligencias; y que está reservada a los hombres poco llevados del amor a estos bienes que nos importan tan poco, más bien que a aquellos que, poseyendo estos bienes exteriores en más cantidad que la necesaria, son, sin embargo, tan pobres respecto de las verdaderas riquezas.

Independientemente de los hechos, la razón basta por sí sola para demostrar perfectamente esto mismo. Los bienes exteriores tienen un límite como cualquier otro medio o instrumento; y las cosas que se dicen útiles son precisamente aquellas cuya abundancia nos embaraza inevitablemente, o no nos sirven verdaderamente para nada. Respecto a los bienes del alma, por el contrario, nos son útiles en razón de su abundancia, si se puede hablar de utilidad tratándose de cosas que son, ante todo, esencialmente bellas. En general, es evidente que la perfección suprema de las cosas que se comparan para conocer la superioridad de cada una respecto de la otra, está siempre en relación directa con la distancia misma en que están entre sí estas cosas, cuyas cualidades especiales estudiamos. Luego, si el alma, hablando de una manera absoluta y aun también con relación a nosotros, es más preciosa que la riqueza y que el cuerpo, su perfección y la de éstos estarán en una relación análoga. Según las leyes de la naturaleza, todos los bienes exteriores sólo son apetecibles en interés del alma, y los hombres prudentes sólo deben desearlos para ella, mientras que el alma nunca debe ser considerada como medio respecto de estos bienes. Por tanto, estimaremos como punto perfectamente sentado que la felicidad está siempre en proporción de la virtud y de la prudencia, y de la sumisión a las leyes de éstas, y ponemos aquí por testigo de nuestras palabras a Dios, cuya felicidad suprema no depende de los bienes exteriores, sino que reside por entero en él mismo y en la esencia de su propia naturaleza. Además, la diferencia entre la felicidad y la fortuna consiste necesariamente en que las circunstancias fortuitas y el azar pueden procurarnos los bienes que son exteriores al alma, mientras que el hombre no es justo ni prudente por casualidad o por efecto del azar. Como consecuencia de este principio y por las mismas razones, resulta que el Estado más perfecto es al mismo tiempo el más dichoso y el más próspero. La felicidad no puede acompañar nunca al vicio; así el Estado, como el hombre, no prosperan sino a condición de ser virtuosos y prudentes; y el valor, la prudencia y la virtud se producen en el Estado con la misma extensión y con las mismas formas que en el individuo; y por lo mismo que el individuo las posee es por lo que se le llama justo, sabio y templado.

No daremos más extensión a estas ideas preliminares; era imposible que dejáramos de tocar aquí este punto, si bien no es este el lugar propio para desarrollarlo todo lo posible, pues toca a otro tratado. Hagamos constar tan sólo que el fin esencial de la vida, así para el individuo aislado como para el Estado en general, es el alcanzar este noble grado de virtud y hacer todo lo que ella ordena. En cuanto a las objeciones que pueden oponerse a este principio, no responderemos a ellas en este momento, a reserva de examinarlas más tarde, si quedan todavía dudas después de que nos hayamos explicado.

Capítulo II

De la felicidad con relación al Estado

Nos queda por averiguar si la felicidad, respecto del Estado, está constituida por elementos idénticos o diversos que la de los individuos. Evidentemente, todos convienen en que estos elementos son idénticos: si se hace consistir la felicidad del individuo en la riqueza no se vacilará en declarar que el Estado es completamente dichoso tan pronto como es rico; si se estima que para el individuo es la mayor felicidad el ejercer un poder tiránico el Estado será tanto más dichoso cuanto más vasta sea su dominación; si para el hombre la felicidad suprema consiste en la virtud, el Estado más virtuoso será igualmente el más afortunado. Dos puntos llaman aquí principalmente nuestra atención. En primer lugar, ¿debe preferir el individuo la vida política, la participación en los negocios del Estado, a vivir completamente extraño a ella y libre de todo compromiso público? Y en segundo, ¿qué constitución, qué sistema político, debe adoptarse con preferencia: el que admite a todos los ciudadanos sin excepción a la gestión de sus negocios, o el que, haciendo algunas excepciones, llama por lo menos a la mayoría? Esta última cuestión interesa a la ciencia y a las teorías políticas, que no se cuidan de las conveniencias individuales; y como precisamente son consideraciones de este género las que aquí nos ocupan, dejaremos aparte la segunda cuestión, para limitarnos a la primera, que constituirá el objeto especial de esta parte de nuestro tratado.

Por lo pronto, el Estado más perfecto es evidentemente aquel en que cada ciudadano, sea el que sea, puede, merced a las leyes, practicar lo mejor posible la virtud y asegurar mejor su felicidad. Aun concediendo que la virtud deba ser el fin capital de la vida, muchos se preguntan si la vida política y activa vale más que una vida extraña a toda obligación exterior y consagrada por entero a la meditación, única vida, según algunos, que es digna del filósofo. Los partidarios más sinceros que ha contado la virtud, así en nuestros días como en tiempos pasados, han abrazado todos una u otra de estas ocupaciones: la política o la filosofía. En este punto la verdad es de alta importancia, porque todo individuo, si es prudente, y lo mismo todo Estado, adoptarán necesariamente el camino que les parezca el mejor. Dominar sobre lo que nos rodea es a los ojos de algunos una horrible injusticia, si el poder se ejerce despóticamente; y cuando el poder es legal, cesa de ser injusto, pero se convierte en un obstáculo a la felicidad personal del que lo ejerce. Según una opinión diametralmente opuesta y que tiene también sus partidarios, se pretende que la vida práctica y política es la única que conviene al hombre, y que la virtud, bajo todas sus formas, lo mismo es patrimonio de los particulares que de los que dirigen los negocios generales de la sociedad. Los partidarios de esta opinión, y, por tanto, adversarios de la otra, persisten y sostienen que no hay felicidad posible para el Estado sino mediante la dominación y el despotismo; y, realmente, en algunos Estados la constitución y las leyes van encaminadas por entero a hacer la conquista de los pueblos vecinos; y, si, en medio de esta confusión general que presentan casi en todas partes los materiales legislativos, se ve en las leyes un fin único, no es otro que la dominación. Así en Lacedemonia y en Creta el sistema de la educación pública y la mayor parte de las leyes no están hechos sino para la guerra. Todos los pueblos a quienes es dado satisfacer su ambición hacen el mayor aprecio del valor guerrero, pudiendo citarse, por ejemplo, los persas, los escitas, los tracios, los celtas. Con frecuencia las mismas leyes fomentan esta virtud. En Cartago, por ejemplo, se tiene a orgullo llevar en los dedos tantos anillos como campañas se han hecho. En otro tiempo, en Macedonia la ley condenaba al guerrero a llevar un cabestro si no había dado muerte a algún enemigo. Entre los escitas, en ciertas comidas solemnes, corría la copa de mano en mano, pero no podía ser tocada por el que no había muerto a alguno en el combate. En fin, los iberos, raza belicosa, plantan sobre la tumba del guerrero tantas estacas de hierro como enemigos ha inmolado. Aún podrían citarse en otros pueblos muchos usos de este género, creados por las leyes o sancionados por las costumbres.

Basta reflexionar algunos instantes para encontrar extraño que un hombre de Estado pueda nunca meditar la conquista y dominación de los pueblos vecinos, consientan ellos o no en soportar el yugo. ¿Cómo el hombre político y el legislador habían de poder ocuparse de una cosa que no es ni siquiera legítima? Buscar el poder por todos los medios, no sólo justos, sino inicuos, es trastornar todas las leyes, porque el mismo triunfo puede no ser justo. Las otras ciencias no nos presentan nada que se parezca a esto. El médico y el piloto no piensan en persuadir ni en forzar, aquél a los enfermos que tiene en cura, éste a los pasajeros que conduce. Pero se dirá que, generalmente, se confunde el poder político con el poder despótico del señor; y lo que no encuentra uno equitativo ni bueno para sí mismo, quiere, sin ruborizarse, aplicarlo a otro; así se reclama resueltamente la justicia para sí y se olvida por completo tratándose de los demás. Todo despotismo es ilegítimo, excepto cuando el señor y el súbdito son tales respectivamente por derecho natural; y si este principio es verdadero sólo debe quererse reinar como dueño sobre seres destinados a estar sometidos a un señor, y no indistintamente sobre todos; a la manera que para un festín o un sacrificio se va a la caza, no de hombres, sino de animales que se pueden cazar a este fin, es decir, de animales salvajes y buenos de comer. Pero un Estado, en verdad, si se descubriese el medio de aislarle de todos los demás podría ser dichoso por sí mismo, con la sola condición de estar bien administrado y de tener buenas leyes. En una ciudad semejante la constitución no aspiraría ni a la guerra, ni a la conquista, ideas que nadie debe ni siquiera suponer en ella. Por tanto, es claro que las instituciones guerreras, por magníficas que ellas sean, no deben ser el fin supremo del Estado, sino tan sólo un medio para que aquél se realice. El verdadero legislador deberá proponerse tan sólo procurar a la ciudad toda, a los diversos individuos que la componen, y a todos los demás miembros de la asociación, la parte de virtud y de bienestar que les pueda pertenecer, modificando, según los casos, el sistema y las exigencias de sus leyes; y si el Estado tiene otros vecinos, la legislación tendrá cuidado de prever las relaciones que convenga mantener y los deberes que deba cumplir respecto de ellos. Esta materia se tratará más adelante como ella merece, cuando determinemos el fin a que debe tender el gobierno perfecto.

Capítulo III

De la vida política

Según hemos dicho, todos convienen en que lo que debe buscarse esencialmente en la vida es la virtud; pero no se está de acuerdo en el empleo que debe darse a la vida. Examinemos las dos opiniones contrarias. De un lado, se condenan todas las funciones políticas y se sostiene que la vida de un hombre verdaderamente libre, a la cual se da una gran preferencia, difiere completamente de la vida del hombre de Estado; y de otro, se pone, por lo contrario, la vida política por cima de toda otra, porque el que no obra no puede ejecutar actos de virtud, y la felicidad y las acciones virtuosas son cosas idénticas. Estas opiniones son en parte verdaderas y en parte falsas. Que vale más vivir como un hombre libre que vivir como un señor de esclavos es muy cierto; el empleo de un esclavo, en tanto que esclavo, no es cosa muy noble, y las órdenes de un señor, relativas a los pormenores de la vida diaria no tienen nada de encantador. Pero es un error creer que toda autoridad sea necesariamente la autoridad del señor. La que se ejerce sobre hombres libres y la que se ejerce sobre esclavos no difieren menos que la naturaleza del hombre libre y la naturaleza del esclavo, como ya hemos demostrado en el principio de esta obra. Pero se incurre en una gran equivocación al preferir la inacción al trabajo, porque la felicidad sólo se encuentra en la actividad, y los hombres justos y sabios se proponen siempre en sus acciones fines tan numerosos como dignos.

Mas podría decirse, partiendo de estos mismos principios: "un poder absoluto es el mayor de los bienes, puesto que capacita para multiplicar cuanto se quiera las buenas acciones. Así, siempre que pueda uno hacerse dueño del poder, es necesario que no lo deje ir a otras manos, y en caso necesario es preciso arrancarlo de ellas. Las relaciones que nacen de la filiación, de la paternidad, de la amistad, todo debe echarse a un lado, todo debe ser sacrificado, porque es preciso apoderarse a todo trance del bien supremo y en este caso el bien supremo consiste en el éxito, en el triunfo". Esta objeción sería verdadera cuando más si las expoliaciones y la violencia pudiesen procurar alguna vez el bien supremo; pero como no es posible que nunca lo procuren, la hipótesis es radicalmente falsa. Para hacer grandes cosas, es preciso ser tan superior a sus semejantes como lo es el hombre a la mujer, el padre a los hijos, el señor al esclavo; y el que ha comenzado por violar las leyes de la virtud jamás podrá hacer tanto bien como mal ha hecho primeramente. Entre criaturas semejantes no hay equidad, no hay justicia más que en la reciprocidad, porque es la que constituye la semejanza y la igualdad.

La desigualdad entre iguales y la disparidad entre pares son hechos contrarios a la naturaleza, y nada de lo que es contra naturaleza puede ser bueno. Pero si hay un mortal que sea superior por su mérito, y cuyas facultades omnipotentes le impulsen sin cesar en busca del bien, éste es el que debe tomarse por guía, y al que es justo obedecer. Sin embargo, la virtud sola no basta; es preciso, además, poder para ponerla en acción. Luego, si este principio es verdadero, y si la felicidad consiste en obrar bien, la actividad es para el Estado todo, lo mismo que para los individuos en particular, el asunto capital de la vida. No quiere decir esto que la vida activa deba, como se piensa generalmente, ser por necesidad de relación con los demás hombres, y que los únicos pensamientos verdaderamente activos sean tan sólo los que proponen resultados positivos, como consecuencia de la acción misma. Los pensamientos activos son más bien las reflexiones y las meditaciones completamente personales, que no tienen otro objeto que su propio estudio; obrar bien es un fin; y esta volición es ya casi una acción; la idea de actividad se aplica, en primer término, al pensamiento ordenador que combina y dispone los actos exteriores. El aislamiento, hasta cuando es voluntario con todas las condiciones de existencia que lleva tras sí, no impone necesariamente al Estado la inacción. Cada una de las partes que componen la ciudad puede ser activa mediante las relaciones que necesariamente y siempre tienen las unas con las otras. Otro tanto puede decirse de todo individuo considerado separadamente, cualquiera que él sea; porque de otra manera resultaría que Dios y el mundo entero no existían, puesto que su acción no tiene nada de exterior, sino que permanece concentrada en ellos mismos.

Y así, el fin supremo de la vida es necesariamente el mismo para el individuo que para los hombres reunidos y para el Estado en general.

Capítulo VI

De las cualidades naturales que deben tener los ciudadanos de la república perfecta

Hemos determinado antes los límites numéricos del cuerpo político; veamos ahora qué cualidades naturales se requieren en los miembros que lo componen. Puede formarse una idea de ellas con sólo echar una mirada sobre las ciudades más célebres de la Grecia y sobre las diversas naciones que ocupan la tierra. Los pueblos que habitan en climas fríos, hasta en Europa, son, en general, muy valientes, pero son en verdad inferiores en inteligencia y en industria; y si bien conservan su libertad, son, sin embargo, políticamente indisciplinables, y jamás han podido conquistar a sus vecinos. En Asia, por el contrario, los pueblos tienen más inteligencia y aptitud para las artes, pero les falta corazón, y permanecen sujetos al yugo de una esclavitud perpetua. La raza griega, que topográficamente ocupa un lugar intermedio, reúne las cualidades de ambas. Posee a la par inteligencia y valor; sabe al mismo tiempo guardar su independencia y constituir buenos gobiernos, y sería capaz, si formara un solo Estado, de conquistar el universo. En el seno mismo de la Grecia los diversos pueblos presentan entre sí desemejanzas análogas a las que acabamos de indicar: aquí predomina una sola cualidad; allí todas se armonizan en una feliz combinación. Puede decirse sin temor de engañarse que un pueblo debe poseer a la vez inteligencia y valor, para que el legislador pueda conducirle fácilmente por el camino de la virtud. Algunos escritores políticos exigen que sus guerreros sean afectuosos con aquellos a quienes conocen y feroces con los desconocidos, y precisamente el corazón es el que produce en nosotros la afección; el corazón es la facultad del alma que nos obliga a amar. En prueba de ello podría decirse que el corazón, cuando se cree desdeñado, se irrita mucho más contra los amigos que contra los desconocidos. Arquíloco, cuando quiere quejarse de sus amigos, se dirige a su corazón y dice: "Oh corazón mío, ¿no es un amigo el que te ultraja?"

En todos los hombres, el amor a la libertad y a la dominación parte de este mismo principio: el corazón es imperioso y no sabe someterse. Pero los autores que he citado más arriba hacen mal en exigir la dureza con los extranjeros; porque no es conveniente tenerla con nadie, y las almas grandes nunca son adustas como no sea con el crimen; y, repito, se irritan más contra los amigos cuando creen haber recibido de ellos una injuria. Esta cólera es perfectamente racional; porque, en este caso, aparte del daño que tal conducta pueda producir, se cree perder, además, una benevolencia con que con razón se contaba. De aquí aquel pensamiento del poeta: "La lucha entre hermanos es más encarnizada." Y este otro: "El que quiere con exceso, sabe aborrecer del mismo modo."

Al especificar, respecto a los ciudadanos, cuáles deben ser su número y sus cualidades naturales, y al determinar la extensión y las condiciones del territorio, nos hemos encerrado dentro de los límites de una exactitud aproximada, pues no debe exigirse en simples consideraciones teóricas la misma precisión que en las observaciones de los hechos que nos suministran los sentidos.

Capítulo XII

De las cualidades que los ciudadanos deben tener en la república perfecta

Examinemos ahora lo que será la constitución misma y qué cualidades deben poseer los miembros que componen la ciudad, para que el bienestar y el orden del Estado estén perfectamente asegurados. El bienestar, en general, sólo se obtiene mediante dos condiciones: primera, que el fin que nos proponemos sea laudable; y segunda, que sea posible realizar los actos que a él conducen. También puede suceder que estas dos condiciones se encuentren reunidas, o que no se encuentren. Unas veces el fin es excelente, y no se tienen los medios propios para conseguirlo; otras se tienen todos los recursos necesarios para alcanzarlo, pero el fin es malo; por último, cabe engañarse, a la vez, sobre el fin y sobre los medios, como lo atestigua la medicina, que tan pronto desconoce el remedio que debe curar el mal, como carece de los recursos necesarios para la curación que se propone. En todas las artes y en todas las ciencias es preciso que el fin y los medios que puedan conducir a él sean igualmente buenos y poderosos. Es claro que todos los hombres desean la virtud y la felicidad, pero a unos es permitido y a otros no el conseguirlo, lo cual es resultado ya de las circunstancias, ya de la naturaleza. La virtud sólo se obtiene mediante ciertas condiciones que fácilmente pueden reunir los individuos afortunados y difícilmente los individuos menos favorecidos; y es posible, aun supuestas todas las facultades requeridas, extraviarse y apartarse del camino desde los primeros pasos. Puesto que nuestras indagaciones tienen por objeto la mejor constitución, base de la administración perfecta del Estado, y que esta administración perfecta es la que habrá de asegurar la mayor suma de felicidad a todos los ciudadanos, necesitamos saber necesariamente en qué consiste esta felicidad. Ya lo hemos dicho en nuestra Moral, y séanos permitido creer que esta obra no carece de toda utilidad; la felicidad es un desenvolvimiento y una práctica completa de la virtud, no relativa, sino absoluta. Entiendo por relativa la virtud que se refiere a las necesidades precisas de la vida; por absoluta, la que se refiere únicamente a lo bello y al bien. Y así, en la esfera de la justicia humana, la penalidad, el justo castigo del culpable, es un acto de virtud, pero también es un acto de necesidad, es decir, que no es bueno sino en cuanto es necesario; y sería ciertamente preferible que los individuos y el Estado pudiesen pasar sin la penalidad. Los actos que, por el contrario, sólo tienen por fin la gloria y el perfeccionamiento moral son bellos en un sentido absoluto. De estos dos órdenes de actos: el primero tiende simplemente a librarnos de un mal; el segundo prepara y opera directamente el bien. El hombre virtuoso puede saber soportar noblemente la miseria, la enfermedad y otros muchos males; pero el bienestar no por eso deja de consistir en las cosas contrarias a aquéllas. En la Moral también hemos definido al hombre virtuoso diciendo que es el que, a causa de su virtud, sólo tiene por bienes los bienes absolutos; y no hay necesidad de añadir que debe saber también hacer de estos bienes un uso absolutamente bello y bueno. De esto último ha nacido la opinión vulgar de que la felicidad depende de los bienes exteriores. Esto sería lo mismo que atribuir una preciosa pieza, tocada con la lira, al instrumento más bien que al talento del artista.

De lo que acabamos de decir resulta evidentemente que el legislador debe tener de antemano ciertos elementos para su obra, pero que puede también preparar por sí mismo algunos.

Así nos ha sido preciso suponer en el Estado todos los elementos de que el azar sólo dispone; porque hemos admitido que el azar era a veces el único dueño de las cosas; pero no es el azar el que asegura la virtud del Estado y sí la voluntad inteligente del hombre. El Estado no es virtuoso sino cuando todos los ciudadanos que forman parte del gobierno lo son, y ya se sabe que, en nuestra opinión, todos los ciudadanos deben tomar parte en el gobierno del Estado. Indaguemos, pues, cómo se educan los hombres en la virtud. Ciertamente, si esto fuese posible, sería preferible educarlos a todos a la par, sin ocuparse de los individuos uno a uno; pero la virtud general no es más que el resultado de la virtud de todos los particulares.

Sea de esto lo que quiera, tres cosas pueden hacer al hombre bueno y virtuoso: la naturaleza, el hábito y la razón. Ante todo, es preciso que la naturaleza haga que nazcamos formando parte de la raza humana, y no en cualquiera otra especie de animales; después es preciso que conceda ciertas condiciones espirituales y corporales. Además, los dones de la naturaleza no bastan: las cualidades naturales se modifican por las costumbres, que puede ejercer sobre ellas un doble influjo, pervirtiéndolas o mejorándolas. Casi todos los animales están sometidos solamente al imperio de la naturaleza; algunas especies, pocas, están también sometidas al imperio del hábito; el hombre es el único que lo está a la razón, a la vez que a la costumbre y a la naturaleza. Es preciso que estas tres cosas se armonicen; y muchas veces la razón combate a la naturaleza y a las costumbres, cuando cree que es mejor desentenderse de sus leyes. Ya hemos dicho mediante qué condiciones los ciudadanos pueden ser una materia a propósito para la obra del legislador; lo demás corresponde a la educación, que obra mediante el hábito y las lecciones de los maestros.




[1] GUTIERREZ, Gustavo, O.P. Este artículo es la versión de octubre del 2004, publicada en la revista Páginas N° 191, de febrero del 2005, editado por el Centro de Estudios y Publicaciones (CEP), en Lima.

Gustavo Gutiérrez, sacerdote dominico, es uno de los principales impulsores de la Teología de la Liberación, profesor de varias universidades de América y Europa, ganador del premio Príncipe de Asturias por sus contribuciones a la comprensión humana de la pobreza y asesor de la Unión Nacional de Estudiantes Católicos y el Movimiento de Profesionales Católicos en el Perú.

[2] PECES-BARBA, Gregorio, Texto tomado del Diario El Pais. Peces‑Barba es Rector de la Universidad Carlos III de Madrid.

[3] Aristóteles. Extractos del Libro LA POLITICA: Capitulo 1 del Libro I y Libro IV, tomado de http://www.laeditorialvirtual.com.ar/Pages/Aristoteles_LaPolitica/Aristoteles_LaPolitica_000.htm

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