jueves, 1 de mayo de 2008

Sobre lo humano: 3ª sesión: poder

MODULO SOBRE LO HUMANO (Toda vida nos importa)

Tercera Sesión: El Poder Político

GUÍA DEL PARTICIPANTE

I. PRESENTACIÓN Y OBJETIVOS:

En esta sesión se analizará el fenómeno del poder y como este transita entre la esfera individual a la política. A su vez, se vera los alcances de las nociones de historia humana y utopía, generadas en el pensamiento moderno y sostenedoras de las propuestas políticas de los siglos XIX y XX.

Luego, deberá verse el establecimiento de nuevos tipos de acción colectiva para incidir políticamente y, en ese marco, se verificará la crisis de la acción de transformación utópica.

II. INSUMOS

- LECTURA 3.1: CONSTRUCTORES PERÚ, Tesis políticas sobre el poder.

- LECTURA 3.2: CONSTRUCTORES PERÚ. Tesis políticas sobre pobreza y exclusión.

- LECTURA 3.3: FUKUYAMA, Francis. El Fin de la Historia y el Último Hombre.

- LECTURA 3.4: GALEANO, Eduardo. Sobre la teoría del fin de la historia.

- LECTURA 3.5: GARRETÓN, Manuel Antonio. La Transformación de la Acción Colectiva en América Latina.

III. REFLEXIONES

Se les pide reflexionar sobre las siguientes preguntas:

ü ¿Puede ser considerado el poder individual como poder político?

ü ¿El poder individual ejercido sobre el otro (pareja, familia, amigos, etc.) puede ser considerado como político?

ü ¿Cuándo el poder político se vuelve institucional?

ü ¿Las nociones de historia y utopía como transforman el poder individual y el poder institucional?

ü ¿Es posible hoy hablar de acción política utópica en vista de los cambios en la matriz de acción colectiva?


MODULO SOBRE LO HUMANO (Toda vida nos importa)

Tercera Sesión: El Poder Político

Lectura N° 3.1

TESIS POLÍTICAS SOBRE EL PODER

CONSTRUYAMOS UN PODER DE TODOS Y PARA TODOS,

CON UNA POLÍTICA DE SERVICIO Y RESPONSABILIDAD CIUDADANA

Cierta ideología sobre el “poder” pregona que:

a) El poder está “arriba”, en “el Gobierno” o en manos de algunos “grupos de poder”. En general, el poder se encuentra en un “ellos” más o menos inalcanzable para el común de los ciudadanos. De esta manera, a los demás miembros de la sociedad peruana sólo nos corresponde acostumbrarnos y vivir al margen del poder y la política, o tratar de llegar a donde “ellos” están y “conquistar”, “tomar” o de cualquier modo, “obtener” ese poder.

b) Incluso si se acepta que sean más los que puedan tener poder, el poder del “otro” acaba limitando al sujeto, de manera que se instaura como un obstáculo para su libertad. Por lo tanto, lo mejor es desconfiar del poder de los demás, al mismo tiempo que se acrecienta el propio para superarlo. Así se alimenta la sospecha y una serie de vicios en nuestras relaciones sociales, en especial, en las relaciones entre dirigentes y dirigidos.

c) En todo caso, se dice y repite que el poder siempre es fuente de corrupción. Por lo tanto, la política es para quienes están dispuestos a corromperse.

Ante ello, Constructores Perú afirma que:

1) El poder es la capacidad de decidir, influir, transformar, actuar con autonomía e imponer la propia voluntad. Ahora bien, el poder está en todos y cada uno de nosotros, y lo ejercemos de diferentes maneras en el transcurso de nuestras relaciones humanas, que siempre tienen una “dimensión política”. Por lo tanto, el poder no “se toma” o “se conquista”, sino que se cultiva, se construye, se ejerce o se desarrolla. Una meta de Constructores Perú es que en nuestro país, todas las personas desarrollen su poder ciudadano.

2) El poder de los demás es un apoyo para el propio poder. Esto se constata en todas las dimensiones, pero especialmente en la acción política, donde mientras más ciudadanos -personas que participan en su comunidad política usando su poder con responsabilidad - haya, mejor será ejercido el poder público. En consecuencia, la ampliación o profundización de la ciudadanía debe guiar todo esfuerzo y gestión pública o estatal.

3) Todo poder conlleva una responsabilidad en su ejercicio. Entre las fuentes de poder que merecen atención están la fuerza física o tecnológica, el dinero, el conocimiento, las reglas de estatus o institucionales, la sexualidad, la confianza y el amor.

4) El poder no es ni bueno ni malo, no es el origen de la corrupción. Es neutro, de manera que dependiendo de cómo se use, sus efectos serán buenos o malos. En tal sentido, los efectos del ejercicio del poder serán beneficiosos para la sociedad y serán una herramienta de inclusión social en la medida en que tal ejercicio se realice con un adecuado sentido ético de la política, mientras que será perjudicial si se ejerce desprovisto de criterios éticos o con fines egoístas.

5) La ética de la política es una ética de servicio y de responsabilidad. Por un lado, quien ejerce el poder lo debe hacer poniéndose al servicio de los ciudadanos a quienes representa o dirige, buscando el desarrollo de las capacidades humanas y la mejora de la vida social en cada comunidad política (local, regional o nacional) en la que intervenga. Por otro lado, debe dar cuenta (responder políticamente) por sus actos, ya que quien tiene encargos públicos no puede eludir la responsabilidad por el poder que ejerce. Como toda ética, la de servicio y responsabilidad se basa, en última instancia, en nuestro autodominio de la voluntad, con la automotivación y autolimitación como elementos centrales. Por ende, el servicio y la responsabilidad, como el poder, se cultivan. He ahí el sentido de nuestro proceso de construcción política.

6) Constructores Perú asume que la competencia y la construcción de un nuevo poder público en nuestro país pasa por un Estado donde nadie tenga tanto poder que ponga en riesgo a los demás, ni tan poco poder que no pueda resistirlo. Es en ese sentido que reconoce la necesidad de un equilibrio de poderes en la vida social y en el diseño estatal, siempre y cuando su soporte se encuentre en los ciudadanos.

7) Afirmar una política con ética pasa por construir una organización partidaria que aglutine a los mejores ciudadanos. Sin mayor distinción que la disponibilidad para encarnar en sus acciones el sentido de servicio y responsabilidad exigido en esta forma de ejercer la política. Sólo así se desplazará a los improvisados, que casi siempre terminan ejerciendo el poder público con criterio rentista y egoísta. Ante ello, Constructores Perú asume el reto de constituir una organización partidaria éticamente orientada que dirija la gestión de los asuntos públicos y conduzca los destinos de la Patria hacia una verdadera República de ciudadanos.


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Tercera Sesión: El Poder Político

Lectura N° 3.2

TESIS POLÍTICAS SOBRE LA POBREZA Y EXCLUSIÓN

CONSTRUYAMOS UN PERÚ DE LIBERTAD CIUDADANA PARA TODOS

Sabemos que:

1. A diferencia de lo que implícitamente afirma cierta ideología de la historia, la pobreza, como situación en que es imposible o muy difícil que las personas desarrollen sus capacidades por carecer de condiciones básicas para ello, ni es un mal necesario, ni es irremediable. Por el contrario, muchos pueblos la han superado de manera estructural y en nuestro propio país se han dado condiciones de bienestar material de la mayoría de muchas poblaciones, antes de la irrupción de la civilización española.

2. Precisamente, acabar con la pobreza construyendo una República donde la vida humana fuera próspera y feliz, fue un elemento central de la promesa de la vida peruana, que animó la independencia del Perú en las primeras décadas del siglo XIX.

3. Sin embargo, y a pesar de importantes avances, esa promesa está lejos de haberse cumplido: al menos la mitad de nuestros conciudadanos siguen en la pobreza, y otra cuarta parte puede caer en ella en cualquier momento. Es decir, no pueden desarrollarse plenamente como personas. La permanencia de esa situación en las décadas recientes es una señal de la poca importancia que le han dado a su superación los gobiernos respectivos, a pesar de la abundante retórica prodigada por ellos.

4. En el Perú la pobreza es signo de diversas formas de exclusión – entendida como discriminación en el goce de derechos -, pero especialmente de exclusión de la vida ciudadana. Es decir, la pobreza genera discriminación en el goce de la ciudadanía en sus diferentes aspectos: económicos, culturales y políticos. Estas formas de exclusión se mantienen o reproducen por la ausencia de un Estado que garantice los postulados de libertad e igualdad para todos y por lo tanto, el acceso a las condiciones básicas para la vida ciudadana – salud, educación, cultura, justicia, seguridad-, en todo el territorio nacional.

Por eso, Constructores Perú afirma que:

1. La superación de la pobreza en nuestro país pasa por la construcción de un Estado que, en sus niveles local, regional y nacional, asuma como prioridad la eliminación de los factores de exclusión que obstaculizan la vida ciudadana, así como la superación de la pobreza que traba los desarrollos personales.

2. Estas tareas exigen:

- Cambiar el patrón de relación de muchos peruanos, que aun se resisten a ver a los demás como sus iguales, merecedores del mismo respeto ciudadano que ellos mismos.

- Cambiar la estructura de las relaciones sociales que facilitan la reproducción de la pobreza, frustrando el despliegue de las capacidades de la mayoría de habitantes de nuestro país.

- Cambiar el modelo económico en el que vivimos, que ni acumula ni distribuye adecuadamente, dado que está diseñado en función de las necesidades de mercados foráneos. Reemplazándolo por uno basado en la productividad de nuestras poblaciones, y pensado en función de la satisfacción de sus necesidades, materiales y espirituales. Teniendo en cuenta que la productividad es consecuencia principal del conocimiento aplicado a la transformación de los recursos. Esto implica un mayor compromiso del Estado en asegurar la acumulación de riqueza y su distribución de tal manera que todas las personas accedan a las condiciones básicas para el desarrollo de sus capacidades

- Aprovechar el inmenso potencial emprendedor de las peruanas y peruanos, que se expresa en innumerables historias de éxito personal (muchas veces migrando hacia otros países) y comunitario; facilitando el despliegue de la iniciativa y creatividad de nuestros compatriotas, y generando un clima propicio para la fraternidad ciudadana. Tomando en cuenta que la riqueza no se encuentra en los recursos sino en la capacidad de organizarlos para utilizarlos y distribuir los frutos de su uso. Al Estado, en sus diferentes niveles, le corresponde propiciar las condiciones de ese gran potencial.

3. Ninguna de estas exigencias se realizará espontáneamente. Por el contrario, sólo una elite nacional, en el marco de un proyecto nacional enfocado en la realización de la promesa de una República (res publica, cosa publica, de todos) verdadera, podrá impulsar las medidas necesarias para realizarla.

Constructores Perú asume el reto de construir dicha élite, desde la política, fijándose como meta, un 200 aniversario de la independencia nacional sin exclusiones.


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Tercera Sesión: El Poder Político

Lectura N° 3.5

La Transformación de la Acción Colectiva en América Latina[1]

Asistimos al desaparecimiento del paradigma clásico que veía en la posición estructural el elemento determinante en la con­formación de la acción colectiva y de los actores sociales. Pro­ducto de los cambios estructurales y culturales en el mundo y la región —la transformación de la débil sociedad industrial de Estado nacional en Latinoamérica y la desarticulación de las relaciones clásicas entre Estado y sociedad— la acción colec­tiva tiende a configurarse principalmente a través de cuatro ejes: la democratización política; la democratización social o lucha contra la exclusión y por la ciudadanía; la reconstruc­ción y reinserción de las economías nacionales o la refor­mulación del modelo de desarrollo económico, y la redefi­nición de un modelo de modernidad. Ello da origen a actores sociales más fluctuantes, más ligados a lo sociocultural que a lo político-económico y más centrados en reivindicaciones por calidades de vida y por inclusión que en proyectos de cambio social global.

I. LAS ORIENTACIONES ANALÍTICAS

Durante décadas predominó un paradigma teórico y práctico de la acción colectiva y los actores sociales en la región, concordante con los paradigmas predo­minantes de las ciencias sociales a escala mundial. Este afirmaba, primero, una unidad o correspondencia en­tre estructura y actor; segundo, el predomino de la estructura sobre el actor, y tercero, la existencia de un eje central provisto por las estructuras y los procesos emanados de ellas, que actuaba como principio cons­titutivo de toda acción colectiva y de la conformación de actores sociales.

Es decir, el paradigma clásico, teórico y prácti­co, en relación a los actores sociales y a la acción colectiva privilegiaba la dimensión estructural. Este era el componente “duro” de la sociedad, en tanto el actor y la acción colectiva eran el componente “blando”.

Existe la convicción generalizada que este para­digma ya no da cuenta de la realidad actual. Ello por­que, por un lado, en el mundo de hoy se han produci­do enormes transformaciones estructurales y cultura­les que nos enfrentan a un tipo societal distinto. Por otro lado, han aparecido nuevas formas de acción so­cial y nuevos actores, al mismo tiempo que se trans­formaban las pautas de acción de los actores sociales clásicos. Si desde el análisis de los actores y las formas de acción colectiva el vuelco del paradigma clá­sico tiene varios hitos[2], desde el punto de vista de los fenómenos sociales mismos, los movimientos de de­rechos humanos y los movimientos democráticos bajo las dictaduras, movimientos étnicos como los de Chiapas o las redes de organizaciones sociales y ex­periencias de barriales de ciudadanía en Perú, por citar ejemplos emblemáticos, nos parecen marcar una distancia con el paradigma de acción colectiva que he­mos denominado clásico, aunque incorporan y redefinen muchos de sus elementos, lo que es más claro aún en el Movimiento de los Sin Tierra de Brasil.

En lo que sigue intentaremos una esquematización de algunas de las orientaciones analíticas que contri­buyen a configurar un posible paradigma en ciernes sobre actores y acción colectiva en América Latina[3]. Se trata de ir más allá de un determinismo estructural de tipo universal y de superar la visión de una corre­lación esencialista y abstracta, definida de una vez para siempre, entre economía, política, cultura y sociedad, es decir, la idea de que a un sistema económico dado corresponde necesariamente una determinada forma política o cultural o viceversa.

Así, en una sociedad determinada es posible dis­cernir niveles o dimensiones y esferas o ámbitos de la acción social. Respecto de los primeros, imbricados entre sí aunque con autonomía unos de otros, ellos son: los comportamientos individuales y las relaciones interpersonales que definen los llamados “mundos de la vida”, los niveles organizacional e institucional que corresponden al mundo de las instrumentalidades, y la dimensión histórico-estructural, de proyectos y contra­proyectos, que definen lo que algunos llaman la “historicidad”[4]. Respecto de las esferas o ámbitos de acción, ellas corresponden al modo de satisfacer las necesidades materiales de la sociedad, lo que se llama economía; a las fórmulas e instituciones de conviven­cia, conflictos, estratificación o jerarquización que de­finen la estructura u organización social en un sentido amplio; a la configuración de las relaciones de poder referidas a la conducción general de la sociedad, lo que se denomina política; y a los modelos éticos y de co­nocimiento y su aplicación, las visiones del tiempo y la naturaleza, la representación simbólica y la socia­lización, que es lo que llamamos cultura. El esquema de determinaciones entre estas esferas y dimensiones es flexible, cambiante e histórico.

Asimismo, una sociedad determinada se define a partir de la particular configuración de las relaciones entre i) Estado, ii) régimen y partidos políticos, y iii) sociedad civil o base social. Esta relación históri­camente acotada es lo que permite hablar de una ma­triz sociopolítica. El concepto de matriz sociopolítica o matriz de constitución de la sociedad alude a la rela­ción entre Estado, o momento de la unidad y dirección de la sociedad; sistema de representación o estructura político-partidaria, que es el momento de agregación de demandas globales y de reivindicaciones políticas de los sujetos y actores sociales, y la base socioeconómica y cultural de éstos, que constituye el momento de parti­cipación y diversidad de la sociedad civil. La media­ción institucional entre estos elementos es lo que lla­mamos el régimen político.

La perspectiva indicada hace recaer el peso del análisis en los actores, su constitución e interacción. Cuando hablamos de actor sujeto[5], nos referimos a los portadores, con base material o cultural, de acción individual o colectiva que apelan a principios de estructuración, conservación o cambio de la sociedad, que tienen una cierta densidad histórica, que se defi­nen en términos de identidad, alteridad y contexto, que se involucran en los proyectos y contraproyectos, y en los que hay una tensión nunca resuelta entre el sujeto o principio constitutivo y trascendente de una determi­nada acción histórica y la particularidad y materiali­dad del actor que lo invoca. No todo lo que se mueve o actúa en una sociedad es un actor en el sentido so­ciológico del término, podríamos llamarlo simplemente agente. Tampoco todo lo que llamamos actor es siem­pre portador de una alta densidad histórica de modo que puede definirse una doble matriz de actores en una sociedad determinada. Una es la matriz sociopolítica o constituyente o gestatriz de sujetos y que se refiere a las relaciones mediadas por el régimen político entre Estado, representación y base socioeco­nómica y cultural. La otra es la matriz configurativa de actores sociales en la que cada uno de ellos ocupa una posición en las dimensiones o niveles y en las esferas o ámbitos mencionados más arriba.

Al referirnos a procesos políticos de lucha y cam­bio social, el tema de los actores sociales se recubre con el de los movimientos sociales, definidos como accio­nes colectivas con alguna estabilidad en el tiempo y algún nivel de organización, orientados al cambio o conservación de la sociedad o de alguna esfera de ella. La idea de Movimiento Social tiende a oscilar entre dos polos: la respuesta coyuntural a una determinada situa­ción o problema y la encarnación del sentido de la his­toria y el cambio social. Desde nuestra perspectiva, ambos polos pueden ser vistos como dos dimensiones de los movimientos sociales. Por un lado, el Movimiento Social (mayúsculas, singular) orientado al nivel históri­co-estructural de una determinada sociedad y definien­do su conflicto central. Por otro lado, movimientos so­ciales (plural, minúsculas), que son actores concretos que se mueven en los campos de los mundos de la vida y de las instrumentalidades, organizacional o institucional, orientados hacia metas específicas y con relaciones pro­blemáticas, que se definen en cada sociedad y momento, con el Movimiento Social Central. Los movimientos sociales son un tipo de acción colectiva y no el único, y deben ser distinguidos al menos de otras dos formas de acción colectiva importantes en sociedades en cambio, como son las demandas y las movilizaciones[6].

II. LA ACCIÓN COLECTIVA EN LA MATRIZ CLÁSICA

En términos generales, podemos decir que la matriz sociopolítica latinoamericana, que denominaremos in­distintamente clásica, político-céntrica o nacional po­pular[7], y que prevaleció desde la década de los treinta hasta los setenta, con variaciones acordes con los perío­dos y los países, se constituyó por la fusión de diferentes procesos: desarrollo, modernización, integración social y autonomía nacional. Toda acción colectiva estaba cru­zada por estas cuatro dimensiones y todos los diferen­tes conflictos reflejaban estas fusiones.

La principal característica de la matriz nacional popular, en términos típico-ideales, era la fusión entre sus componentes, es decir, el Estado, los partidos políti­cos y los actores sociales. Esto significaba una débil autonomía de cada uno de estos componentes y una mezcla entre dos o tres de ellos, con subordinación o supresión de los otros. La combinación particular en­tre ellos dependía de factores históricos y variaba de país en país. En cualquier caso, la forma privilegiada de acción colectiva era la política y la parte más débil de la matriz era el vínculo institucional entre sus com­ponentes, es decir, el régimen político; de ahí sus fluc­tuaciones o ciclos reiterativos entre democracia y au­toritarismo.

En esta matriz clásica el Estado desempeñaba un rol referencial para todas las acciones colectivas, ya fueran el desarrollo, la movilidad y movilización so­ciales, la redistribución, la integración de los sectores populares. Pero era un Estado con débil autonomía de la sociedad y sobre el que pesaban todas las presiones y demandas tanto internas como externas. Esta interpe­netración entre Estado y sociedad le daba a la política un papel central; pero salvo casos excepcionales, se trataba de una política más movilizadora que represen­tativa y las instituciones de representación eran, en general, la parte más débil de la matriz.

Siempre en términos esquemáticos y típico-idea­les, es posible afirmar que junto con la clásica matriz sociopolítica existía un actor social central que puede ser definido como el Movimiento Nacional Popular, y que abarcaba los diferentes movimientos sociales, a pesar de sus particularidades. Esto significa que cada uno de los movimientos sociales particulares era al mismo tiempo, y en grados diversos, desarrollista, mo­dernizador, nacionalista, orientado hacia el cambio social y se identificaba como parte del “pueblo”. Este último era considerado como el único sujeto de la his­toria. El movimiento o actor social paradigmático del Movimiento Nacional Popular fue generalmente el movimiento obrero, pero en diferentes períodos este liderazgo fue cuestionado, por lo que se le reemplaza­ba por la apelación a otros actores, como los campesi­nos o los estudiantes o las vanguardias partidarias.

Así, las características principales de este actor social o Movimiento Social Central fueron, en primer lugar, la combinación de una dimensión simbólica muy fuerte orientada al cambio social global con una dimen­sión de demandas muy concretas. Esto significa la asunción implícita o explícita de la orientación revo­lucionaria aun cuando los movimientos concretos fue­ran muy “reformistas”. En segundo lugar, la referen­cia al Estado como el interlocutor de las demandas sociales y como el locus de poder sobre la sociedad. Esto significa una omnipresente y compleja relación del movimiento social con la política, pudiendo ser ésta la subordinación completa a los partidos, la instrumen­tación de éstos o un estilo de acción más independien­te. En consecuencia, la debilidad de la base estructu­ral de los movimientos sociales se compensaba con la apelación ideológica y política.

III. LA DESARTICULACIÓN DE LA MATRIZ NACIONAL POPULAR

El intento de desmantelar la matriz clásica o políti­co-céntrica por parte de los regímenes militares de los años sesenta y setenta, y algunas transformaciones institucionales o estructurales que también ocurrieron en otros países sin este tipo de autoritarismo, en los ochenta[8], implicaron algunas consecuencias profun­das para los actores sociales y formas de acción co­lectiva.

Por un lado, hay dos significados entrelazados en la acción de cualquiera de los movimientos y actores sociales particulares bajo los autoritarismos. Uno es la reconstrucción del tejido social destruido por el auto­ritarismo y las reformas económicas[9]. El otro es la orientación de las acciones, en el caso de regímenes autoritarios, hacia el término de éste, lo que politiza todas las demandas sectoriales no específicamente políticas.

Por otro lado, debido a la naturaleza represiva de los regímenes autoritarios o militares, y al intento de desmantelamiento general del Estado desarrollista, que también se dio en los casos en que no hubo régimen militar, la referencia al Estado y los vínculos con la política cambian dramáticamente para los actores so­ciales particulares, llegando a ser más autónomos, más simbólicos y más orientados hacia la identidad y autorreferencia que a lo instrumental o reivindicativo[10].

Durante el momento represivo más intenso en los inicios del autoritarismo, la orientación principal de cualquier acción colectiva tiende a ser la autodefensa y sobrevivencia; es decir, el tema central es la vida y los derechos humanos[11]. Cuando el régimen autorita­rio o militar mostró su dimensión más fundacional, los movimientos se diversificaron en variadas esferas de la sociedad y se orientaron más hacia lo cultural y social que hacia lo económico o político. Finalmente, cuando el régimen comenzó a descomponerse y su término fue visto como una posibilidad real, los acto-res sociales tendieron a orientarse hacia la política y hacia una fórmula institucional de transición que asu­mía e involucraba todas las diferentes expresiones previas de acción colectiva.

Respecto de los movimientos sociales particula­res, el intento del autoritarismo por cambiar el rol del Estado, así como los cambios en la economía y la sociedad, transformaron los espacios de constitución de aquéllos, principalmente debilitando sus bases institu­cionales y estructurales a través de la represión, la marginalización y la informalización de la economía. En lugar de los movimientos organizados, la principal acción colectiva durante las dictaduras fueron las movilizaciones sociales que tendían a enfatizar su di­mensión simbólica por sobre la orientación reivin­dicativa o instrumental. Es significativo, en este sentido, el rol de liderazgo simbólico alcanzado por el Mo­vimiento de Derechos Humanos. El fue el germen de lo que podríamos llamar el Movimiento Social Central del período de ruptura de la matriz nacional popular bajo los autoritarismos: el Movimiento Democrático.

IV. LA GLOBALIZACIÓN Y LA TRANSFORMACIÓN DE LA SOCIEDAD MODERNA

Dos fenómenos han cambiado significativamente la problemática de la acción colectiva en el mundo de hoy.

Por un lado, la llamada globalización, en cuanto interpenetra económicamente (mercados) y comunica­cionalmente (mediática, información, redes reales y virtuales, informática) a las sociedades o segmentos de ella y atraviesa las decisiones autónomas de los Esta­dos nacionales[12], ha tenido varias consecuencias. Una es la desarticulación de los actores clásicos ligados al modelo de sociedad industrial de Estado nacional. Otra, con sus propias dinámicas más allá de la globalización, es la explosión de identidades adscriptivas o comunita­ristas basadas en el sexo, la edad, la religión como ver­dad revelada y no como opción, la nación no estatal, la etnia, la región, etc. Una tercera son las nuevas formas de exclusión que expulsan masas de gente estable­ciendo un vínculo puramente pasivo y mediático entre ellas y la globalización. Finalmente, la conformación de actores a nivel globalizado que enfrentan a su vez a los poderes fácticos transnacionales, los movimien­tos antiglobalización.

Por otro lado, lo que está ocurriendo en todas par­tes del mundo, y en América Latina con algunas ca­racterísticas particulares que indicaremos, es un cam­bio fundamental del tipo societal predominante en los últimos siglos. Este puede resumirse en el fenómeno de amalgamación entre el tipo societal básico que ac­tuó como referencia desde el siglo XIX, la sociedad industrial de Estado Nacional, y otro tipo societal, la sociedad post-industrial globalizada[13].

El tipo societal referencial, frente al cual los paí­ses podían estar más atrasados o más avanzados, la sociedad industrial de Estado Nacional, tenía dos ejes fundamentales: uno era el eje trabajo y producción, el otro era el eje Estado Nacional, es decir, la política. Por lo tanto, los actores sociales en este tipo societal eran predominantemente actores que se vinculaban al mundo del trabajo o de la producción, es decir, alguna relación con las clases sociales y, por otro lado, al mundo de la política, es decir alguna relación con los partidos o liderazgos políticos. La combinación de ambos es lo que llamábamos movimientos sociales.

En el caso de América Latina, definida menos por una estructura industrial y un Estado nacional conso­lidados, que por procesos de industrialización y de construcción de Estados nacionales y de integración social, la organización de la sociedad, y así también la conformación de actores sociales, estaba basada más en la política —caudillista, clientelista o partidaria— que en el trabajo o producción.

El nuevo tipo societal, que podríamos llamar post­industrial globalizado y que sólo existe como princi­pio o como tipo societal combinado con el anterior, tiene como ejes centrales el consumo y la información y comunicación. No tiene en su definición misma, a diferencia del tipo societal industrial-estatal, un siste­ma político.

En torno a los ejes básicos de este modelo societal —consumo e información y comunicación— se cons­tituyen nuevos tipos de actores sociales, por supuesto que intermezclados o coexistiendo con los actores pro­venientes del modelo societal industrial-estatal trans­formados. Por un lado, los públicos y redes de diversa naturaleza, que pueden ser más o menos estructurados, específicos o generales, pero que tienen como carac­terísticas el no tener una densidad organizacional fuer­te y estable. En segundo lugar, actores con mayor densidad organizacional como las organizaciones no gubernamentales (ONG), que constituyen también redes nacionales y transnacionales. En tercer lugar, los ac­tores identitarios, sobre todo aquéllos en que el prin­cipio fundamental de construcción de identidad tiende a ser adscriptivo y no adquisitivo. Finalmente, los poderes fácticos, es decir, entidades o actores que pro­cesan las decisiones propias de un régimen político, al margen de las reglas del juego democrático. Ellos pueden ser extrainstitucionales como los grupos eco­nómicos locales o transnacionales, la corrupción y el narcotráfico, grupos insurreccionales y paramilitares, poderes extranjeros, organizaciones corporativas transnacionales, medios de comunicación. Pero tam­bién existen poderes fácticos de jure, actores institucio­nales que se autonomizan y asumen poderes políticos más allá de sus atribuciones legítimas, como pueden serlo los organismos internacionales, presidentes (hiperpresidencialismo), poderes judiciales, parlamen­tos, tribunales constitucionales y las mismas Fuerzas Armadas en muchos casos.

Consecuencia de lo señalado es la transformación de los principios de acción colectiva e individual. Los principios de referencia de los actores de la sociedad clásica que hemos conocido y a la cual pertenece nues­tra generación en América Latina, pese a la debilidad de la estructura económica industrial, son el Estado y la polis estructurada en Estado. Los principios de re­ferencia de los actores de la sociedad post-industrial globalizada son problemáticas que desbordan la polis o el Estado nacional (paz, medio ambiente, ideologías globalistas u holísticas, género). Para los actores identitarios la referencia principal es a la categoría social a la cual pertenecen (se sienten jóvenes o muje­res, indios, viejos, paisanos de tal región, etc., más que nacionales de un país o seguidores de una ideología o realizadores de alguna función o miembros de una profesión).

Es cierto que América Latina siempre vivió en forma desgarrada la modernidad occidental industrial de carácter estatal-nacional y que ésta nunca logró consolidarse como la racionalidad organizadora de estas sociedades. Pero también es cierto que esta mo­dernidad fue un elemento referencial en la historia de nuestros países en el siglo pasado y que se la vivió en forma ambigua e hibridada con otros modelos de modernidad. Todo ello hace más problemática la irrup­ción del nuevo tipo societal en nuestras sociedades.

Si se examinan las nuevas manifestaciones de la acción colectiva desde Chiapas o Villa El Salvador de Perú, los movimientos campesinos ligados al narcotrá­fico o los más tradicionales de lucha por la tierra, los movimientos étnicos y de género, las movilizaciones de protesta contra el modelo económico, las nuevas expresiones de los movimientos estudiantiles, entre otros, se verá que todas ellas comparten rasgos de am­bos modelos de modernidad combinados con las pro­pias memorias colectivas.

V. EL CAMBIO DE MATRIZ SOCIOPOLÍTICA EN AMÉRICA LATINA

Junto con las transformaciones provenientes de los procesos de globalización, en los que las sociedades latinoamericanas se insertan dificultosamente de una manera dependiente, y como objetos de estrategias externas de dominación y de las dinámicas de un nue­vo tipo societal que se amalgama con el preexistente, ambos mal enraizados en estas sociedades, éstas han vivido, en grados y circunstancias diferentes, cambios profundos en diversas dimensiones[14].13

El primero es el advenimiento y relativa consoli­dación de sistemas político-institucionales que tienden a sustituir a las dictaduras, guerras civiles y modalida­des revolucionarias de décadas precedentes. El segun­do es el agotamiento del modelo de “desarrollo hacia adentro” —industrialización con rol dirigente del Es­tado— y su reemplazo por fórmulas que asignan prio­ridad al papel del sector privado y buscan insertarse en la economía globalizada y dominada por las fuer­zas transnacionales del mercado. El tercero es la trans­formación de la estructura social, con el aumento de la pobreza, las desigualdades, la marginalidad y la preca­riedad de los sistemas laborales. Y por último, el cuarto es la crisis de las formas clásicas de modernización y de cultura de masas norteamericana predominantes en las elites dirigentes, y el reconocimiento y desarrollo de fórmulas propias e híbridas de modernidad.

Todos estos procesos han significado la ruptura y desarticulación de la matriz clásica o nacional po­pular. Recordemos que es contra esta matriz y su tipo de Estado que se dirigen tanto los movimientos revo­lucionarios de los años sesenta, criticando su aspecto mesocrático y su incapacidad de satisfacer los intere­ses populares, como los regímenes militares que se inician en esos años en América Latina. El momento de las transiciones democráticas de los ochenta y no­venta, a su vez, coincide con la constatación del vacío dejado por la antigua matriz que los autoritarismos militares habían desarticulado, sin lograr reemplazar­la por otra configuración estable y coherente de las relaciones entre Estado y sociedad. En este vacío tien­den a instalarse diferentes sustitutos que impiden el fortalecimiento, la autonomía y la complementariedad entre los componentes de la matriz (Estado, régimen y actores políticos, actores sociales y sociedad civil) y que buscan sustituir o eliminar alguno.

Tres grandes tendencias, a veces superpuestas, otras entremezcladas, otras en tensión y con luchas por hegemonías parciales entre ellas, intentan reemplazar la matriz en disolución. Por un lado, el neoliberalismo, como intento de negar la política a partir de una vi­sión distorsionada y unilateral de la modernización expresada en una política instrumental que sustituye la acción colectiva por la razón tecnocrática y donde la lógica de mercado parece aplastar cualquier otra di­mensión de la sociedad. Esta tendencia se acompaña en los últimos tiempos con una visión de la política que contribuye a despolitizar aún más la sociedad al plantearse como su único contenido el “resolver los pro­blemas concretos de la gente”.

Por otro lado, y como reacción frente a la pri­mera tendencia y a los fenómenos de globalización, surge una visión también crítica del Estado y la po­lítica, pero desde la sociedad civil, apelando a su reforzamiento, ya sea a través de los principios de ciudadanía, participación, empoderamiento o de las diversas concepciones del capital social, ya sea a tra­vés de la invocación a principios identitarios y comu­nitario[15].

Entre estos dos polos contradictorios, pero que en conjunto tienden a debilitar desde ángulos distintos la legitimidad del Estado y de la política, en un caso por considerarlos innecesarios e ineficientes, en el otro por ser elitistas y cupulares y no dar cuenta de las nuevas demandas y campos de acción sociales, se halla la visión más institucionalista del refuerzo del papel del Estado y de la democracia representativa, para evitar la destrucción de la sociedad por el mercado, los po­deres fácticos o el particularismo de las reivindicacio­nes identitarias y corporativas.

En los vacíos que dejan estas tres tendencias, in­capaces cada una de reconstituir una nueva matriz sociopolítica, pueden resurgir también nostalgias po­pulistas, clientelistas, corporativistas o partidistas y, en caso de extrema descomposición, caudillismos neo populistas, pero ya sin la convocatoria de grandes pro­yectos ideológicos o de movilizaciones de fuerte ca­pacidad integrativa. Estas nostalgias aparecen más bien como formas fragmentarias, muchas veces en forma paralela a elementos anómicos, apáticos o atomizadores, y en algunos casos delictuales, como el narcotráfico y la corrupción.

Así, la cuestión fundamental es si, más allá de las transiciones democráticas o del paso a un modelo eco­nómico basado en las fuerzas de mercado transnaciona­lizadas, asistimos o no a la emergencia de un nuevo tipo societal, es decir, de una nueva matriz sociopolítica. Lo más probable es que los países sigan diversos caminos en esta materia, moviéndose de una u otra manera en las tres grandes tendencias anotadas. Si bien existe el riesgo de la permanente descomposición o inestabilidad y crisis sin una pauta nueva y clara de relaciones entre Estado, política y sociedad, también puede irse abrien­do paso dificultosamente la tendencia a una nueva ma­triz de tipo abierto, es decir, caracterizada por la auto­nomía y la tensión complementaria de sus componen­tes, combinada con elementos subordinados de la ma­triz clásica en descomposición y que redefine la políti­ca clásica y las orientaciones culturales.

No es posible predecir aún el resultado de estos procesos. Pareciera que el marco político será formal-mente democrático, sin que pueda asegurarse su rele­vancia frente a los poderes fácticos transnacionales y locales.

VI. LOS NUEVOS EJES DE LA ACCIÓN COLECTIVA

Los cambios estructurales y culturales que afectan tanto al tipo societal latinoamericano como al modo clásico de relación entre Estado y sociedad significan, en tér­minos de la acción colectiva, un cambio de paradigma en un doble sentido. En primer lugar, la organización de la acción colectiva y la conformación de actores sociales se hace menos en términos de la posición estructural de los individuos y grupos y más en térmi­nos de ejes de sentido de esa acción. En segundo lu­gar, los cuatro ejes de acción que definiremos no es­tán imbricados en un proyecto societal único que los ordena entre sí y fija sus relaciones, prioridades y de­terminaciones en términos estructurales, sino que cada uno de ellos es igualmente prioritario, tiene su propia dinámica y define actores que no necesariamente son los mismos que en los otros ejes, como ocurría con la fusión de las diversas orientaciones en el movimiento nacional popular o en el movimiento democrático que le siguió.

1. La democratización política

En las últimas décadas se han dado tres tipos de pro­cesos de democratización desde diversas situaciones de autoritarismo. El primero corresponde a las fundacio­nes democráticas, es decir, la creación de un régimen democrático en países donde nunca existió antes pro­piamente una democracia, partiendo de regímenes oligárquicos o patrimoniales o desde situaciones de guerra civil, insurrecciones o revoluciones, como es, principalmente, el caso centroamericano. El segundo corresponde a las transiciones, el paso a regímenes democráticos desde regímenes de dictadura militar o civil formales, caso principalmente de los países del Cono Sur. El tercero corresponde a las reformas, es decir, procesos de extensión de instituciones democrá­ticas desde el poder mismo, presionado por la socie­dad y la oposición política, como es el caso mexica­no[16].

Las fundaciones exigen, por su naturaleza, la pre­sencia de actores e instituciones mediadoras, naciona­les o externas, entre los sectores combatientes y la con­versión de éstos en actores políticos. Las transiciones no operan por derrocamiento, sino que por negociacio­nes dentro de marcos institucionales, pero se definen por el cambio de los titulares del poder y privilegian a los partidos políticos como actores centrales y a los grupos corporativos que presionan por salvaguardar sus intereses en el proceso de término de las dictaduras y en el régimen que les seguirá, subordinando a los movimientos sociales que fueron importantes en el desencadenamiento de la transición. Las reformas no implican cambio necesario en los titulares del poder y es difícil decir en qué momento realmente están ter­minadas. En ellas el juego cupular de los partidos y actores políticos es central, aunque los movimientos de la sociedad civil son los que mantienen la presión para evitar que las reformas se empantanen.

Si bien es cierto que cada forma de democratiza­ción tiene implicancias distintas para las formas de acción social y privilegia determinados actores socia­les, es posible trazar una línea general en esta materia, en la que cada caso y subcaso aporta sus rasgos espe­cíficos.

Si habíamos definido como el sujeto o principio constitutivo central de la matriz político-céntrica o clásica al Movimiento Nacional Popular, puede decir­se que la construcción de democracias políticas impli­có un giro de éste hacia el Movimiento Democrático, es decir, hacia un actor o movimiento central que, por vez primera, no se orienta ni hacia intereses específi­cos de un sector social ni hacia el cambio social radi­cal y global, sino hacia el cambio de régimen político. Los gobiernos autoritarios se convierten en el princi­pio más importante de oposición y el término del ré­gimen y la instalación de la democracia llegan a ser la meta principal de la acción colectiva. Con este cam­bio, el Movimiento Social gana en términos instrumen­tales, pero se paga el precio de la subordinación de las demandas particulares a las metas políticas. A la vez, esto otorga el rol de liderazgo a los actores políticos, principalmente los partidos. Las negociaciones y concertaciones en el nivel de las cúpulas y de las elites tienden a reemplazar las movilizaciones sociales du­rante la transición democrática y los procesos de con­solidación.

En este sentido, los procesos de democratización política tienden a separar la acción colectiva en tres lógicas que penetran a todos los actores sociales par­ticulares. Una es la lógica política orientada hacia el establecimiento de una democracia consolidada como condición para cualquier otro tipo de demanda. La otra es la lógica particular de cada uno de los actores orien­tada hacia beneficios concretos en la democratización social como condición para apoyar activamente al nuevo régimen democrático. La última lógica critica la insuficiencia de los cambios institucionales y con­cibe la democracia como un cambio social más pro­fundo y extensivo a otras dimensiones de la sociedad. Esta lógica, subordinada durante las democratizacio­nes políticas, se expresará luego a través de los otros ejes de la acción colectiva que examinaremos.

La existencia de cuestiones éticas no resueltas durante las transiciones o democratizaciones, especial-mente la violación de los Derechos Humanos bajo las dictaduras, mantuvo la importancia de los movimien­tos de Derechos Humanos al comienzo de las nuevas democracias. Pero éstos se vieron severamente limita­dos por las restricciones de otros enclaves autoritarios, de tipo institucional o constituidos por poderes fácticos (militares, empresarios, grupos para-militares), y espe­cialmente por el riesgo de regresión autoritaria y cri­sis económicas. Ello confirió a los actores políticos, en el gobierno y la oposición, roles claves en la acción social, subordinando de esta manera los principios de acción de otros actores a su propia lógica. A su vez, las tareas relacionadas con el proceso de consolidación privilegiaron, al comienzo, las necesidades y requeri­mientos del ajuste y la estabilidad económicos, desin­centivando la acción colectiva que se pensaba ponía en riesgo tales procesos. Como resultado se produjo un cierto grado de desarticulación y desactivación de los movimientos sociales. Pero más importante aún es que, al establecerse los regímenes post-dictatoriales, los movimientos sociales quedaron sin un principio cen­tral de proyección.

El balance de las democratizaciones políticas no puede dejar de ser positivo en cuanto a la transición y consolidación de regímenes post-autoritarios, y, en general, crítico respecto de la calidad y profundidad democrática de tales regímenes.

En efecto, los regímenes democráticos que suce­den a las dictaduras militares o civiles, si bien conso­lidados, son democracias o incompletas o débiles. Es decir, en algunos casos se trata de regímenes que si bien son básicamente democráticos mantienen cierta impronta del régimen anterior, lo que hemos denomi­nado los enclaves autoritarios. Estos son institucionales (constituciones, sistemas legislativos amarrados, etc.); ético-simbólicos (problemas pendientes de verdad y justicia en torno a crímenes y violaciones de derechos humanos desde el Estado); actorales (grupos que in­tentan volver al régimen anterior o no juegan cabal-mente el juego democrático) y culturales (actitudes y comportamientos heredados que impiden la participa­ción ciudadana y democrática). En otros casos, la re­composición del sistema de representación en el régi­men democrático está aún en curso. Por último, hay un grupo de países que vive una cierta descomposición del conjunto del sistema político o en los cuales los poderes fácticos no se someten a las reglas del juego institucional o la ciudadanía no logra constituirse como tal, lo que hace a sus democracias relativamente irre­levantes para el cumplimiento de las tareas propias de todo régimen.

Es evidente que en torno a la profundización y calidad del régimen democrático se producirá una con­figuración de actores, con una tensión entre los más orientados a lo político-estatal, preocupados de las reformas institucionales y de la modernización del Estado, y aquellos que ligan demandas sociales y ciu­dadanas propias del segundo eje al que nos referire­mos. Recordemos al respecto que en México el Ejér­cito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) ponía entre sus primeras reivindicaciones la celebración de elecciones limpias junto a sus propias demandas de integración social, y que el movimiento indígena en Ecuador también vinculó sus demandas particulares al cambio de gobierno.

2. La democratización social

El segundo eje en torno al cual se constituyen accio­nes colectivas y actores sociales es lo que puede de­nominarse la democratización social. Entre los varios significados que tiene este concepto dos son pertinen­tes para nuestros efectos. El primero se refiere a la redefinición de la ciudadanía. El segundo a la supera­ción de la pobreza y la exclusión[17].

Se asiste hoy en día a una expansión valorativa inédita de la dimensión ciudadana, lo que se expresa en que casi todas las demandas y reivindicaciones se hacen a nombre de la ciudadanía o de los derechos ciu­dadanos. Es cierto que muchas de ellas se confunden con simples demandas sociales, de modo que el uso del concepto por parte de las ONG y los organismos in­ternacionales es a veces equívoco y a veces pierde su contenido específico referido a derechos iguales de las personas individuales (citizenship) frente al poder po­lítico-estatal garantizados por instituciones determina­das y en torno a cuya reivindicación se organiza un cuerpo de ciudadanos portadores de tales derechos (citizenry).

La valorización de la ciudadanía contrasta, sin embargo, con el debilitamiento de las instituciones clásicas que sirvieron para expresarla: sobre todo en el campo los derechos civiles.

Hay actores que se ubican en este campo de rei­vindicaciones clásicas, es decir, amenazados por lo que ven como pérdida de los derechos conquistados en sus luchas históricas al debilitarse el papel del Estado y de la institucionalidad que los garantizaban. Hay otros cuyas luchas se organizan contra la discriminación, es decir, están orientadas a que se reconozcan derechos de los que gozan los ciudadanos ya integrados a los miembros de determinadas categorías (género, nivel socioeconómico, etnia, región, etc.). Pero, además, en aquellos campos de ciudadanía clásica donde existen instituciones, ya no se trata sólo del acceso o cobertu­ra de determinados derechos ciudadanos, sino de la ca­lidad del bien a que se aspira, la que obviamente de­pende de la naturaleza del grupo que la reivindica, por lo cual un derecho universal no puede ser de igual con­tenido para todos (por ejemplo, la demanda educacio­nal o de salud). Esto limita la capacidad de acción al particularizarse la dimensión de sujeto colectivo (citi­zenry).

Por otro lado, si la ciudadanía es el lugar del re­conocimiento y la reivindicación de un sujeto de de­recho frente a un determinado poder, y ese poder fue normalmente el Estado, hoy día se generan campos o espacios en que la gente hace el equivalente o la ana­logía con la ciudadanía. Quiere ejercer derechos pero ese poder frente al que hay que conquistarlos ya no es necesariamente el Estado o lo es sólo parcialmente. Por ejemplo, derechos relacionados con los medios de comunicación, donde la gente no quiere que en la gran cantidad del tiempo de su vida útil que está dedicada a la televisión le fijen los marcos en que debe elegir, y quisiera tener alguna forma de ciudadanía. El medio ambiente es otra esfera en que se expresan relaciones de poder, derechos y campo de ciudadanía que no se refieren exclusivamente al Estado. También la perte­nencia a más de una comunidad nacional, como ocu­rre en zonas fronterizas o con procesos masivos de mi­gración.

Por último, en estos procesos de redefinición de la ciudadanía surgen demandas y luchas por derechos que implican una revolución en el principio clásico de los derechos humanos, ciudadanos o del modelo repu­blicano. Hay aquí dos dimensiones distintas involu­cradas. Una corresponde a los derechos que se recla­man en nombre de una identidad y que no son exten­sibles a otras categorías (derechos de la mujer, de los jóvenes, de los discapacitados), pero cuyos titulares siguen siendo los individuos. La otra dimensión se refiere a derechos cuyos titulares no son los individuos sino que las colectividades como en el caso de dere­chos de pueblos indígenas, y eso es una reinvención del concepto de ciudadanía (Stavenhagen, 2000).

Para todos estos nuevos campos de ciudadanía no existen instituciones, o sólo existen embrionaria y par­cialmente. Entonces, lo que hay en vez de institucio­nes que regulan deberes y derechos de los involucra-dos, es precisamente una demanda genérica donde el adversario y el referente son difusos.

La otra cara de la democratización social se re­fiere a la superación de las nuevas formas de exclu­sión social del actual modelo socioeconómico.

En el período previo a los autoritarismos milita­res y a los llamados “ajustes estructurales”, las formas de integración estuvieron asociadas a la industrializa­ción y urbanización, a la expansión de los servicios del Estado y a la movilización política. En cada uno de estos campos se podía detectar una dialéctica inclusión­/exclusión y un proceso de organización de sectores excluidos con el propósito de integrarse.

Hoy los sectores excluidos están separados de la sociedad, manteniendo con ella alguna forma de rela­ción puramente simbólica que parece no pasar por la economía y la política. A la vez, están fragmentados y sin vinculación entre ellos, lo que dificulta enormemen­te cualquier acción colectiva. Así, además de darse la desestructuración de las comunidades políticas, produc­to de los fenómenos de globalización y de explosión de identidades que no son nacional-estatales, una enor­me masa es expulsada de lo poco que queda de esa comunidad política. La cuestión no es sólo qué modelo económico puede integrar en el espacio de una ge­neración al sector excluido, sino qué tipo de sistema político es capaz de darle participación efectiva y prota­gónica sin estallar y sin caer en prácticas manipulado­ras o populistas.

La incorporación de la parte excluida de la socie­dad, que en algunos países puede ser más del 60% de la población, se plantea hoy en términos nuevos: el sector excluido no es más un actor que se sitúa en un contexto de conflicto con otros actores sociales sino, simple y trágicamente, un sector que se considera des­echable de la sociedad, al que ni siquiera se necesita explotar.

El panorama de las acciones colectivas de los años noventa muestra que el eje ciudadanía-exclusión ha sido uno de los principales elementos constitutivos de la acción de los actores sociales de la región, atrave­sando tanto los movimientos étnicos como los nuevos rasgos de los movimientos de pobladores, las reivin­dicaciones de sectores pobres urbanos, las organizacio­nes vecinales y de movimientos barriales o regionales, los movimientos juveniles y las movilizaciones contra los cierres de empresas.

En general, es en torno a estas cuestiones de la democratización social que se resignifican los actores más políticos, como los partidos que giran hacia lo que denominan “preocupaciones de la gente”, o los más económicos, como los sectores afectados por crisis económicas y pérdidas de empleo[18].

3. La reconstrucción de la economía nacional y su reinserción

El tercer eje de acción colectiva se refiere a las conse­cuencias de la transformación del modelo de desarro­llo[19]. La transformación del antiguo modelo de desa­rrollo “hacia adentro”, basado en la acción del Estado como agente de desarrollo, y la reinserción de la eco­nomía nacional en el proceso de globalización de la economía mundial, a partir de las fuerzas transnacio­nales de mercado, significó una mayor autonomía de la economía respecto de la política en relación al mo­delo de desarrollo hacia adentro, pero dejó a la socie­dad enteramente a merced de los poderes económicos nacionales y, sobre todo, transnacionales.

El modo predominante como se hizo tal transfor­mación fue mediante el ajuste o las reformas estructu­rales de tipo neoliberal. Pero las modalidades neolibe­rales han significado sólo la inserción parcial y una nueva dependencia de ciertos sectores, con lo que se vuelve a configurar un tipo de sociedad dual y queda planteada la cuestión de un modelo alternativo de de­sarrollo. Dicho de otra manera, el modelo neoliberal operó sólo como ruptura y mostró su total fracaso para transformarse en un desarrollo estable y autosusten­table.

En términos de las cuestiones ligadas a los acto-res sociales, el nuevo esquema económico que se im­pone a nivel mundial tiene varias consecuencias[20].

Por un lado, el esquema económico prevalecien­te tiende a ser intrínsecamente desintegrativo a nivel nacional y parcialmente integrativo, aunque obviamen­te asimétrico, a nivel supranacional. Ello implica la desarticulación de los actores sociales clásicos ligados al mundo del trabajo y al Estado y hace muy difícil la transformación de los nuevos temas mencionados (me­dio ambiente, género, seguridad urbana, democracia local y regional dentro del país, etc.) y de las nuevas categorías sociales (etarias, de género, étnicas, diver­sos públicos ligados al consumo y a la comunicación) en actores sociales políticamente representables. Esta desarticulación de actores sociales es coincidente con el debilitamiento de la capacidad de acción del Esta­do, referente básico para la acción colectiva en la so­ciedad latinoamericana.

Se produce, así, una preeminencia de luchas de­fensivas, a veces en la forma de revueltas salvajes, otras a través de la movilización de actores clásicos ligados al Estado en defensa de sus conquistas previas (emplea­dos públicos, profesores o trabajadores de antiguas em­presas del Estado). Los estudiantes se orientan más a la defensa de sus intereses de carrera amenazados por la privatización de la educación superior, que a la re-forma más profunda del sistema educacional y univer­sitario. Los trabajadores orientan sus luchas y deman­das a paliar los efectos del modelo en el nivel de vida, el empleo y la calidad de los trabajos, demandando siempre la intervención del Estado, más que a posicio­nes propiamente anticapitalistas. Por otra parte, se aprecia un doble movimiento en el actor empresarial, escindido entre los favorecidos y los perdedores de las aperturas y la globalización: en estos últimos se pro­duce la corporativización defensiva de tipo nacionalista y, en los primeros, la internacionalización de las pau­tas de acción y una dinámica interna más agresiva, pero sin lograr convertirse en clase dirigente.

4. La reformulación de la modernidad

El cuarto eje, que puede ser visto como una síntesis de los otros, pero que posee su propia dinámica y es­pecificidad como fuente de acción colectiva, se refie­re a las luchas en torno al modelo de modernidad, las identidades y la diversidad cultural, y, obviamente, como todos los otros, se recubre también de luchas por la ciudadanía[21].

La modernidad es el modo como una sociedad constituye sus sujetos individuales y colectivos. La ausencia de modernidad es la ausencia de sujetos. Es necesario recordar que sociológicamente no se puede hablar de “la” modernidad, sino que hay que hablar de “las” modernidades. Cada sociedad tiene su propia modernidad. Los diferentes modelos de modernidad son siempre una combinación problemática entre la racionalidad científico-tecnológica, la dimensión expre­siva y subjetiva (afectos, emociones, pulsiones), las identidades y la memoria histórica colectiva.

La forma particular de la modernidad latinoame­ricana, en torno a lo que hemos denominado la matriz nacional popular, ha entrado en crisis y frente a ella se alza como propuesta la simple copia del modelo de modernidad identificado con procesos específicos de modernización de los países desarrollados, pero con un énfasis especial en el modelo de consumo y cultura de masas norteamericano. El neoliberalismo y los llama-dos “nuevos autoritarismos”, básicamente militares, identificaron su propio proyecto histórico con la mo­dernidad. Las transiciones democráticas de los últimos años rectificaron sólo la dimensión política, dándole un sello democrático.

En oposición a ese modelo surgieron visiones de la modernidad latinoamericana identificadas ya sea con una América Latina “profunda” de raíz indígena, ya sea con una base social única y homogénea como el mes­tizaje, o con un cemento cultural-religioso de prove­niencia católica. Todas ellas tienden a definir la mo­dernidad o su alternativa ya sea desde la externalidad del sujeto, ya sea desde una esencialidad trascendente, con lo que no dan cuenta de las formas de conviven­cia latinoamericanas que combinan —de manera entre confusa y creativa— la vertiente racional-científi­ca, la vertiente expresivo-comunicativa y la memoria histórica colectiva.

Probablemente éste es el eje más novedoso de la acción colectiva de los últimos años en América Lati­na, siendo especialmente visible en las nuevas moda­lidades de las acciones indígenas, en la sociabilidad y redefinición ante la política de los jóvenes, y en movi­mientos que combinan diversas dimensiones —étnica, socioeconómica y política— como el de Chiapas[22].

VII. ACCIÓN COLECTIVA Y POLÍTICA

Cuando hablamos de actores y de la sociedad civil, enfrentamos hoy una realidad bastante compleja, pues pareciera asistirse a un debilitamiento general de la acción colectiva y de los actores y movimientos socia­les y a una modificación del panorama de los actores sociales.

El panorama actual muestra a este respecto: una mayor individualización en las conductas y estrategias del movimiento campesino, ligadas a migraciones y narcotráfico en algunos casos, con excepción probable-mente del Movimiento de los Sin Tierras del Brasil; una legitimación e institucionalización estatal de los movimientos de mujeres; una orientación de los mo­vimientos de pobladores, anteriormente ligados a las tomas de terrenos, hacia las cuestiones de seguridad urbana; luchas de trabajadores contra políticas econó­micas y laborales y por una reintervención estatal, más que contra el capital; movimientos guerrilleros menos orientados a la toma del poder que a la negociación de espacios en el ámbito institucional; estudiantes más defensores de sus conquistas e intereses que preocu­pados de la transformación del sistema educativo; movimientos de derechos humanos más esporádicos o circunstanciales; un reforzamiento de las acciones político-electorales y de participación ciudadana más que grandes movimientos de cambio social radical. Por último, lo más significativo pareciera ser la transfor­mación de los actores étnicos hacia luchas por princi­pios identitarios y de autonomía respecto del Estado nacional[23].

Los actores clásicos han perdido parte de su sig­nificación social y tienden a corporativizarse. Los emergentes, a partir de las nuevas temáticas post-au­toritarias, no logran constituirse en actores estables o cuerpo de ciudadanos, sino que aparecen más en cali­dad de públicos o en movilizaciones eventuales. En situaciones como éstas, los actores sociales propiamen­te tales tienden a ser reemplazados por movilizaciones esporádicas y acciones fragmentarias y defensivas, a veces en forma de redes y entramados sociales signi­ficativos pero con baja institucionalización y represen­tación políticas, o por reacciones individuales de tipo consumista o de retraimiento. Por otro lado, también toma la escena la agregación de individuos a través del fenómeno de la opinión pública, medida a través de encuestas y mediatizada no por organizaciones movili­zadoras o representativas, sino por los medios de co­municación masiva.

Es evidente que en los procesos descritos hay elementos que dañan la calidad de la vida democráti­ca, al erosionar los incentivos para la acción colectiva y política, por un lado, y someter el juego político a presiones y negociaciones cupulares de actores corpo­rativos o al chantaje de los grandes públicos, de los poderes fácticos o de los medios de comunicación masivos, por otro. Pero también es cierto que se abren oportunidades para acciones colectivas y actores socia­les más autónomos.

Ya no puede pensarse en la conformación de actores al estilo del pasado. Es improbable que haya un solo sujeto o Movimiento Social central o actor social o político en torno al cual se genere un campo de tensio­nes y contradicciones único que articule los diferentes principios y orientaciones de acción que surgen de los ejes de democratización política, democratización social, reestructuración económica e identidad y mo­dernidad.

Si bien es cierto que termina quizás una época caracterizada principalmente por procesos de desarro­llo nacionales “hacia adentro” en los que el Estado mo­vilizador era el agente indiscutible e incontrarrestado y asistimos a la emergencia de procesos de desarrollo insertos en las fuerzas de mercado transnacionalizado, ello no significa la pérdida de significación de la ac­ción estatal, sino la modificación de sus formas de organización e intervención y la redefinición de sus relaciones con los otros actores de la sociedad.

Así, y contrariando las versiones optimistas o catastrofistas de la globalización, el imperialismo del mercado o el resurgimiento de la sociedad civil, hay una paradoja en relación con la función del Estado en un nuevo modelo sociopolítico. Si ya no se puede pensar en un Estado que sea el unificador exclusivo de la vida social, tampoco puede prescindirse de una inter­vención del Estado dirigida precisamente a la constitu­ción de los espacios y de las instituciones que permi­tan el surgimiento de actores significativos y autónomos de él y a la protección de los individuos. Si el Estado y, en ciertos casos, los partidos y la clase política no cumplen esta función de recrear las bases de constitu­ción de actores sociales, el vacío social y la crisis de representación se mantendrán indefinidamente.

Todo ello implica la redefinición del sentido de la política en democracia. Porque muchas de las críti­cas que se les hacen a las democracias recientes tie­nen que ver con un cuestionamiento más profundo a las formas clásicas de la política. Esta tenía un doble sentido en la vida social de nuestros países. Por una parte, dado el papel del Estado como motor central del desarrollo y la integración sociales, la política era vis­ta como una manera de acceder a los recursos del Estado. Por otra parte, la política desempeñaba un papel fundamental en el otorgamiento de sentido a la vida social y en la constitución de identidades, a tra­vés de los proyectos e ideologías de cambio. De ahí su carácter más movilizador, abarcante, ideológico y confrontacional que en otros contextos socioculturales.

En el nuevo escenario generado por las transfor­maciones sociales, estructurales y culturales a que nos hemos referido y que descomponen la unidad de la sociedad-polis, de la sociedad-Estado nacional, tiende a desaparecer la centralidad exclusiva de la política como expresión de la acción colectiva. Pero ella ad­quiere una nueva centralidad más abstracta, por cuan­to le corresponde abordar y articular las diversas esfe­ras de la vida social, sin destruir su autonomía. Así, hay menos espacio para políticas altamente ideologi­zadas, voluntaristas o globalizantes, pero hay una de­manda que se hace a la política, la demanda de “sen­tido”, lo que las puras fuerzas del mercado, el univer­so mediático, los particularismos o los meros cálculos de interés individual o corporativos no son capaces de dar.

Si el riesgo de la política clásica fue el ideologis­mo, la polarización y hasta el fanatismo, el riesgo de hoy es la banalidad, el cinismo y la corrupción. Al agotarse tanto la política clásica como los intentos autoritarios y neoliberales de lograr su eliminación radical, y al hacerse evidentes las insuficiencias tanto del pragmatismo y tecnocratismo actuales como de la mera apelación a la sociedad civil, la gran tarea del futuro es la reconstrucción del espacio institucional, la polis, en que la política vuelve a tener sentido como articulación entre actores sociales autónomos y fuer­tes y un Estado que recobra su papel de agente de desarrollo en un mundo que amenaza con destruir las comunidades nacionales.

VIII. PARTIDOS Y ACTORES SOCIALES

Los autoritarismos militares intentaron destruir toda pendiente. En algunos casos en que el sistema partidario fue pulverizado, se trata de construir partidos; en ataque central a los partidos y organizaciones políticas. Si bien no lograron su propósito y éstos fueron una monopolio del partido hegemónico o del bipartidismo pieza clave en las democratizaciones, la construcción tradicional y, en otros, de reconstruir la relación entre de sistemas fuertes de partidos quedó como otra tarea la sociedad, sus actores y el sistema partidario. En suma, habrá países que tendrán que cubrir todas estas tareas o alguna de ellas. Cada país tiene un problema distinto, pero todos están de algún modo en un proce­so complejo que apunta al fortalecimiento de un siste­ma de partidos que pueda controlar un Estado que, por su lado, debería reforzarse.

En términos generales, hay al menos tres aspec­tos que deberán ser revisados respecto de los partidos, para asegurarles sus tareas de conducción política y de intermediación entre el mundo de los actores sociales y el Estado.

El primero es la necesidad de una legislación so­bre los partidos que los dignifique, los financie y al mismo tiempo establezca adecuados controles públi­cos sobre ellos. El segundo es la representación de los nuevos tipos de fraccionamientos y conflictos de la so­ciedad: para que los sistemas partidarios sean efectiva­mente una expresión reelaborada de la demanda social y su diversidad, hay que innovar en la constitución de espacios institucionales donde se encuentren con otras manifestaciones de la vida social, como puede ilustrarlo la legislación sobre participación popular boliviana, por citar un ejemplo. Un tercer aspecto, que definirá tam­bién el futuro de los partidos políticos, será la capaci­dad de formar coaliciones mayoritarias de gobierno. En la medida que se constituyan sistemas multipartidarios competitivos, lo más probable es que no haya ningún partido que pueda convertirse en mayoría por sí mis­mo y asegurar un gobierno eficaz y representativo. Este ya es el tema central de la política partidaria en Amé­rica Latina y lo será en las próximas décadas.

Si el liderazgo partidario aparece desafiado “des­de arriba” por el debilitamiento del Estado como refe­rente de la acción social, y “desde el medio” por los propios problemas de reorganización del sistema par­tidario, puede decirse que, “desde abajo”, nuevas or­ganizaciones sociales parecen menoscabar su papel en la sociedad.

Entre ellas, el llamado “tercer sector”, conforma­do por las ONG, cuyo papel principal en la reconstruc­ción de la sociedad consiste en ligar las elites demo­cráticas de tipo profesional, tecnocrático, político o religioso con los sectores populares, especialmente en momentos en que la política es reprimida por el auto­ritarismo o la sociedad se atomiza por las transforma­ciones económicas impuestas por la lógica del merca­do. Este tipo de actor desempeña distintos papeles en esta materia. En primer lugar, le dan apoyo material y espacio organizacional a los sectores pobres o débiles de la sociedad, en especial a los más militantes, cuan­do no pueden actuar en política directamente. En se­gundo lugar, ellas ligan estos sectores con las institu­ciones nacionales e internacionales de derechos huma­nos, económicas, religiosas y políticas, a través de una franja de dirigentes sociales y activistas que pertene­cen al mundo social y político, proveyendo así un es­pacio de participación más amplio que los partidos. En tercer lugar, al menos algunas de ellas, son espacios de conocimiento de lo que ocurre en la sociedad y de elaboración de ideas y proyectos sociales y políticos de transformación, convirtiéndose en centros de pen­samiento o en líderes de opinión pública.

Pero es necesario evitar una visión ingenua o exageradamente optimista de las relaciones entre las ONG y otro tipo de organizaciones o instituciones como los partidos políticos. En efecto, las ONG tienden, a veces, a sustituir a los actores políticos, promoviendo sus propios intereses particulares y, otras, a radicalizar la acción social y política reclamando una democracia directa que puede dejar de lado las condicionantes institucionales. A su vez, los partidos políticos no siem­pre son capaces de evitar la manipulación de estas organizaciones y tienden a descartar acciones que no lleven a ganancias políticas inmediatas. Así, el proce­so de aprendizaje y entendimiento mutuo toma un lar­go tiempo.

IX. CONCLUSIÓN: LAS NUEVAS MATRICES DE LA ACCIÓN SOCIAL

Lo que hemos tratado de plantear en este trabajo es rica que del posicionamiento estructural, lo que no que estamos frente a otras formas de acción colectiva quita la existencia de importantes movimientos de que dependen más de ejes y procesos de acción histó-resistencia y defensivos que se asemejan a las formas más clásicas propias de la matriz nacional popular. Pero, incluso en estos últimos, hay una mezcla signi­ficativa con los nuevos principios y formas de acción colectiva.

Respecto a la matriz constituyente de actores so­ciales (relación entre Estado, representación, régimen y base socioeconómica y cultural), al desarticularse una determinada relación entre Estado y sociedad que lla­mamos nacional-popular y que privilegiaba la dimen­sión política en la constitución de actores sociales, asistimos al desaparecimiento de un principio eje o estructurador del conjunto de estos actores. Estos pa­san a definirse menos en torno a un proyecto o movi­miento social central y más en torno a diversos ejes constituidos por procesos de democratización política y social, reestructuración económica y afirmación de identidades y modelos de modernidad.

Respecto de la matriz configurativa (combinación de niveles y dimensiones y de esferas y ámbitos en que se ubica la acción o el actor), pasaríamos tentativa y ambiguamente de actores básicamente económico-po­líticos y centrados en el nivel histórico-estructural de las sociedades a actores definidos socioculturalmente y por referencia a los mundos de la vida (subjetividad) y a las instrumentalidades organizacionales e institu­cionales.

No cabe aquí el análisis de expresiones de acción colectiva recientes que, por su complejidad, parecerían desmentir este esquema analítico. Sin embargo, todas ellas (explosiones urbanas como las de Caracas o Ecua­dor y Bolivia, movimientos con fuerte componente étnico, como el de Chiapas, de participación ciudada­na como los de Perú, “piqueteros” en Argentina, huel­gas de trabajadores contra cierres de empresas, movi­mientos de profesores y empleados públicos, los Sin Tierra de Brasil, movimientos de derechos humanos en países centroamericanos y Cono Sur, estudiantes en México y Chile, guerrilleros en Colombia, por citar sólo algunas muy conocidas), pese a sus enormes dife­rencias, pueden ser estudiados desde la perspectiva aquí esbozada, es decir, como expresiones de sobrevivencia, descomposición y recomposición de esta doble matriz en un contexto de globalización y transformación del modelo de desarrollo y de los marcos institucionales.

Los cambios en la sociedad civil han ocasionado nuevos tipos de demandas y principios de acción que no pueden ser capturados por las viejas luchas por igualdad, libertad e independencia nacional. Los nue­vos temas referidos a la vida diaria, relaciones interper­sonales, logro personal y de grupo, aspiración de dig­nidad y de reconocimiento social, sentido de pertenen­cia e identidades sociales, se ubican más bien en la dimensión de lo que se ha denominado “mundos de la vida” o de la intersubjetividad y no pueden ser susti­tuidos por los viejos principios. Ya no pertenecen ex­clusivamente al reino de lo privado y ejercen sus de­mandas en la esfera pública. Por supuesto que esta nueva dimensión no reemplaza a las anteriores, sino que agrega más diversidad y complejidad a la acción social.

El principal cambio que esta dimensión introdu­ce en la acción colectiva, además de que las viejas formas de organizaciones parecen ser insuficientes para estos propósitos particulares (sindicatos, partidos), es que define un principio muy difuso de oposición y se basa no sólo en la confrontación sino también en la cooperación. Por consiguiente, no se dirige a un opo­nente o antagonista claro, como solía suceder con las clásicas luchas sociales.

Mientras que en el pasado fuimos testigos de un sujeto central en búsqueda de movimientos y actores sociales que lo encarnaran, el escenario actual parece acercarse más a actores y movimientos particulares en búsqueda de un sujeto o principio constitutivo central.

En efecto, lo que pareciera ser más predecible para el futuro próximo es una variedad de formas de lucha y movilizaciones más autónomas, más cortas, menos políticamente orientadas, relacionadas con las instituciones en lugar de ser comportamientos extra­institucionales, más orientadas hacia las inclusiones sectoriales, las modernizaciones parciales y la demo­cratización e integración social gradual que hacia los cambios globales radicales. El contenido de tales movilizaciones estará probablemente desgarrado entre las demandas concretas de inclusión, y la búsqueda de sentido y de identidad propios frente a la universali­zación de una “modernidad” identificada con las fuer­zas del mercado y sus agentes. Si no se satisfacen ta­les demandas, es muy probable que haya algunas ex­plosiones y rebeliones abruptas o una retirada a través de la apatía, el refugio individualista o comunitarista, o alguna combinación de estas fórmulas, más que la generación de actores coherentes y estables.

En síntesis, si bien es cierto que ya no podrá vol­verse a la acción colectiva tradicional, aunque puedan rescatarse muchos de sus elementos, hay potencialida­des en la nueva situación como las que hemos indicado en otras secciones, que permiten la redefinición ciuda­dana y una nueva manera de concebir la acción colec­tiva. Lo que queda pendiente es la relación de estas manifestaciones con la vida política, por lo que pare­ce indispensable la institucionalización de espacios en que se expresen formas clásicas con formas emergentes.



[1] Manuel Antonio Garretón M. Este artículo está basado en Cambios sociales, actores y acción colectiva (Garretón, 2001b). En él hemos hecho uso abundante de materiales elaborados en otras publicaciones, especialmente “So­cial movements and the process of democratization. A general framework” (Garretón, 1995b). En dos libros recientemente publi­cados (Garretón, 2000a y 2000b) se condensan muchos de los tra­bajos que hemos retomado aquí.

[2] El más importante y decisorio es el trabajo de Alain Touraine sobre actores sociales y sistema político. La primera formulación sistemática en Actores sociales y sistemas políticos en América Latina (Touraine, 1987) fue luego desarrollada en Política y sociedad en América Latina (Touraine, 1989). En esta misma línea, una década antes, Zermeño (1987) publicó México: una democracia utópica. El movimiento estudiantil del 68.

[3]Estas ideas se encuentran dispersas en diversos trabajos del autor, en especial “A new socio-historical ‘problématique’ and sociological perspective” (Garretón, 1998), Hacia una nueva era política. Estu­dio sobre las democratizaciones (Garretón, 1995a) y “¿En qué so­ciedad vivi(re)mos? Tipos societales y desarrollo en el cambio de siglo” (Garretón, 1997a). La más reciente formulación, de la que tomamos aquí algunos elementos, fue Política y sociedad entre dos épocas. América Latina en el cambio de siglo (Garretón, 2000a).

[4] Hemos reelaborado el esquema propuesto hace casi tres décadas por Touraine (1973).

[5] Sobre la problemática del actor sujeto, véase Touraine (1984 y 2000). También Dubet y Wieworka (1995).

[6] Véase una definición y clasificación de los movimientos sociales en Touraine (1997). Otras visiones en Gohn (1997) y Touraine (1989). Una concepción alejada de la que se plantea aquí es la de McAdam, McCarthy y Zald (1998).

[7] Sobre la denominación nacional-popular, véase Germani (1965) y Touraine (1989). De esta última tomaremos algunas de sus carac­terizaciones. La denominación de matriz Estado-céntrica se encuentra en Cavarozzi (1996) y mi propia definición en, entre otros, Garretón (1995 a y b).

[8] Sobre los autoritarismos y regímenes militares, véase el ya clásico The New Authoritarianism in Latin America (Collier, ed., 1979) y los trabajos de O’Donnell (1999) en su antología Contrapuntos. Una discusión general de las transformaciones socioeconómicas bajo el sello del neoliberalismo se encuentra en Smith, Acuña y Gamarra (1994).

[9] Acerca del resurgimiento de la sociedad civil bajo el autoritaris¬mo, véase Nun (1989). También las obras colectivas: Eckstein, coord. (2001c), Escobar y Alvarez, eds. (1992) y Slater, ed. (1985).

Sobre el significado y evolución de los movimientos sociales bajo los regímenes militares, véase Garretón (2001a). Ver también en el mismo volumen los artículos de Eckstein (2001b), Moreira Alves (2001), Navarro (2001) y Levine y Mainwaring (2001). Respecto a movimientos de derechos humanos y otro tipo de resistencia al autoritarismo, véase la tercera parte de Corradi, Weiss y Garretón, eds. (1992).

[11] Jelin y Herschberg, eds. (1995).

[12]El trabajo más amplio sobre el tema es Castells (1997). Desde una perspectiva crítica latinoamericana, véase Chonchol (2000), Flores Olea y Mariña (1999), García Canclini (1999) y Garretón, ed. (1999).

[13] Existe una abundante literatura sobre el carácter de la sociedad y su impacto en las formas de acción colectiva. Vale la pena destacar, para los fines de este trabajo, a Castells (1997), Touraine (1997), Dubet y Martucelli (1998) y Melucci (1996). Para la perspectiva más clásica de clases sociales, véase Wright (1997). Mi propia visión se halla en Garretón (2000b).

[14] Sobre la problemática general de América Latina en los años noventa véanse, entre otros, Reyna, comp. (1995) y Smith (1995). Desde otra perspectiva, Sosa (1996).

[15] Sobre ciudadanía y participación véase CEPAL (2000b). Sobre capital social, Portes (1998) y Durston (2000). Sobre identidades, ILADES (1996).

[16] Sobre transiciones y democratizaciones véanse, entre otros muchos, Barba, Barros y Hurtado, comps. (1991) y para un balance y revisión actualizados, Hartlyn (2000). Mis propios planteamientos están en Garretón (1995a y 1997b) y en “Política y sociedad entre dos épocas” (Garretón, 2000a). En este último nos basamos para el balance presentado aquí.

[17] Excelentes análisis de estos aspectos, especialmente sobre exclusiones, se encuentran en Filgueira (2001) y en CEPAL (2000 a y b). Sobre ciudadanías, además de CEPAL (2000b), están Hengstenberg, Kohut y Maihold, eds. (1999) y Jelin y Herschberg, eds. (1995). Un muy buen estudio de un caso nacional es el de López (1997). Sobre el debilitamiento de la ciudadanía civil, que mencionaremos más adelante, véase O’Donnell (2001).

[18] Escobar y Alvarez, eds. (1992), Eckstein, coord. (2001c), Calderón y Reyna (1995).

[19] Respecto de las transformaciones económicas, véanse Smith, Acuña y Gamarra, eds. (1994), Ffrench-Davis (2000) y CEPAL (1992).

[20] Respecto a las bases estructurales de las transformaciones sociales, véase Filgueira (2001). Sobre su impacto en los movimientos sociales en los años ochenta y noventa, Calderón, ed. (1986), Colegio de México (1994), Eckstein (2001a) y Stavenhagen (1995).

[21] Para un análisis general del tema de la modernidad, véanse Touraine (1993), ILADES (1996), García Canclini (1980), Garretón, ed. (1999) y Bayardo y Lacarrieu (1999). Mi propia visión aparece en Garretón (1994) y, más recientemente, en “La sociedad en que vivi(re)mos” (Garretón, 2000b).

[22] Escobar y Alvarez, eds. (1992), Eckstein (2001a) y Reyna (1995).

[23] Para un panorama general, véase Eckstein (2001a). Sobre los movimientos étnicos, Stavenhagen (2001)



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