martes, 8 de diciembre de 2009

Visión histórica del Perú - P.Macera




MODULO SOBRE EL PERÚ (Buscando una República Chola)

Cuarta Sesión: La Republica Peruana y sus desventuras

                                                                          LECTURA 4.2

VISION HISTORICA DEL PERÚ[1]

 

SINTESIS HISTORICA DE LOS PUEBLOS PERUANOS

 

En vez de una sola y unitaria historia del Perú quizás convenga hablar de las diferentes historias ocurridas en el territorio que desde hace pocos años –a partir del siglo XVI– se ha empezado a llamar PERU. Como el de Alemania o Italia, el período “nacional” de la historia del Perú comenzó tardíamente, a principios del siglo XIX, después de la ruptura política con España (1821-1824). Aún hoy el estado peruano es una organización multinacional con relaciones internas de dependencia y discriminación étnica; menos parecido a la Francia nacional moderna que al imperio Austro-Húngaro o a los países africanos recién descolonizados. El esfuerzo separado, pero convergente, de waris, incas, españoles y criollos, y hasta la propia penetración capitalista modernizadora, no han bastado para homogenizar los muchos procesos que desde antes de la invasión europea del siglo XVI habían constituido sus propios territorios de operación histórica, dentro de la futura geografía republicana que habría de querer asumirlos.

 

Esta hipótesis acerca de la multivalencia del concepto y de la realidad Perú es analítica y descriptiva; no arriesga ningún pronóstico contra la realización de una nación peruana en el futuro inmediato; lo que es más, postula a esa realización como objetivo histórico probable y positivo; pero se opone a la ideología ultranacional criolla elaborada a principios del siglo XIX y que sostiene la existencia de un Perú permanente; es decir una entidad histórica de larga duración, idéntica a sí misma desde hace miles de años (del precerámico a Bolívar y Belaúnde o Velasco); entidad que sería el actor responsable de todos y cada uno de los procesos históricos gestionados por las diferentes sociedades que han ocupado un mismo territorio. Creer en ese Perú metafísico y trascendental es pensar la historia en términos religiosos. El Perú sería un dios secularizado que se comporta como un principio dinámico personal que por intermedio de “causas segundas” (diversos pueblos “peruanos”) se expresa y realiza en manifestaciones (diversas épocas igualmente “peruanas”), que sin embargo no alteran su propia sustancia. Es también identificar al Perú con la creación sumerio-católica, trasfiriéndole sus reglas de juego para asegurar la validez de un progreso indefinido en el que cada época es un mejoramiento de la anterior.

 

La interpretación que proponemos no desconoce la interrelación ocurrida entre algunos de los procesos históricos que plantean al Perú como problema y posibilidad (Basadre). Mencionaremos algunas situaciones típicas para evaluar sus alcances. En primer término, el aprovechamiento de diversos pisos ecológicos verticales. Sugerida por Paz Soldán en el siglo XIX y después por otros (Troll, Pulgar Vidal) esta tesis obtuvo una formulación más acusada con los trabajos del antropólogo John V. Murra. Pero ese control vertical fue en los Andes menos general de lo que algunos suponen. Por lo pronto, solamente se ha mostrado su vigencia histórica en escasos lugares (Puno, Moquegua, Huánuco) y para épocas tardías, hasta donde por ahora profundiza el dato etnohistórico. No parece haber tenido aplicación entre los costeños, donde, de haber operado, sólo implicó intercambios con la zona chaupi-yunga, nicho ecológico de transición y encuentro con la quechua. Tampoco hay evidencias de que el modelo Lupaka al extremo sur, que relaciona la puna con la yunga marítima, haya sido practicado más al norte de Arequipa. Al respecto no olvidemos que la costa sur hasta mas allá de Tacna y las actuales fronteras con Chile, fue una zona excepcional de retraso donde la agricultura y la cerámica llegaron muy tarde y desde las tierras altas.

 

Tales vacíos o depresiones culturales no ocurrieron por el contrario en otras secciones de la costa. Más extendido pudo ser, es cierto, el modelo Huánuco caracterizado por la mayor proximidad de las ecologías implicadas; pero esa misma proximidad limitó su acción cohesiva interregional. En otras palabras, el control vertical (salvo en el caso de Lupaka) parece principalmente referido a zonas de contacto o aproximación.

 

Allí donde no funcionó el control vertical sin duda que se produjeron intercambios culturales y económicos entre sociedades de ecologías diferenciadas, aunque cada una de ellas mantuviera eventualmente su autonomía. De este modo se constituyeron lo que Wendell Bennet ha llamado áreas cotradicionales andinas. Fuera de estas interrelaciones hubo otras que asumieron el carácter de unificaciones administrativas (waris, incas), que instrumentaron, políticamente, un fondo común de patrones de comportamiento colectivo. En ningún caso, sin embargo, queda supuesta y demostrada la existencia de una nación peruana donde estarían incluidos desde los pueblos neolíticos hasta las sociedades alienadas de los siglos XVI al XX.

 

Por otro lado, hay suficiente evidencia acerca del desarrollo de procesos autónomos y de fenómenos de discontinuidad y ruptura, que no son propios y exclusivos del caso Perú, sino que pueden ser encontrados en otros lugares y tiempos de la historia universal del hombre, aunque, muy a menudo, sean puestos de lado por los historiadores profesionales, que se especializan en el estudio de los fenómenos de la continuidad y “traditio” históricas.

 

Alguna vez se ha querido explicar esa discontinuidad y confundir el pluralismo, relacionándolos con la geografía “hostil y agresiva” de los Andes suramericanos. Ese determinismo, aunque insuficiente, es una primera aproximación. La geografía andina no es sólo un espacio de la acción histórica, sino también un factor contrario y excluyente de la acción humana. Es la geografía dramática del aluvión o huayco, las inundaciones, los arenales y terremotos que combaten la presencia humana. Aquí, en los Andes, las cosas son siempre de duración incierta. Pueden durar eternamente o durar un día y durar demasiado. Nunca nadie ha estado seguro de nada. La grandeza del indio antiguo consistió en que sabiendo esta precariedad supo vivir como si la ignorase; volviendo porfiadamente a construir en los mismos lugares de donde la naturaleza lo expulsaba.

 

La misma inseguridad producida por el condicionamiento geográfico, podría, sin embargo, haber favorecido solidaridades históricas permanentes a partir de los intercambios mencionados en un párrafo anterior. Si no ocurrieron en los Andes centrales fue porque tales complementaciones se dieron desde muy temprano dentro de los cuadros de dominación interna y de las expansiones religiosas (Chavín) y militaristas (Wari, incas). Pero sobre todo, además, porque la violenta irrupción en América de la civilización occidental europea impidió, por largo tiempo, un sistema igualitario de comunicaciones sociales.

 

A pesar de lo dicho, es científicamente válido ordenar estos diversos desarrollos, estas múltiples discontinuidades e interrelaciones, en una seriación cronológica; sin que esa cronología se identifique, necesariamente, con un esquema evolutivo de tipo progresista. Con ese fin hemos utilizado las sugerencias de otros autores y adaptado como criterio organizador la naturaleza de las relaciones de poder político y económico, en la medida que suponemos que esos factores han sido decisivos para la conformación general de las respectivas sociedades. Por esta razón distinguimos dos grandes épocas: Autonomía (± 20,000 años a.C. hasta el siglo XVI d.C.) y Dependencia (siglos XVI al XX). La diferencia entre ambas se basa en que ninguna de las expansiones y grandes imperios andinos, anteriores a la conquista europea, significaron dominaciones externas y ultramarinas. Tampoco implicaron la derogación total de los universos socio-culturales dominados. Ni era excesiva la distancia tecnológica dentro de los sistemas de dependencia. Todo lo contrario ocurrió a partir del siglo XVI al ser incorporada la zona andina a una historia universal controlada por las sociedades europeas.

 

 

I.        AUTONOMIA (± 20,000 años a.C. Siglo XVI d.C.)

 

 

1.       Las primeras sociedades preclasistas (recolectores, cazadores, pescadores).

 

2.       Los primeros horticultores y pastores.

 

3.       Los formativos andinos. La experimentación tecnológica. Las altas culturas. Comienzos de la diferenciación clasista. Pacobamba, Ecuador y el Perú. El horizonte Chavín.

 

4.       Las primeras diversificaciones regionales. Sociedades clasistas desarrolladas. Guerras de conquista. Maestría artesanal y estancamiento tecnológico.

 

5.       El horizonte medio. La expansión wari. Proceso de urbanización.

 

6.       La segunda diversificación. Los señoríos regionales.

 

7.       El horizonte tardío y la expansión imperial Inca.

 

 

II.      DEPENDENCIA (siglos XVI - XX)

 

 

1.       La invasión española y la expansión del capitalismo mercantilista europeo.

 

2.       Consolidación y estancamiento de la sociedad colonial en el siglo XVII.

 

3.       Crisis de la sociedad colonial del siglo XVIII. Los movimientos de liberación nacional. La descolonización aparente.

 

4.       La primera independencia política y la primera república (hasta mediados del siglo XIX). La segunda apertura del Perú a los mercados mundiales. El imperialismo informal inglés.

 

5.       Economía de exportación y desarrollo frustrado (guano y salitre). La guerra del Pacifico de 1879 y sus consecuencias.

 

6.       Crisis y reajuste de la dependencia 1932-1968.

 

7.       Reformismo militar y capitalismo de estado. Desarrollo dentro de la dependencia limitada 1968.

 

(…)

 

II.            LA DEPENDENCIA

 

Con el descubrimiento de América y las subsecuentes colonizaciones europeas (España, Inglaterra, Francia, Holanda, Portugal), se inician los primeros imperios de ultramar en la historia humana. Ninguno de los antiguos imperios podía ser comparable a esta nueva experiencia, no sólo por la respectiva escala territorial y demográfica, sino también por los muy diferentes sistemas de comunicación, gobierno y transporte, determinados por las respectivas relaciones geográficas entre las metrópolis y sus espacios imperiales. En la antigüedad todos los grandes imperios habían sido continentales (Egipto, Roma, Persia, China, Inca, etc.), resultados de una expansión geográfica continua, a partir del centro político-militar expansivo. O que a lo más, como en el caso de Grecia o Fenicia, habían exigido un mínimo desplazamiento marítimo. Las expansiones de árabes, mongoles y turcos, entre los siglos VIII-XV, se habían realizado siguiendo patrones similares.

 

Los imperios de ultramar tuvieron que resolver difíciles exigencias administrativas. No era posible gobernar los nuevos territorios anexados valiéndose exclusivamente de un personal burocrático sujeto a renovación periódica, ni tampoco emplear el recurso coercitivo de un poderoso ejército central que eventualmente pudiera, en breve plazo, trasladarse a las provincias conquistadas para apoyar a las guarniciones permanentes. La distancia entre América y Europa y la duración de los largos trayectos prohibían tales soluciones. Había, en su reemplazo, que montar un nuevo mundo administrativo en los propios lugares de conquista; un nuevo mundo que pudiera movilizarse con relativa autonomía burocrática, según las reglas dictadas por la metrópoli para su exclusivo beneficio. Había que crear las colonias, es decir una estructura socio-política cuyo vértice debía ser ocupado por pequeños núcleos demográficos de europeos y descendientes suyos, gobernando a las poblaciones conquistadas. Este expediente podía ser simplificado cuando el espacio de la conquista, por efecto de la guerra y otras causas, terminaba siendo un espacio demográficamente vacío, como ocurrió en la América del norte, algunas islas del Caribe y en ciertos sectores de la selva amazónica y en la pampa argentina.

 

Este sistema colonial planteó, desde un principio, específicos problemas al grado y naturaleza de las trasferencias tecnológicas culturales que su realización exigía. ¿Debía el “Nuevo Mundo” reproducir íntegramente el “Viejo Mundo”? ¿Podían acaso las colonias igualar a sus metrópolis? ¿Qué tipo de diferencias escalonadas resultaban indispensables para mantener la relación asimétrica de dominación? Las respuestas fueron esencialmente las mismas, con variantes menores: el nuevo mundo imperial debía estar sujeto a un desarrollo mediatizado a fin de preservar su dependencia. Desde un principio, por consiguiente, en la estructura de base de la expansión europea, estaban asociados el subdesarrollo y la dependencia. Por esta razón la Europa capitalista moderna de los siglos XVI-XVIII no incorporó efectivamente a la América a sus propios tiempos modernos. Las relaciones sociales y la tecnología que nos fueron trasferidas, no fueron las mismas que ya se conocían en Europa. La historia de la colonia peruana, como la historia de los demás países del continente, fue una historia rearcaizada en que podían encontrarse situaciones y normas que correspondían a épocas ya superadas en el occidente europeo. América conoció la esclavitud hasta el siglo XIX, cuando prácticamente había casi desaparecido de Europa, desde principio de la edad media. La mano de obra servil de las minas y haciendas americanas estuvo, así mismo, sujeta a un régimen mucho más duro y arcaico que el europeo. La tecnología americana fue mantenida, por otro lado, en considerable retraso con respecto a los descubrimientos metropolitanos, salvo en el sector exportador agrominero (azúcar, plata y oro).

 

En el caso del imperio incaico, como en el de los mexicanos, la habilitación de este régimen colonial exigió adaptaciones diferentes a las de otras zonas de menor desarrollo relativo. En los Andes centrales los europeos encontraron un estado altamente desarrollado del tipo despótico-oriental, tradiciones culturales muy antiguas y una considerable población sedentaria dedicada a la agricultura bajo un sistema comunal. Estas realidades no podían ser ignoradas. Convenía, por el contrario, utilizarlas. El universo social andino fue, por consiguiente, parcialmente preservado; toda la historia de la sociedad interna del Perú colonial puede ser definida como la historia de las relaciones conflictivas entre aquel universo básico conquistado y la superestructura occidental que se le insertaba dominándolo. Desde luego que esa propia historia, a su vez, resultaría incomprensible si no fuera referida al contexto mundial dentro del cual operaba.

 

Estamos hablando, sin embargo, de un proceso de larga duración que cubrió casi 300 años (siglos XVI-XIX); mucho más que el período inca; casi lo mismo que la expansión Wari; y el doble de los que lleva el Perú como estado republicano, nominalmente independiente. No es posible estudiar toda esa época sin algunas divisiones cronológicas, que permitirán conocer su formación al singularizar sus cambios. Podríamos distinguir: la conquista, desde el desembarco de Francisco Pizarro en Tumbes hasta el fracaso de la rebelión de los encomenderos (1530-1560); la organización del régimen colonial, que terminaría con el virrey Francisco de Toledo, que la consolidó (1569-1580); el auge de 1580-1630, y que terminó con la decadencia de las minas del cerro de Potosí; el estancamiento secular del XVII; la ruptura inicial del viejo orden, asociado con el cambio dinástico español, a principios del siglo XVIII; las reformas del despotismo ilustrado, iniciadas por Carlos III y continuadas, débilmente, por su sucesor, y, por último, la crisis del antiguo régimen (1780 a 1824).

 

Como todas las cronologías, la descrita también sólo posee un valor indiciario, aunque incluye la mayoría de los hechos significativos relacionados con los diversos sectores de la historia colonial, desde los ritmos seculares de la demografía, hasta las expresiones más sofisticadas de las elites intelectuales urbanas.

 

A pesar de su corta duración (apenas unos meses iniciales de abusivas victorias) el hecho decisivo, de todo este proceso, fue la violenta apertura provocada por la conquista militar. Uno de sus primeros efectos fue una brusca caída demográfica (“la despoblación de las Indias”) que habría de condicionar toda la política social y económica posterior del sistema colonial. No estamos en condiciones de estimar la población indígena precolonial, ni el porcentaje de sus pérdidas durante los primeros decenios posteriores a la conquista. Los cálculos de Borah, para México, y dé David Noble Cook para el Perú sugieren uno de los más altos índices de mortalidad conocida en la historia universal. No se trató de un genocidio voluntario y directo, en todos los casos; esa mortalidad fue consecuencia también de factores independientes en su naturaleza, aunque complementarios en su origen y consecuencias. La presencia de los europeos en América implicaba, dice Borah, una “agresión biológica”, con independencia del hecho mismo de la dominación que se pretendía establecer. Al revés de lo ocurrido en Asia y en el África mediterránea, los hombres de América no habían desarrollado resistencias específicas frente a las enfermedades europeas. Las epidemias alcanzaron proporciones increíbles. Por otro lado, la agresión cultural derrumbó los ajustes sico-fisiológicos de esas mismas poblaciones, que, en pocos días, después de sus derrotas militares, perdieron toda razón de ser. Los indios del Perú aprendieron violentamente que la totalidad de sus valoraciones positivas merecían, por el contrario, una estimación derogatoria por parte de quienes los habían vencido. No había razón para vivir; sólo quedaba la básica e intensiva razón de sobrevivir; y esta misma disminuyó a causa del stress de la conquista.

 

Sobre esta población diezmada, cultural y biológicamente, actuaron, de un lado, los vencidos líderes incas y, del otro, la nueva elite conquistadora. Los incas procuraron inútilmente reequipar moralmente a sus antiguos súbditos. No sólo resistieron medio siglo en la sierra selvática de Vilcabamba, sino que estimularon cultos nativistas de contraculturación que prometían recompensas divinas y humanas a quienes combatieran a los invasores. Fracasaron por la imposibilidad de montar un aparato político-militar que apoyara esas iniciativas. Por su lado, los conquistadores pensaron, en un primer momento, en un feudalismo mestizo. Procuraron unirse con las princesas del pueblo vencido para legitimar su poder. Reclamaron, al mismo tiempo, que el rey les reconociera la perpetuidad de las encomiendas. De haberlo logrado, en la segunda mitad del siglo XVI, el Perú hubiera conocido una generación de señores mestizos, que para ejercer su dominación sobre los indios hubieran invocado el doble título de la descendencia imperial inca, efectiva aunque bastarda por la línea materna, y el decisorio valor de ser hijos de los conquistadores. La corona cerró este camino: Garcilaso Inca de la Vega fue un símbolo de esa frustración. La conquista cedió el paso a la colonización, donde el guerrero debió ser sustituido por el jurista, el burócrata y el teólogo, que administraron y justificaron la conquista que no habían hecho ellos mismos.

 

En la segunda mitad del siglo XVI la metrópoli había domesticado a sus conquistadores y estaba en condiciones de emprender la organización definitiva de sus colonias andinas. El primer virrey Cañete y después, sobre todo, Francisco de Toledo, diseñaron los modelos básicos. Había, en primer término, que definir la relaciones entre las poblaciones y sus colonos y montar una economía colonial: los elementos básicos de este montaje fueron la ciudad, la parroquia, el centro minero, la hacienda agrícola, la encomienda, el trabajo servil y la esclavitud; concertados experimentalmente de acuerdo a ciertos objetivos no siempre explícitos, pero ajustados todos ellos a la necesidad imperial de mantener un sistema de beneficios mayores para la metrópoli de ultramar, y de privilegios secundarios para la elite europea dominante residente en América.

 

En la formación de este nuevo mundo la iglesia católica jugó un rol fundamental. Sus sacerdotes eran también funcionarios públicos y la evangelización una forma de la conquista. Ignoramos mucho sin embargo acerca de su historia. ¿Cuánto, en primer término, penetró esa religión en el mundo andino? ¿En qué medida subsistieron (y subsisten) los cultos nativos? Recordemos que debido al acentuado carácter urbano de su organización la iglesia católica ha tenido siempre dificultades, como dijo Weber, para penetrar en los medios rurales. La red de parroquias y doctrineros no fue al respecto suficiente en el inmenso territorio que había sido el Tahuantinsuyo. Y no pudieron ofrecer un soporte eficaz a las famosas campañas desatadas para la “extirpación de idolatrías”. Desde luego que la religión invasora afianzó mejor en los nuevos centros urbanos. Aquí también son numerosos los vacíos de nuestro conocimiento. Necesitamos saber más sobre la competencia entre el clero secular y el regular, las rivalidades de congregaciones y órdenes o las tensiones que oponían al bajo clero contra los grandes señores eclesiásticos. Debemos también buscar una explicación a los fenómenos de santidad y misticismo (San Francisco Solano, Santo Toribio de Mogrovejo, Santa Rosa de Lima, San Martín de Porras, Juan Masías), fenómenos que en su mayor parte ocurrieron en el último tercio del XVI y principios del XVII en coincidencia con el gran auge potosino.

 

La ciudad española en las Indias no resultó de una larga evolución, pese a los antecedentes waris e incas; aplicó más bien un modelo general altamente racionalizado que, en lo posible, evitó las características propias de las ciudades europeas del medioevo. Lo demuestran las precisas instrucciones oficiales sobre los requisitos de su fundación y el plano rectangular con sus calles cortadas en ángulo recto, según el diseño de los campamentos romanos y de algunas utopías urbanistas del renacimiento. Cualquiera que fuese su clase y tamaño fue instalada como un centro de administración política, religiosa y económica, con privilegio y control sobre la dispersa población rural que componía su jurisdicción. Pero las relaciones entre campo y ciudad eran imposibles sin una red continua de urbanización intermedia. Durante los primeros años de la conquista había parecido suficiente la creación de algunas ciudades principales. A fines del siglo XVI, en cambio, se advirtió la necesidad de profundizar el proceso de urbanización mediante las llamadas reducciones o pueblos de indios, donde fueron concentrados los habitantes indígenas de diferentes aldeas y pequeños villorios.

 

Sustitutorios y a la vez complementarios de la ciudad española o el pueblo de indios fueron las haciendas y asientos mineros (exceptuamos las “ciudades mineras” como Potosí). Para ellas no existía antecedente alguno en las sociedades andinas precoloniales. Constituían los centros de operación para una economía colonial basada en la exportación de metales preciosos y la apropiación privada del suelo. Carecemos aún de estudios que nos expliquen su formación. Podemos asegurar, sin embargo, que el sector minero y el sector agrícola condicionaron mutuamente sus respectivos desarrollos; pero que esos desarrollos no sólo fueron desiguales, sino que además los intereses de cada uno de ellos resultaron, en ciertos aspectos, contradictorios. Pero estos choques (sectorial class) cuya importancia exagera Mamalakis, no quebraron….

 

Los centros mineros constituían mercados de consumo para la producción alimenticia, por consiguiente, sus costos dependían parcialmente de los costos agrícolas; mientras que a su vez los beneficiarios del sector agrario estaban ligados no sólo a la elasticidad de la demanda, en los centros urbanos, sino a la estructura de esa demanda en el sector minero. Por otra parte, un porcentaje de las ganancias obtenidas en cada uno de los sectores era reinvertida, frecuentemente, en el otro. El flujo de esas reinversiones tuvo, sin embargo, un carácter asimétrico. Los mineros adquirían tierras, frecuentemente, para comprar prestigio social. Los agricultores, en cambio (sobre todo los grandes azucareros), funcionaban como prestatarios y habilitadores de la pequeña y mediana minería dentro de un sistema de crédito usurario. Hay que añadir que un balance general de estas trasferencias era netamente favorable al sector agrario. Pero que en definitiva, en el caso de la gran agricultura, el saldo final llegaba a las ciudades, fuese al sector inmobiliario, los gastos suntuarios de prestigio señorial, el atesoramiento de tipo tradicional o al capital mobiliario destinado al comercio.

 

Una historia comparada de la minería y la agricultura coloniales ha de insistir, por otra parte, en sus respectivas estructuraciones. A nivel de la producción, la minería fue gestionada o bien por los estancos oficiales (azogue) o bien por el minifundio minero. De hecho, el Perú no conoció el latifundio minero hasta principios del siglo XX. Por el contrario, en la agricultura las unidades productivas básicas fueron el latifundio y la comunidad campesina. El propio caso de la agricultura planificada del tabaco (mediados del siglo XVIII), no resultaría del todo una excepción ya que ese estanco fue principalmente de comercialización.

 

Una segunda diferencia fundamental entre agricultura y minería se refiere a la organización misma del proceso productivo. En la minería las diferentes etapas de ese proceso no siempre estuvieron a cargo de un solo agente. Era posible a veces distinguir entre el minero que extraía el mineral y el propietario de las “haciendas de beneficio” que lo procesaba. Si el metal llegaba a ser amonedado antes de su exportación intervenía, por último, el propio estado. La agricultura no conoció una división semejante, sino en el caso de los obrajes, que además de su propio ganado ovino compraba las lanas de productores vecinos. Es cierto que algunas grandes plantaciones de caña funcionaban, según un modelo multi-empresarial, adquiriendo algunos insumos (ganados, pastos, alimentos) de otros agricultores; pero no fue un sistema generalizado. Por otro lado no se dio, como en la república tardía, una separación entre el ingenio de molienda y las “casas de vino” de un lado y del otro los productores de caña o vid. Aunque merece tenerse en cuenta el caso de los molinos de grano.

 

En función de la minería y de la agricultura se desarrollaron todos los otros sectores de la economía colonial, así el comercio exterior y el tráfico internacional como las propias artesanías urbanas. De ellos dependieron también los dos grandes aparatos burocráticos: civil y religioso, que administraron la sociedad colonial. Estamos lejos, sin embargo, de conocer las relaciones específicas de todos ellos. La historia económica colonial todavía aguarda estudios especiales: fluctuación de precios, monto de la producción minera, estimaciones del producto global, etc.

 

Como hipótesis hemos dicho que luego de una fase de ascenso a fines del siglo XVI y principios del siglo XVII (asociada con el auge potosino) se inició un largo estancamiento secular que llegó hasta principios del siglo XVIII. Durante este siglo se consolidaron las escrituras básicas de la economía y sociedad coloniales. Las cifras de composiciones de tierras (pagos que convalidaban los títulos defectuosos de la propiedad rural) demuestran que fue esa la época de más intensa apropiación privada del suelo en agravio de la propiedad comunitaria y de las tierras realengas que constituían la reserva para la población indígena.

 

Durante el siglo XVII quedó también definido el carácter estamental y racialmente discriminatorio de la sociedad colonial. Las leyes distinguieron dos componentes básicos: la república de los indios y la república de los españoles, a cuyo alrededor se movilizaban los negros esclavos y las diferentes castas de mestizos. Las relaciones entre esos grupos sociales eran ampliamente favorables a los peninsulares y criollos. Sólo ellos podían estudiar en las universidades, ocupar los altos puestos administrativos y gestionar las actividades económicas más beneficiosas. Los indios, en cambio, proporcionaban la fuerza de trabajo para todo ese edificio.

 

Con aquel dualismo, el régimen colonial introdujo paradójicamente un factor de unificación e identidad entre las poblaciones indígenas del Perú. Antes de su conquista predominaban en aquellas poblaciones las lealtades étnicas regionales. Cada uno era Chincha, Chimú, Tumbes o Lupaca. Los incas como dominadores, ya lo dijimos, no pudieron introducir una solidaridad panandina que borrara los resentimientos de su conquista. Los españoles, a pesar suyo, crearon una solidaridad. “Visto a un indio se conoce a todos” repitieron desde Cajamarca hasta Ayacucho, y enseñaron a las enemistadas localidades indígenas su igualdad básica. Todavía más, la dureza de su dominación terminó por represtigiar al sistema incaico, que antes había sido resentido como una invasión. Es cierto que al suprimir los controles sicopolíticos y religiosos de aquel sistema favorecieron la reactualización de los regionalismos. Pero esa reactualización se organizó alrededor de la común derogación colonial y de la idealización compensatoria de los incas. Los españoles, sin querer, hicieron de los indios una sola nación.

 

EL SIGLO XVIII

 

El siglo XVIII fue para el virreinato peruano una época de crisis y decadencia, mientras que por el contrario toda la fachada atlántica del imperio español americano crecía en importancia: Nueva Granada, Buenos Aires. El Perú empezó a ocupar un lugar excéntrico en los cálculos geopolíticos de la metrópoli. Para el tráfico con el oriente bastaban México y Filipinas. Frente a la expansión portuguesa y las amenazas de Inglaterra convenía reforzar el puerto de Buenos Aires en vez del Callao. La decadencia de Huancavelica (azogue) y de Potosí (plata) disminuyó por último el significado económico del antiguo virreinato, a pesar del relativo auge de las minas de Cerro de Pasco.

 

Durante toda la primera mitad del siglo XVIII se inició, por consiguiente, un proceso de liquidaciones. Suprimidas las encomiendas se empobrece la aristocracia criolla; mientras que los sectores comerciantes veían que Buenos Aires ganaba a Lima, y al sur peruano, la batalla por los mercados de Charcas, a pesar de la complicidad que existía entre poderosos grupos de presión de Sevilla, Cádiz y el Perú. La guerra de sucesión, a su vez, consiguió lo que no habían obtenido los piratas y corsarios del siglo XVII: el Pacífico sur quedó abierto a Francia e Inglaterra a través del contrabando y de algunas concesiones especiales. La gran epidemia de 1720, por último, diezmó la población indígena, quebrando al ramo de tributos y dificultando el trabajo en las minas y las haciendas.

 

El Despotismo Ilustrado quiso en la segunda mitad del siglo reordenar las viejas estructuras de este virreinato en decadencia. Para los grupos dominantes peruanos este remedio habría de resultar peor que la enfermedad. Los cambios fueron profundos. En primer término la metrópoli militarizó a los virreyes, remplazando a los grandes señores por oficiales de carrera. Luego proyectó reformas administrativas y fiscales (Areche, Escobedo, intendencias, subdelegaciones), que resintieron los privilegios criollos y aumentaron el descontento de los sectores populares. Al mismo tiempo, España alentó la sustitución de la cultura tradicional por una versión mediatizada del pensamiento europeo. Eliminada la Compañía de Jesús en 1769, durante el gobierno del virrey Amat, parte de sus “temporalidades” fueron empleadas en nuevas instituciones educativas, si bien fracasaron algunas reformas mayores. Aparecieron los primeros periódicos (Diario de Lima, Mercurio Peruano) y el neoclásico sustituyó al barroco, no sólo en las iglesias, sino en la decoración doméstica y los estilos literarios. Convergían, en resumen, dos factores de distanciamiento entre los colonos y sus metrópolis: las dificultades económicas de un lado y del otro nuevas perspectivas culturales que ponían en discusión la validez total del sistema.

 

Es dentro de esas circunstancias que debemos analizar los movimientos de liberación nacional que ocurrieron entre 1780-1824. Los estudios más recientes niegan que nos encontremos ante un solo proceso conducido por los criollos y que haya terminado en 1821-1824 con las victorias militares contra el ejército español; sugieren más bien la existencia de no menos de dos movimientos de liberación nacional: el criollo y el indígena, entre los cuales hubo oposiciones básicas y coincidencias fortuitas o frustradas. El movimiento de liberación indígena había comenzado desde el siglo XVI y se había desarrollado a través de la resistencia pasiva, las rebeliones locales, los movimientos nativistas y la contraculturación conflictiva. Era fundamentalmente un movimiento campesino, revolucionario y mesiánico que cuestionaba la totalidad del sistema colonial europeo. El movimiento nacional criollo se manifestó, por el contrario, con un marcado carácter urbano y elitista. Sus propósitos más que revolucionarios eran reformistas y no afectaban las estructuras sociales, sino la organización política. Para algunos criollos su propia liberación nacional parecía justificada por el mismo hecho de la conquista, en la medida que consideraban que la colonia posterior había desconocido los derechos que para los criollos habían ganado sus “abuelos conquistadores”.

 

El movimiento criollo se manifestó tardíamente en toda América y más aún en el Perú; todos ellos fueron anticipados, primero por Juan Santos Atahualpa y después por la gran revolución de Túpac Amaru en el sur del Perú, que proyectaba no sólo una primaria restauración inca, sino un estado multinacional con participación de criollos, mestizos y negros bajo el liderazgo indígena. La revolución de Túpac Amaru fracasó por una errónea estrategia político-militar que evitó, hasta el último, las confrontaciones en el supuesto que era posible conseguir que colaborasen las masas y elites criollas e indias del sur peruano. Túpac Amaru parece haber sobrestimado la conciencia nacional india que, con ser una realidad, como hemos dicho, no había, sin embargo, anulado del todo los recelos entre los grupos étnicos andinos y menos aún entre los linajes nobles. La colaboración decisiva que el cacique Pumacahua dio a los españoles contra Túpac Amaru debe, en ese sentido, ser interpretada no tanto como una “traición”, sino más bien como una “lealtad interna” de Pumacahua a su propio linaje enemigo y hostil al de Túpac Amaru.

 

Derrotado Túpac Amaru la metrópoli procuró introducir algunas reformas que disminuyeran la tensión popular (anula los repartimientos de mercaderías, suprime los corregidores, crea la real audiencia del Cusco). Dejó intacto, sin embargo, el sistema de explotación económico-social que beneficiaba a los criollos tanto o más que a los propios españoles. Aquellas medidas, así como la durísima represión, bastaron para detener al movimiento nacional indio durante más de un cuarto de siglo, hasta principios del siglo XIX en que, con el fracaso de la revolución de Pumacahua perdió sus opciones políticas inmediatas, dejando libre el campo para la acción criolla.

 

La derrota de Túpac Amaru y Pumacahua han sido interpretadas, con toda justicia, como una de las mayores frustraciones de la historia peruana. Su triunfo hubiera producido cambios fundamentales en la estructura económico-social al promover a los sectores populares campesinos. Hubiese implicado también un estado gobernado por la nacionalidad mayoritaria y no por la minoría criolla. Habría, por último, revitalizado a la sierra y al sur peruanos, impidiendo que se convirtieran en áreas deprimidas durante los años siguientes de la república.

 

Desde principios del siglo XIX los criollos comprendieron que el proceso histórico les imponía una oportunidad de autonomía, sin otra opción contraria que su dependencia frente a otros movimientos de liberación nacional extraños al suyo. Diferentes experiencias les sugirieron la inminencia de la crisis y el cuestionamiento de su propio rol. Hemos ya mencionado la revolución del gran Túpac Amaru como la primera de todas; pero influyeron, también, otros factores de escala internacional. La revolución francesa demostró la debilidad universal del antiguo régimen; mientras que el triunfo de la “oligarquía criolla” norteamericana rompía el prestigio de los grandes imperios coloniales y presentaba a la descolonización como algo más que una probabilidad histórica. La invasión de Napoleón Bonaparte probó, por último, cuán precario e ilusorio era el poder metropolitano español.

 

Pero no generalicemos. Cuando decimos los criollos debemos distinguir las jerarquizaciones que entre sí los separaban. Es probable que las clases sociales más altas (hacendados y grandes comerciantes) en vez de su responsabilidad futura tuvieran más presentes los privilegios que derivaban de su adhesión al sistema. El separatismo debe haber sido, en los comienzos, para todos ellos, incluso los menos privilegiados, una heterodoxia límite. Ninguno estaba además muy seguro de lo que podía ocurrirle, cuando desaparecida la cobertura imperial tuvieran que enfrentar a solas a sus poblaciones indias.

 

Por todas estas razones las conspiraciones y rebeldías criollas retrasaron en el Perú, mientras progresaban en la periferia atlántica del imperio español en donde las complicaciones internas eran mucho menores. El Perú fue durante largos años el centro de reacción militarista colonial española para todos los criollos suramericanos. Fue la hora del fidelismo, aparente causa del resentimiento neogranadino, bonaerense y chileno contra el Perú. Por aquellos años vencer al Perú era vencer a España. De aquella hora arrancan muchos de los malentendidos (¿bien entendidos?) que confundieron tanto las relaciones entre los criollos peruanos y los libertadores extranjeros.

 

Los cinco años de campañas militares en el territorio peruano (1819-1824) apuraron todas estas contradicciones; las elites urbanas de la costa vacilaron entre la independencia y la dependencia, y los sectores populares de la sierra tuvieron que prestar su obligado concurso a los dos ejércitos: el español y el patriota. Lima, centro antiguo de las comunicaciones con España, se convirtió en el símbolo de la ruptura con Europa, mientras que la ciudad inca del Cusco fue el último refugio del poder conquistador. Con el fracaso de la estrategia militar y política de San Martín y de las “campañas a intermedios” fue evidente que no era posible ningún compromiso entre España y sus colonias y que la decisión final no se encontraba en la costa sino en el interior de la sierra, donde se fortalecían extrañas solidaridades entre oficiales españoles y soldados indios. Ayacucho, el viejo centro imperial Wari, a la mitad de camino entre Cusco y Lima, concretó las potenciales paradojas de todo el proceso independentista. La guerra se ganó en la sierra, en la lucha civil entre peruanos del norte y peruanos del sur conducidos por un estado mayor extranjero compuesto por criollos y españoles. La victoria fue celebrada en Lima y ahí quedaron sus frutos.

 

La impaciencia y genialidad de Bolívar no pudieron cambiar estas predeterminaciones históricas; la misma dureza dictatorial que empleó contra el Perú demostraban cuán débiles resultaban en este país sus recursos políticos: donde habían gobernado durante dos mil años chavines, waris, incas y españoles, había una infinita capacidad de adaptación y disimulos que ponían en jaque a todas las utopías. Bolívar no pudo imponer a los hombres del Perú una solidaridad americana. Los criollos prefirieron pensar en pequeño.

 

LA PRIMERA REPÚBLICA

 

Después de 1821-1824 la nueva república no pudo garantizar su independencia económica frente a las grandes potencias comerciales y manufactureras de Europa. Tampoco creó de inmediato un orden interno propio que sustituyera a la antigua administración colonial. El vacío de poder producido por la independencia política resultó demasiado grande para las elites criollas, fragmentadas en grupos adversarios irreconciliables, empobrecidas desde mediados del XVIII, y sin adiestramiento propio para su nuevo rol gobernante.

 

En el orden económico el Perú sólo fue capaz de concurrir a los mercados mundiales con sus producciones mineras y agrícolas. Entre 1830-1840 el porcentaje total de oro y plata, sobre el valor total exportado por el Perú, llegó a una media anual de 79.6%. Por otro lado sus manufacturas eran de tipo artesanal y con excepción de la destilería de obrajes destinados a un mercado interno, que adema de ser demográficamente reducido y escasamente monetizado se encontraba interferido por la manufactura industrial importada. El principal beneficiario de este viejo sistema y de la nueva coyuntura político-económica fue Inglaterra. España fue casi totalmente expulsada de los mercados suramericanos. En 1827 su comercio con América y Filipinas se redujo en un 86.2% con relación a 1792. Y en la década siguiente a la batalla de Ayacucho (9 de diciembre de 1824) sólo pudo exportar a los puertos del Pacífico hispanoamericano (incluyendo los de Nueva Granada y México) el 3.3% del valor total, casi 5 veces menos que EE.UU. y la sexta parte de Francia. Entretanto, como decía un enviado francés, el Pacífico se iba convirtiendo en un estuario del Támesis; y el Perú ingresaba paulatinamente a la esfera de influencia del gran imperio informal británico. Carecemos aún de estudios que describan y expliquen la posición y las relaciones del Perú dentro de aquel sistema planetario, cuyo centro solar era Inglaterra, y que especifiquen el nuevo tipo de dependencia, diferenciándolo de la dominación colonial directa, que la propia Inglaterra empleaba en otros continentes (África, Asia); así como del régimen tradicional español de los siglos XVI-XIX.

 

Inglaterra no tomó a su cargo, en primer término, la administración de los países que formaban parte de su imperio informal. Prefirió el control económico a través del comercio internacional, valiéndose de su superioridad tecnológica, medios de transporte y fabricación industrial. Estructuró así mismo los términos de intercambio de modo que (como en el sistema tradicional español) las áreas periféricas y dependientes como el Perú importaran bienes de consumo antes que bienes de capital. Evitó, por último, comprometerse en inversiones directas después de una primera apertura fracasada en el sector minero. El capital británico se hizo presente, sobre todo, por medio de los empréstitos a los débiles y endeudados gobiernos suramericanos. Sólo en la segunda mitad del siglo XIX apareció en algunos sectores internos, como los transportes (ferrocarriles) y servicios públicos (gas).

 

Aunque fueron decisivos estos factores externos, derivados de la nueva dependencia informalizada, no bastan para entender el proceso histórico peruano durante el siglo XIX. Debemos preguntamos lo que entre tanto, en forma a la vez coincidente y relacionada, ocurría en la sociedad interna. Sin duda, el hecho básico es la persistencia de la estructuración colonial, implantada durante tres siglos y que para ser modificada hubiese necesitado de una revolución social que no figuraba en ninguno de los programas de la reivindicación criolla independentista. Los indios continuaron bajo un régimen servil durante todo el siglo XIX y aún después. La esclavitud negra fue mantenida hasta mediados del siglo XIX para ser remplazada por la dura trata de chinos. Las bajas clases medias y los sectores populares urbanos debieron resignarse a ser una clientela patrocinada por la reducida elite de criollos que juraron la república sin abjurar de la conquista. La historia pudo ser diferente de haber sido el Perú una república de indios o una república de mestizos (Túpac Amaru I Pumacahua).

 

Durante toda la primera mitad del siglo XIX el Perú criollo debió así mismo tomar decisiones acerca de la distribución del poder político, tanto dentro de su territorio como dentro del nuevo contexto geopolítico suramericano, para lo cual no valían ya los arreglos del sistema español. Era necesario decidir cuál sería el nuevo centro hegemónico o alternativamente montar, cuidadosamente, el pluralismo de un equilibrio de poderes. Fracasada la gran confederación de Bolívar (Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú, Bolivia) había quedado abierta la posibilidad de un eje Perú-boliviano que significaba la adaptación al siglo XIX del antiguo modelo incaico y austríaco, que había sido interrumpido primero por las reformas borbónicas (creación del virreinato de Buenos Aires) y después por la independencia de Bolivia. Ese eje resultaba inaceptable para todos los demás países suramericanos. Aunque la unión Perú-boliviana implicaba, principalmente, el control de los Andes centrales y el Pacífico sur, traía consigo otras derivaciones: podía interrumpir la expansión brasileña en la amazonía, neutralizar la influencia argentina en la cuenca del Plata y marginar o controlar a Chile. Era en definitiva la aparición de un poder cuasi­-imperial; Argentina y Chile comprendieron bien estos peligros y se vieron obligados a defender, como suyos, nada menos que los planes españoles del siglo XVIII que habían disminuido la importancia de los países andinos.

 

Los planes hegemónicos y confederativos fracasaron, además, por la resistencia interna dentro de los propios países interesados. Cada uno de ellos se preguntaba, en primer lugar, cuál de los dos obtendría mayores ventajas. Gamarra, el líder peruano, estaba dispuesto a confederar si el Perú (y dentro del Perú él mismo) podía dirigir la confederación. Lo mismo pensaba Santa Cruz, desde el lado boliviano. Por otra parte la confederación significaba el predominio de la sierra sur sobre la costa peruana y todas las provincias del norte. Es decir, la prolongación del modelo Wari-Inca que parcialmente había podido sostener el auge de Potosí. Paradójicamente el grupo norcosteño (en particular la elite portuaria limeña), que estaba empeñada en una abierta competencia comercial con Chile por dominar el océano Pacífico, no advirtió que el predominio del sur Perú-boliviano era el precio que debían pagar para ganar esa competencia contra Chile.

 

Fracasada la confederación peruano-boliviana, Bolivia y el Perú se redujeron territorialmente a lo que habían sido, respectivamente, las audiencias de Charcas y Lima; sin que esa reducción implicase un equilibrio definitivo de poderes en el orden internacional suramericano. Dejó abierta, por el contrario, la confrontación directa entre el Brasil-Argentina, Argentina-Chile, Chile-Perú, Perú-Colombia-Ecuador en un círculo viciosos indefinido.

 

En cuanto a la estructuración del poder interno las opciones del Perú fueron mucho más limitadas que en el orden internacional. La aristocracia criolla no había podido, como su homóloga chilena, realizar la independencia. Sus principales representantes (Torre Tagle, Riva Agüero) habían sido acusados de colaboracionismo. Casi todos habían preferido los castillos españoles del Callao, en vez de combatir en Ayacucho. Carecían, por consiguiente, de la fuerza y el prestigio político necesarios para asumir visiblemente el gobierno de una república que no habían deseado. Los sectores profesionales medios, entre tanto, eran demasiado débiles como para remplazarlos. En un país multirregional como el Perú solamente existían tres sistemas organizados jerárquicamente a escala nacional: el ejército, la iglesia y la burocracia civil; estas dos últimas, por su naturaleza, no podían pretender el poder supremo. El estado de guerra internacional, casi continuo desde 1810 hasta mediados del siglo XIX, fortaleció además al ejército. El militarismo resultaba por consiguiente el modelo político con mayores probabilidades históricas. De hecho, sin mencionar interinatos muy, breves salvo dos (Pardo, Piérola) todos los demás presidentes peruanos del siglo XIX fueron militares. Hasta el gobierno de Castilla, sin embargo, ese propio militarismo fue incapaz de construir un “gobierno fuerte” pese a los esfuerzos de Gamarra y Pando.

 

EL DESARROLLO FRUSTADO

 

A mediados del siglo XIX la comercialización internacional del guano abrió al Perú la oportunidad de cambios sociales y económicos en condiciones más ventajosas que las de otros países suramericanos. Pero al final del período, después de 25 años, casi todo había fracasado. Los peruanos se han venido preguntando, desde entonces, ¿qué ocurrió con el guano? Consideremos primero sumariamente las condiciones económicas generales del país. La deuda externa superaba los 16.000.000 de pesos, su crédito internacional se había arruinado hasta el punto que los bonos peruanos se cotizaban a no más del 16% de su valor nominal. El sector privado, a más de otros obstáculos, había debido afrontar desde 1830 el desorden monetario. El amonedamiento de la plata había bajado en los primeros años de la república hasta un 50% de lo producido en el quinquenio 1790-1795. Para los años 1830-40 se calculaba que hasta 4-5 millones del valor de las importaciones eran pagados en plata piña. A partir de 1832 la situación fue agravada por la introducción de la moneda feble boliviana. Entre 1830-61 Potosí acuñó casi 37.000.000 de pesos con una liga inferior a la que usaba la moneda peruana. De esta cantidad fue internada al Perú aproximadamente el 35%, ocasionando el ocultamiento de la moneda nacional y serios trastornos en las operaciones comerciales. Al mismo tiempo, así en el propio Perú como en el Ecuador, operaban entre 10 y 50 establecimientos clandestinos de moneda fraudulenta para el mercado peruano.

 

Las limitaciones del ahorro interno así como el escaso flujo y mal empleo de los capitales exteriores habían, por último, determinado un estancamiento de todos los sectores económicos, principalmente minería y agricultura de exportación.

 

Las ganancias del guano parecían ser una solución a todas estas dificultades, pero el remedio fue peor que la enfermedad. La moneda boliviana fue, es cierto, eliminada pero mediante una operación de costos elevadísimos. El fisco salió de su pobreza, aunque dependiendo casi exclusivamente del guano. En el presupuesto de 1854-55 el guano representaba ya el 50% de sus ingresos. En el de 1861-62 su participación había subido al 80%.

 

Amparados en esta prosperidad, el estado y las clases dirigentes del Perú montaron una errónea política económica; de un lado fueron toleradas deshonestas negociaciones con la deuda pública (externa e interna) y las comisiones de empréstitos. Del otro lado se puso en ejecución un ambicioso programa de obras públicas de infraestructura (ferrocarriles) pensadas en función de la comercialización mundial de materias primas, con lo cual la economía peruana seguía siendo una economía satélite, complementaria de los centros manufactureros del exterior. El financiamiento de esas obras resultó inadecuado, no sólo por las tasas del interés y el mal uso de los fondos sino por cálculos erróneos acerca de su rentabilidad a corto y mediano plazo.

 

Del lado empresarial privado hubo en esos años, a la vez, iniciativa e incapacidad. Fuese como consignatarios o como intermediarios de negocios extranjeros, e incluso con directo e ilícito beneficio del estado, se crearon grandes fortunas. Lima rompió sus murallas coloniales y fabricó en su vecindad dos balnearios de lujo. Las puertas de las casas y la ropa interior se importaban de París. Signos exteriores de un optimismo que a nivel de mayor importancia estimuló una orgía del crédito bancario que llevó a la bancarrota de los años 70. Los propietarios criollos creyeron llegada su hora, contrajeron enormes préstamos para reconstruir sus casas e invertir en las viejas plantaciones de azúcar.

 

El sector más beneficiado con todos estos excesos fue el de la agricultura de exportación. El “cotton Famine” de los años 60 propició la extensión de los algodonales; el crédito bancario favoreció la modernización de las viejas plantaciones de caña de azúcar. Pero la inflación interna de los precios, la coyuntura internacional de los años 70, la débil e irracional estructura empresarial, frustraron incluso ese parcial desarrollo. De todo eso quedó como saldo moral la inicua trata de los inmigrantes chinos, de los cuales llegaron al Perú más de cien mil (100.000) en menos de 25 años.

 

Ni el contrato Dreyffus (Piérola) ni la nueva política peruana sobre el salitre (Pardo) bastaron para detener el desastre adonde conducía toda esta historia peruana entre 1840­-1870. La guerra del Pacífico (1879-1883) lo puso en evidencia. Fue una derrota solicitada ya que no merecida. O por lo menos una derrota merecida por una clase dirigente (presidentes, ministros, comerciantes, obispos, doctores y generales) que solamente tuvo una habilidad: hacer que esa derrota fuese pagada por el propio pueblo.

 

INVERSION EXTRANJERA DIRECTA Y NUEVA DEPENDENCIA 1883-1930

 

Los cincuenta años posteriores a la guerra del salitre entre Perú y Chile estuvieron enmarcados por dos series de fenómenos. De un lado el impacto liquidatorio de la derrota y la subsecuente diversificación económica. Del otro lado la crisis coyuntural capitalista (1929-1932), con sus efectos en todas las periferias dominadas, incluyendo el Perú. Desde los comienzos de este período se inauguró un nuevo tipo de relaciones entre el capitalismo internacional y la debilitada economía peruana. Hasta entonces, como hemos dicho, ese capitalismo se había limitado principalmente a la inversión indirecta y al control del comercio exterior. Desde fines del siglo XIX, en cambio, asumió un papel interventor por inversiones directas en el transporte (Peruvian Corporation), la minería (Cerro de Pasco) y la agricultura de exportación (Grace, British Sugar, Gildemeister). Las ganancias obtenidas por el capitalismo, a través de este nuevo modelo, fueron superiores a las del antiguo imperialismo comercial. La Peruvian, por ejemplo, ganó en 20 años más de tres millones de libras esterlinas, según una contabilidad en que sus gastos (no fiscalizados) fueron estimados en el 66.8% de sus gastos brutos. la posterior International Petroleum Company (subsidiaria del grupo Rockefeller) pagó entre 1921-1950 un dividendo anual promedio de 40% sobre un capital nominal aproximado de 30’000.000.00 de dólares, en su mayor parte constituido por reinversiones de los beneficios obtenidos en el Perú y los créditos del ahorro interno peruano.

 

Las grandes empresas pusieron en jaque al pequeño estado y convirtieron en intermediarios a sus clases dirigentes; la casi totalidad de la economía peruana se hallaba bajo su control. La Cerro de Pasco construyó un enorme latifundio minero y agrícola en el centro del país, y, entre 1910-1930, retuvo la mayor parte de producción de plata del Perú. Dos casas extranjeras (Gildemeister y Grace) exportaban casi el 60% de la producción nacional de azúcar. El crédito bancario pertenecía a casas italianas, alemanas e inglesas, con escasa participación de instituciones peruanas.

 

Los empresarios nacionales y la derrotada burguesía del siglo XIX mantuvieron sólo algunas de sus posiciones; primero, por supuesto, el control político del presupuesto estatal; luego algunos sectores agropecuarios aliados con el capital extranjero. Pusieron también en marcha algunas empresas mixtas con la ayuda del estado como la Compañía Administradora del Guano y la Compañía Recaudadora de Impuestos.

 

A consecuencia de este proceso se produjo una tecnificación en los sectores exportadores y un crecimiento de las respectivas producciones; pero el margen de beneficios y reinversiones para el país fue mínimo. Por otra parte, esta nueva dominación económica no resolvió, sino que agravó los problemas sociales y políticos del Perú. Durante ese período se produjeron numerosas rebeliones campesinas y huelgas obreras, mientras se radicalizaban las clases medias urbanas.

 

Las antiguas clases dirigentes se consideraron satisfechas por todo ese proceso y pensaron que era suficiente completarlo con un aparato político que reunía, al mismo tiempo, técnicas burocráticas modernizantes con objetivos y esquemas políticos conservadores. Los dos grupos de presión de la elite criolla (demócratas y civilistas) se unieron para crear, durante 25 años, una república aristocrática, preocupada al mismo tiempo de mejorar sus servicios de información estadística y de cerrar el paso a cualquier participación popular.

 

La primera guerra mundial va, de un lado, a precipitar y reforzar la penetración económica extranjera y, del otro, a exigir reajustes en el orden político interno. El hecho decisivo fue el rol hegemónico que empezó a desempeñar EE.UU. a escala mundial, y más profundamente en el continente americano. En el caso peruano encontramos un indicador de su participación cada vez mayor en nuestro comercio internacional. En 1877 sólo el 7.4% de nuestras importaciones procedían de EE.UU., en 1897 habían lentamente subido a 9.1% para alcanzar el 21.5% en 1907, 29.8% en 1913, llegando al 41.6% en 1927. Pero más importante que esa participación creciente fue el poder abrumador de las empresas norteamericanas, no sólo dentro de la economía peruana, sino también en las decisiones políticas del gobierno. El Perú podría ser considerado alrededor de 1920-1930 una provincia del imperio capitalista norteamericano. En todas las décadas siguientes esa dependencia no ha hecho sino reforzarse causando, a su vez, el surgimiento de movimientos revolucionarios de liberación.

 

EE.UU. encontró durante la década 1920-1930 un firme aliado en la dictadura de Leguía, que había sustituido a la república civilista. Bajo la vigilancia norteamericana Leguía postulaba una relativa modernización del Perú, gestionada por una clase media que le fuera adicta. Su obsesión fue un ambicioso programa de obras públicas: puertos, carreteras, irrigaciones, mejoramientos urbanos. Para hacerlas no vaciló en contraer empréstitos usurarios y pactar onerosos arreglos de fronteras (Colombia, Chile).

 

Contra ese complicado edificio insurgieron los grupos intelectuales de las clases medias profesionales, deseosos de asumir el liderazgo de la naciente clase obrera, de los artesanos en vías de proletarización y de la masa indígena campesina. De entonces data la unión entre estudiantes y trabajadores, que ha sido un patrón constante en el desarrollo político del Perú contemporáneo.

 

CRISIS Y REAJUSTE DE LA DEPENDENCIA 1932-1968

 

La crisis de 1929-32 no solamente arrasó la dictadura leguiísta; junto con Leguía cayeron, históricamente, aquellos mismos que lo habían vencido. Dominarían el Perú varias décadas más, pero a la defensiva y represivamente. Sólo fueron sobrevivientes. Las clases medias urbanas y los sectores populares, desesperados por su empobrecimiento, exigían soluciones que por otra parte no podían ser ofrecidas por el antiguo civilismo, que resucitaba de su dorado destierro de 10 años, para gobernar de nuevo el Perú. Los movimientos obrero-estudiantiles de la década 1920-1930 se convirtieron en grandes partidos políticos modernos, muy diferentes en sus métodos y objetivos a los antiguos clanes. Fue el tiempo del partido comunista peruano, el Apra y la Unión Revolucionaria (versión peruana del fascismo). Todos esos partidos fueron, o quisieron ser, partidos de masas y no de elites, si bien todos utilizaron, en diverso grado y modo, el caudillaje personal. Aunque opuestos entre sí los programas de esos partidos coincidían formalmente en el planteamiento de cambios totales, fuese hacia la derecha o hacia la izquierda política.

 

La historia de los movimientos políticos modernos del Perú está por hacerse. En la medida que algunos de esos movimientos se encuentran todavía activos, resulta difícil objetivarlos científicamente. Hablar, por ejemplo, del Apra y del comunismo es hablar de historia personal contemporánea. Hasta 1945 el Apra obtuvo una clara ventaja respecto al comunismo. Seria ingenuo explicar su mayor crecimiento durante aquellos años sólo por la muerte de Mariátegui, que dejó sin líder carismático a la izquierda peruana. Aunque es evidente que sí debe tenerse en cuenta la existencia de un mayor número de comandos intermedios en el Apra que en el comunismo. La razón principal del triunfo aprista y del relativo estancamiento comunista puede también encontrarse en otras razones. En primer lugar en que el Apra eligió un camino intermedio entre el frente popular multiclasista y el partido revolucionario de clase única. Haya de la Torre percibió, muy claramente, que no habiendo en el Perú una clase obrera numerosa, cualquier partido de masas tenía que apoyarse necesariamente en las bajas clases medias urbanas y en el campesinado proletarizado de las haciendas costeñas, sobre todo de las plantaciones azucareras de la costa norte. En segundo lugar, el Apra, aunque mantuvo relaciones con otros grupos políticos filiales en América Latina, no tenia mayores compromisos con la coyuntura política internacional; tuvo, por consiguiente, una libertad de maniobras de la que no pudo gozar el partido comunista peruano, obligado moral y políticamente a compatibilizar sus objetivos con los del movimiento revolucionario mundial.

 

Frente al Apra y al comunismo la derecha peruana no tuvo otro recurso que los estados policiales y la rehabilitación del rol político de los militares. Desde 1895 todos los presidentes del Perú habían sido civiles y hasta 1931 sólo se había producido un golpe militar comandado por Benavides contra el populismo de Billinghurst. Después de Leguía y hasta 1945 uno de los tres presidentes que gobernaron fue civil, pero en la práctica el ejército recuperó el papel decisorio que había perdido desde fines del siglo XIX. Este reingreso no fue sólo de su propia iniciativa, sino solicitado e instrumentado por aquellos mismos civilistas que habían fundado un partido para excluir a los militares del poder.

 

Económicamente, el período que estudiamos significó el reforzamiento de la economía norteamericana. A mediados de la década del 30 hubo, es cierto, una ofensiva comercial japonesa y alemana que tuvo el mismo carácter que la ofensiva alemana anterior a la primera guerra mundial. Con el mismo fin: su exclusión temporaria al desatarse la segunda guerra mundial.

 

Los gobiernos conservadores de entonces, procuraron dentro de los límites que les imponía, de un lado, la dominación externa (de la que personalmente disfrutaban sus colaboradores) y, del otro, los conflictos internos, introducir algunas modernizaciones en el sistema global. El seguro social, los restaurantes populares, la legislación laboral, los programas de fomento a la agricultura alimenticia, deben ser mencionados. La obra económica del estado se concentró en las grandes obras de infraestructura (las carreteras de Benavides) y muy por excepción en la industria pesada (acero de Chimbote por Prado). Los problemas sociales básicos fueron ignorados, o tratados como problemas de seguridad policial.

 

La posguerra de 1945 produjo en el Perú lo que se ha llamado “la descongelación del mamut”, es decir la ruptura del esquema político tradicional, que había dado al Perú 25 años de continuos gobiernos dictatoriales. En toda la América Latina fueron elegidos gobiernos democrático-reformistas. El del Perú, apoyado electoralmente por el Apra, solamente duró tres años hasta 1948, debido a un nuevo golpe militar impuesto por las derechas. Se inició, entonces, un largo paréntesis de 8 años bajo la severa dictadura del general Odría. Fue la época de oro de las empresas privadas. El comercio exterior y la balanza visible de pagos mejoraron, aliviados por la demanda internacional creada por la guerra de Corea. Liberales y excesivas concesiones consolidaron el dominio del capital extranjero en el sector minero. Algunas medidas proteccionistas moderadas y una absoluta libertad para la fijación de precios en el mercado interno permitieron la instalación de una modesta industria de tipo sustitutorio. La financiación de capital, por las empresas extranjeras o nacionales, siguió recurriendo al ahorro interno, dominado por la banca particular. Fue así mismo la época del boom pesquero que prometió al Perú un auge similar al del guano. Con el mismo resultado: agotamiento de1 recurso, enriquecimiento extranjero, despilfarro interno e intervención ineficaz y tardía del estado.

 

El malestar social se acentuó, las viejas estructuras rurales fueron mantenidas en beneficio de los propietarios. El desequilibrio, cada vez mayor, entre la tierra disponible y el crecimiento demográfico determinaron el éxodo migratorio del campo a las ciudades, particularmente hacia lima, la capital del país, que comenzó a soportar una invasión popular jamás conocida en toda su historia y que aún no termina. Este proceso de urbanización ha sido definido como una ruralización de la ciudad, porque la ciudad fue incapaz de responder positivamente y dotar a sus nuevos habitantes de sus servicios usuales o primarios (aire, agua, luz, casas, distracción). Al lado de los antiguos barrios pobres, de las casas de vecindad, alojados en antiguos palacios coloniales surgió la “barriada” como un cinturón de explosiva espera.

 

El estado peruano reaccionó limitadamente ante estas conflictivas situaciones. Las unidades vecinales iniciadas por el gobierno de Bustamante (1945-48) recibieron un débil desarrollo en los años siguientes. No hubo limitación alguna para los alquileres de casas-­habitación, ni se impidió las ganancias excesivas de los especuladores de terrenos. Grandes fortunas fueron obtenidas por los dueños de antiguos campos agrícolas y por los concesionarios de arenales improductivos que circundaban la capital, que convirtieron sus terrenos en zonas urbanizadas para la construcción de casas y edificios residenciales.

 

Mayor impulso recibió, en cambio, la educación. Diferentes encuestas habían probado que los sectores medios y populares estimaban la educación como el más valioso de los servicios colectivos que debía darles el estado. No es difícil decir las razones de esta preferencia. Los empleados y obreros sin conciencia revolucionaria de clase, se resignaban a su propia suerte, pero apostaban al futuro en sus hijos. Las escuelas, como factores de movilidad social, eran la puerta trasera de escape del viejo edificio social peruano. Aquellos hombres querían para sus hijos una educación que les ahorrara su propio destino, para que no fueran obreros ni empleados de baja categoría. Era en definitiva una vida de transferencia y procuración. El estado accedió. Desde 1945 a 1950 se inició la “democratización” de la educación superior. La universidad, arcaica institución de la aristocracia, “abrió sus puertas al pueblo”. Y el gobierno de Odría se empeñó en la instalación de grandes unidades escolares, diseminadas por toda la ciudad. Los años siguientes demostraron la falacia de esta solución.

 

De 1956 a 1968 aumentaron los factores de ruptura, insatisfacción y conflicto. El Apra siguió dominando el escenario político, pero perdió irremediablemente a las juventudes universitarias y a las clases medias profesionales más radicalizadas. Su apoyo a Manuel Prado (1956-1960), prominente banquero y miembro de una poderosa familia conservadora, así como sus posteriores pactos con el general Odría, quien había sido su más encarnizado persecusor, fueron denunciados como una desviación derechista del viejo partido reformista, por más que sus máximos líderes presentaran esas concesiones como manipulaciones de táctica política.

 

La crisis interna del Apra y su corresponsabilidad en los gobiernos ocurridos entre 1956 y 1968 ocasionaron tres series de fenómenos correlativos. En primer término abrieron paso a movimientos nuevos de extrema izquierda, entusiasmados por el ejemplo revolucionario cubano encabezado por hombres como Fidel Castro y el Che Guevara. El partido comunista peruano (línea moscovita) perdió el liderazgo monopólico que había ejercido en la izquierda peruana. Antiguos líderes juveniles del Apra formaron agrupaciones mucho más radicales de tendencia trotskista, pequinesa, castrista o maoísta. A pesar de sus profundas diferencias todos ellos coincidían en exigir una revolución “ahora y aquí”, por la vía de la lucha armada. Fue el tiempo de las guerrillas, un tiempo heroico y desesperado que vino a terminar en una gran frustración. Las guerrillas fueron derrotadas por el ejército regular readiestrado en la guerra no convencional y que pudo triunfar solamente porque las grandes masas campesinas y obreras no se identificaron con los nuevos líderes revolucionarios. Como en la época de la independencia de 1821 fallaba el sistema de comunicación con las masas, y la historia volvió a repetirse.

 

Frente a la izquierda revolucionaria y juvenil se enfrentó el reformismo moderado de las clases medias, que habían encontrado en el gobierno de Fernando Belaúnde Terry un líder y una alternativa entre el Apra y la derecha de un lado, y, del otro, la revolución pura y simple. Belaúnde y su clase media fracasaron. Creyeron que era suficiente emprender grandes obras públicas, sin advertir el alto costo económico del endeudamiento exterior y la inflación interna. Sin reparar, tampoco, en que los sectores populares exigían medidas mucho más radicales. Por otra parte Belaúnde no pudo ni quiso enfrentar al poder internacional, simbolizado en la compañía petrolera International Petroleum Company, ni tampoco al poder interior, representado por los grandes terratenientes. Cuando cayó en la madrugada del 3 de octubre de 1968, derrumbado sin gloria por un golpe militar encabezado por el general Juan Velasco Alvarado, todos entendieron que con Belaúnde la clase media y el sistema demoliberal habían, tal vez, perdido su última oportunidad histórica. Belaúnde lo tuvo todo (pueblo, ejército, iglesia, préstamos, simpatía internacional) y todo lo desaprovechó.

 

EL GIRO MILITAR DE 1968

 

El golpe militar peruano del 3 de octubre de 1968 encabezado por el general Juan Velasco Alvarado no constituyó una revolución socialista; solamente se invocó el nombre de esa revolución para evitarla. Esta ambigüedad desconcertó a muchos observadores peruanos y extranjeros, como antes había ocurrido con el naserismo egipcio. Velasco Alvarado parecía ser al principio el jefe de un “cuartelazo” como el del general Pérez Godoy en 1961, destinado a impedir que el Apra alcanzara electoralmente el poder. Sin duda que el antiaprismo fue una de las motivaciones de 1968. Desde 1932 no faltaron militares peruanos que influenciados ideológicamente por el diario “El Comercio” hicieron girar la historia del Perú alrededor de la matanza de sus oficiales en un cuartel de Trujillo. El antiaprismo ha sido durante todo ese tiempo, un componente en la educación de los cadetes de las escuelas militares y constituyó el principal factor de cohesión dentro de las fuerzas armadas. Sobraban pues las razones para pensar que el golpe de 1968 era uno más de esa tradición antiaprista. Sin embargo, muy pronto fue evidente que el ejército peruano, sin olvidar su enemistad con el Apra, perseguía además otros objetivos. La nacionalización del petróleo y la reforma agraria fueron exhibidos por el gobierno militar peruano como pruebas de una política contra la dominación interna y la dependencia externa. La oligarquía nacional y las empresas capitalistas transnacionales fueron definidas como los “enemigos del régimen”.

 

Con su falta de imaginación característica la pobre y boba derecha peruana (los calificativos son de José de la Riva Agüero) ha tomado demasiado en serio y al pie de la letra esas declaraciones y acusa al gobierno militar de estar conduciendo al Perú hacia el comunismo. El mismo error han venido cometiendo algunos sectores del capitalismo mundial, sobre todo en los Estados Unidos de Norteamérica, aunque otros países capitalistas ayudaron financieramente al régimen peruano. También, por último, dijeron creerlo algunos izquierdistas peruanos y extranjeros, entusiasmados por la amistad que Allende y Castro demuestran al Perú de Velasco Alvarado. En su caso puede haber además una táctica de penetración “para tomar posiciones y radicalizar el régimen”, equivocación que no compartimos pero a la cual tienen todo su derecho. ¿Comunista el ejército peruano? ¿Comunista la revolución peruana? Todo lo contrario. Desde un comienzo los militares peruanos han soñado como los coroneles griegos en ser una tercera vía diferente al capitalismo y comunismo. No hace mucho (19 de julio de 1969) el general Montagne, primer ministro del gobierno peruano, declaró en Buenos Aires, a propósito de la reforma agraria: “No hay ley más anticomunista que la ley de la Reforma Agraria puesto que es una contención al avance del comunismo y servirá para desmentir las afirmaciones de aquellos que tildan de extremistas al gobierno revolucionario”. Mientras en Lima, por las mismas fechas el ministro de Economía general Francisco Morales Bermúdez explicaba los alcances “desarrollistas” de esa misma ley diciendo: “El proceso de Reforma Agraria tiene como fin procurar una mayor capacidad de consumo y por ende influir vitalmente en el desarrollo industrial. Hay pues una vinculación entre ambos procesos”.

 

En otras palabras, la revolución militar peruana es por confesión propia de sus autores una acción preventiva contra el comunismo. Nadie lo sabe mejor que los propios militares peruanos y ningún grupo político lo ha visto con mayor lucidez que la línea Mao de la izquierda peruana. Pero así como el proceso iniciado en 1968 no puede ser definido lisamente como antiaprismo, del mismo modo tampoco puede ser definido exclusivamente como anticomunista. Este es uno de sus ingredientes esenciales pero no el único. Hay también un vector mesiánico. Los militares peruanos, al igual que muchos otros en nuestro país, están emocionalmente capturados por el centenario de la guerra de 1879. Es verdad que no piensan en una revancha pero tampoco quieren incurrir en un descuido profesional del que se les pudiera acusar mañana. Saben muy bien, según lo ha dicho el general Mercado Jarrín, que un ejército no puede garantizar ninguna acción preventiva y disuasiva respecto a sus vecinos si no cuenta con el apoyo interno de su población civil. El ejército peruano tiene por consiguiente la necesidad profesional de reacreditar su imagen nacional y mejorar sus relaciones políticas con el pueblo peruano. La revolución de octubre de 1968 bien puede por eso haber sido pensada en función de 1879.

 

El ejército peruano comprende que para ser una alternativa válida y excluir del juego político futuro tanto al Apra como al comunismo debe combinar: 1º) medidas populares distribucionistas, a corto y mediano plazo; 2º) planes coyunturales a largo plazo que le garanticen el desarrollo del país. Se encuentra así en los cuernos de un dilema: a) si adopta medidas populares ocasionará resistencias y desconfianzas entre los empresarios y no podrá contar con ellos para sus planes de desarrollo; b) si por el contrario juega la carta empresarial clásica y solamente persigue fines desarrollistas, el régimen se volverá cada vez más impopular. Durante un tiempo la inflación, el crédito y otras magias presupuestales, demorarán la definición de este dilema; pero llegará un momento en que se planteará desnudamente o el populismo no desarrollista o bien el desarrollo antipopular. Cuando así lo comprendan los militares peruanos puede ser ya muy tarde. Tendrán que elegir la segunda vía, puesto que la primera es un sin sentido, carente de toda estructuración propia y de todo porvenir. Desde luego que cabría una solución: radicalizar el proceso peruano hacia el socialismo auténtico, pero ésta solución –lo hemos dicho– parece estar excluida.

 

Estas imprecisiones teóricas pueden conducir al ejército, y junto con él a todos nosotros, a situaciones extremas de disgregación y violencia. El ejército peruano ha olvidado que el  apetito se despierta comiendo, y lo quiera o no está contrayendo un compromiso muy profundo con las masas populares: ¿Cuándo y cómo podrá cumplirlo? ¿Qué ocurrirá si no lo hace?


[1] Tomado del libro: Visión histórica del Perú. Pablo Macera, Julio 1972.