domingo, 4 de mayo de 2008

Sobre el Perú: La República Peruana y sus desventuras




MODULO SOBRE EL PERÚ (Buscando una República Chola)

Cuarta Sesión: La Republica Peruana y sus desventuras

GUÍA DEL PARTICIPANTE

I. PRESENTACIÓN Y OBJETIVOS:

Hablar de la promesa de la vida peruana pareciera un ejercicio retórico, tanto como hablar de la República, algo así como “un saludo a la bandera”. La idea de una verdadera república en el Perú ni sale del aire ni es un invento de pensadores o historiadores: el Perú tiene densidad histórica, y los intentos de mucha gente por construir una vida republicana, contribuyen a esa densidad. Y hoy tenemos las condiciones para coronar con éxito esos intentos. Pero eso pasa por darles efectividad política.

El objetivo de esta sesión es reflexionar es ofrecer una visión histórica del Perú y revisar las paradojas del poder en el Perú. En concreto se revisa los alcances de la época prehispánica y del virreinato, para recalar en la idea fundación de la República, y luego se pasa a revisar la concreción histórica de esa promesa de vida peruana, para llegar a verificar que hoy subsisten los problemas de integración cultural (hay exclusión social y política) y de cohesión social (hay serios problemas de pobreza y deterioro de la calidad de vida).

II. INSUMOS

- Lectura 4.1: GONZALEZ PRADA, Manuel. Discurso en el Politeama.

- Lectura 4.2: MACERA, Pablo. Visión histórica del Perú.

- Lectura 4.3: BASADRE, Jorge. La promesa de la vida peruana.

- Lectura 4.4: LERNER, Salomón. Discurso de Presentación del Informe Final de la CVR.

III. REFLEXIONES

Se les pide reflexionar sobre las siguientes preguntas:

ü ¿Qué sensación personal les ha dejado la lectura del texto de González Prada?

ü ¿Qué sensación personal les ha dejado la lectura del texto de Macera?

ü ¿Qué opinas de la propuesta de Macera de dividir la historia de los pueblos peruanos en dos grandes etapas: la autonomía y la dependencia?

ü ¿Qué sensación personal les ha dejado la lectura del texto de Basadre?

ü ¿Qué es una república y cuál es la relación entre la república y los ciudadanos?

ü ¿Cuál es la promesa incumplida? ¿Por qué no se cumplió la promesa republicana? ¿Sigue siendo vigente la idea de república propuesta por Basadre?

ü ¿Qué hacer con la república peruana? ¿Refundarla? ¿Fundar una nueva república? ¿Mantenerla como está?

ü ¿Qué sensación personal les ha dejado la lectura del discurso de la Comisión de la Verdad y cuál es la problemática que plantea el discurso?


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Cuarta Sesión: La Republica Peruana y sus desventuras

LECTURA 4.1

DISCURSO EN EL POLITEAMA[1]

Señores:

I

Los que pisan el umbral de la vida se juntan hoy para dar una lección a los que se acercan a las puertas del sepulcro. La fiesta que presenciamos tiene mucho de patriotismo i algo de ironía: el niño quiere rescatar con el oro lo que el hombre no supo defender con el hierro.

Los viejos deben temblar ante los niños, porque la generación que se levanta es siempre acusadora i juez de la generación que desciende. De aquí, de estos grupos alegres i bulliciosos, saldrá el pensador austero i taciturno; de aquí, el poeta que fulmine las estrofas de acero retemplado; de aquí, el historiador que marque la frente del culpable con un sello de indeleble ignominia.

Niños, sed hombres, madrugad a la vida, porque ninguna generación recibió herencia más triste, porque ninguna tuvo deberes más sagrados que cumplir, errores más graves que remediar ni venganzas más justas que satisfacer.

En la orgía de la época independiente, vuestros antepasados bebieron el vino generoso i dejaron las heces. Siendo superiores a vuestros padres, tendréis derecho para escribir el bochornoso epitafio de una generación que se va, manchada con la guerra civil de medio siglo, con la quiebra fraudulenta i con la mutilación del territorio nacional.

Si en estos momentos fuera oportuno recordar vergüenzas i renovar dolores, no acusaríamos a unos ni disculparíamos a otros. ¿Quién puede arrojar la primera piedra?

La mano brutal de Chile despedazó nuestra carne i machacó nuestros huesos; pero los verdaderos vencedores, las armas del enemigo, fueron nuestra ignorancia i nuestro espíritu de servidumbre.

II

Sin especialistas, o más bien dicho, con aficionados que presumían de omniscientes, vivimos de ensayo en ensayo: ensayos de aficionados en Diplomacia, ensayos de aficionados en Economía Política, ensayos de aficionados en Legislación i hasta ensayos de aficionados en Tácticas i Estrategias. El Perú fue cuerpo vivo, expuesto sobre el mármol de un anfiteatro, para sufrir las amputaciones de cirujanos que tenían ojos con cataratas seniles i manos con temblores de paralítico. Vimos al abogado dirigir la hacienda pública, al médico emprender obras de ingeniatura, al teólogo fantasear sobre política interior, al marino decretar en administración de justicia, al comerciante mandar cuerpos de ejército...¡Cuánto no vimos en esa fermentación tumultuosa de todas las mediocridades, en esas vertiginosas apariciones i desapariciones de figuras sin consistencia de hombre, en ese continuo cambio de papeles, en esa Babel, en fin, donde la ignorancia vanidosa i vocinglera se sobrepuso siempre al saber humilde i silencioso!

Con las muchedumbres libres aunque indisciplinadas de la Revolución, Francia marchó a la victoria; con los ejércitos de indios disciplinados i sin libertad, el Perú irá siempre a la derrota. Si del indio hicimos un siervo ¿qué patria defenderá? Como el siervo de la Edad media, sólo combatirá por el señor feudal.

III

Aunque sea duro i hasta cruel repetirlo aquí, no imaginéis, señores, que el espíritu de servidumbre sea peculiar a sólo el indio de la puna: también los mestizos de la Costa recordamos tener en nuestras venas sangre de los súbditos de Felipe II mezclada con sangre de los súbditos de Huayna-Capac. Nuestra columna vertebral tiende a inclinarse.

La nobleza española dejó su descendencia degenerada i despilfarradora: el vencedor de la Independencia legó su prole de militares i oficinistas. A sembrar el trigo i extraer el metal, la juventud de la generación pasada prefirió atrofiar el cerebro en las cuadras de los cuarteles i apergaminar la piel en las oficinas del Estado. Los hombres aptos para las rudas labores del campo i de la mina, buscaron el manjar caído del festín de los gobiernos, ejercieron una insaciable succión en los jugos del erario nacional i sobrepusieron el caudillo que daba el pan i los honores a la patria que exigía el oro i los sacrificios. Por eso, aunque siempre existieron en el Perú liberales i conservadores, nunca hubo un verdadero partido liberal ni un verdadero partido conservador, sino tres grandes divisiones: los gobiernistas, los conspiradores i los indiferentes por egoísmo, imbecilidad o desengaño. Por eso, en el momento supremo de la lucha, no fuimos contra el enemigo un coloso de bronce, sino una agrupación de limaduras de plomo; no una patria unida i fuerte, sino una serie de individuos atraídos por el interés particular y repelidos entre sí por el espíritu de bandería. Por eso, cuando el más oscuro soldado del ejército invasor no tenía en sus labios más nombre que Chile, nosotros, desde el primer general hasta el último recluta, repetíamos el nombre de un caudillo, éramos siervos de la edad media que invocábamos al señor feudal.

Indios de punas i serranías, mestizos de la costa, todos fuimos ignorantes i siervos; i no vencimos ni podíamos vencer.

IV

Si la ignorancia de los gobernantes i la servidumbre de los gobernados fueron nuestros vencedores, acudamos a la Ciencia, ese redentor que nos enseña a suavizar la tiranía de la Naturaleza, adoremos la Libertad, esa madre engendradora de hombres fuertes.

No hablo, señores, de la ciencia momificada que va reduciéndose a polvo en nuestras universidades retrógradas: hablo de la Ciencia robustecida con la sangre del siglo, de la Ciencia con ideas de radio gigantesco, de la Ciencia que trasciende a juventud i sabe a miel de panales griegos, de la Ciencia positiva que en sólo un siglo de aplicaciones industriales produjo más bienes a la Humanidad que milenios enteros de Teología i Metafísica.

Hablo, señores, de la libertad para todos, i principalmente para los más desvalidos. No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos i extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico i los Andes; la nación está formada por las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera. Trescientos años ha que el indio rastrea en las capas inferiores de la civilización, siendo un híbrido con los vicios del bárbaro i sin las virtudes del europeo: enseñadle siquiera a leer i escribir, i veréis si en un cuarto de siglo se levanta o no a la dignidad de hombre. A vosotros, maestros de escuela, toca galvanizar una raza que se adormece bajo la tiranía del juez de paz, del gobernador i del cura, esa trinidad embrutecedora del indio.

Cuando tengamos pueblo sin espíritu de servidumbre, i militares i políticos a la altura del siglo, recuperaremos Arica i Tacna, i entonces i sólo entonces marcharemos sobre Iquique i Tarapacá, daremos el golpe decisivo, primero i último.

Para ese gran día, que al fin llegará porque el porvenir nos debe una victoria, fiemos sólo en la luz de nuestro cerebro i en la fuerza de nuestros brazos. Pasaron los tiempos en que únicamente el valor decidía de los combates: hoy la guerra es un, problema, la Ciencia resuelve la ecuación. Abandonemos el romanticismo internacional i la fe en los auxilios sobrehumanos: la Tierra escarnece a los vencidos, i el Cielo no tiene rayos para el verdugo.

En esta obra de reconstitución i venganza no contemos con los hombres del pasado: los troncos añosos i carcomidos produjeron ya sus flores de aroma deletéreo i sus frutas de sabor amargo. ¡Que vengan árboles nuevos a dar flores nuevas i frutas nuevas! ¡Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra!

V

¿Por qué desesperar? No hemos venido aquí para derramar lágrimas sobre las ruinas de una segunda Jerusalén, sino a fortalecernos con la esperanza. Dejemos a Boabdil llorar como mujer, nosotros esperemos como hombres.

Nunca menos que ahora conviene el abatimiento del ánimo cobarde ni las quejas del pecho sin virilidad: hoy que Tacna rompe su silencio i nos envía el recuerdo del hermano cautivo al hermano libre, elevémonos unas cuantas pulgadas sobre el fango de las ambiciones personales, i a las palabras de amor i esperanza respondamos con palabras de aliento i fraternidad.

¿Por qué desalentarse? Nuestro clima, nuestro suelo ¿son acaso los últimos del Universo? En la tierra no hay oro para adquirir las riquezas que debe producir una sola Primavera del Perú. ¿Acaso nuestro cerebro tiene la forma rudimentaria de los cerebros hotentotes, o nuestra carne fue amasada con el barro de Sodoma? Nuestros pueblos de la sierra son hombres amodorrados, no estatuas petrificadas.

No carece nuestra raza de electricidad en los nervios ni de fósforo en el cerebro; nos falta, sí, consistencia en el músculo i hierro en la sangre. Anémicos i nerviosos, no sabemos amar ni odiar con firmeza. Versátiles en política, amamos hoy a un caudillo hasta sacrificar nuestros derechos en aras de la dictadura; i le odiamos mañana hasta derribarle i hundirle bajo un aluvión de lodo y sangre. Sin paciencia de aguardar el bien, exigimos improvisar lo que es obra de la incubación tardía, queremos que un hombre repare en un día las faltas de cuatro generaciones. La historia de muchos gobiernos del Perú cabe en tres palabras: imbecilidad en acción; pero la vida toda del pueblo se resume en otras tres: versatilidad en movimiento.

Si somos versátiles en amor, no lo somos menos en odio: el puñal está penetrando en nuestras entrañas i ya perdonamos al asesino. Alguien ha talado nuestros campos i quemado nuestras ciudades i mutilado nuestro territorio i asaltado nuestras riquezas convertido el país entero en ruinas de un cementerio; pues bien, señores, ese alguien a quien jurábamos rencor eterno i venganza implacable, empieza a ser contado en el número de nuestros amigos, no es aborrecido por nosotros con todo el fuego de la sangre, con toda la cólera del corazón.

Ya que hipocresía i mentira forman los polos de la Diplomacia, dejemos a los gobiernos mentir hipócritamente jurándose amistad i olvido. Nosotros, hombres libres reunidos aquí para escuchar palabras de lealtad i franqueza, nosotros que no tememos explicaciones ni respetamos susceptibilidades, nosotros levantemos la voz para enderezar el esqueleto de estas muchedumbres encorvadas, hagamos por oxigenar esta atmósfera viciada con la respiración de tantos organismos infectos, i lancemos una chispa que inflame en el corazón del pueblo el fuego para amar con firmeza todo lo que se debe amar, i para odiar con firmeza también todo lo que se debe odiar.

¡Ojalá, señores, la lección dada hoy por los Colegios libres de Lima halle ejemplo en los más humildes caseríos de la República! ¡Ojalá todas las frases repetidas en fiestas semejantes no sean melifluas alocuciones destinadas a morir entre las paredes de un teatro, sino rudos martillazos que retumben por todos los ámbitos del país! ¡Ojalá cada una de mis palabras se convierta en trueno que repercuta en el corazón de todos los peruanos i despierte los dos sentimientos capaces de regenerarnos i salvarnos: el amor a la patria i el odio a Chile! Coloquemos nuestra mano sobre el pecho, el corazón nos dirá si debemos aborrecerle...

Si el odio injusto pierde a los individuos, el odio justo salva siempre a las naciones. Por el odio a Prusia, hoy Francia es poderosa como nunca. Cuando París vencido se agita, Berlín vencedor se pone de pie. Todos los días, a cada momento, admiramos las proezas de los hombres que triunfaron en las llanuras de Maratón o se hicieron matar en los desfiladeros de las Termópilas; i bien, "la grandeza moral de los antiguos helenos consistía en el amor constante a sus amigos i en el odio inmutable a sus enemigos. No fomentemos, pues, en nosotros mismos los sentimientos anodinos del guardador de serrallos, sino las pasiones formidables del hombre nacido para engendrar a los futuros vengadores. No diga el mundo que el recuerdo de la injuria se borró de nuestra memoria antes que desapareciera de nuestras espaldas la roncha levantada por el látigo chileno.

Verdad, hoy nada podemos, somos impotentes; pero aticemos el rencor, revolvámonos en nuestro despecho como la fiera se revuelca en las espinas; i si no tenemos garras para desgarrar ni dientes para morder ¡que siquiera los mal apagados rugidos de nuestra cólera viril vayan de cuando en cuando a turbar el sueño del orgulloso vencedor!


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Cuarta Sesión: La Republica Peruana y sus desventuras

LECTURA 4.2

VISION HISTORICA DEL PERÚ[2]

SINTESIS HISTORICA DE LOS PUEBLOS PERUANOS

En vez de una sola y unitaria historia del Perú quizás convenga hablar de las diferentes historias ocurridas en el territorio que desde hace pocos años –a partir del siglo XVI– se ha empezado a llamar PERU. Como el de Alemania o Italia, el período “nacional” de la historia del Perú comenzó tardíamente, a principios del siglo XIX, después de la ruptura política con España (1821-1824). Aún hoy el estado peruano es una organización multinacional con relaciones internas de dependencia y discriminación étnica; menos parecido a la Francia nacional moderna que al imperio Austro-Húngaro o a los países africanos recién descolonizados. El esfuerzo separado, pero convergente, de waris, incas, españoles y criollos, y hasta la propia penetración capitalista modernizadora, no han bastado para homogenizar los muchos procesos que desde antes de la invasión europea del siglo XVI habían constituido sus propios territorios de operación histórica, dentro de la futura geografía republicana que habría de querer asumirlos.

Esta hipótesis acerca de la multivalencia del concepto y de la realidad Perú es analítica y descriptiva; no arriesga ningún pronóstico contra la realización de una nación peruana en el futuro inmediato; lo que es más, postula a esa realización como objetivo histórico probable y positivo; pero se opone a la ideología ultranacional criolla elaborada a principios del siglo XIX y que sostiene la existencia de un Perú permanente; es decir una entidad histórica de larga duración, idéntica a sí misma desde hace miles de años (del precerámico a Bolívar y Belaúnde o Velasco); entidad que sería el actor responsable de todos y cada uno de los procesos históricos gestionados por las diferentes sociedades que han ocupado un mismo territorio. Creer en ese Perú metafísico y trascendental es pensar la historia en términos religiosos. El Perú sería un dios secularizado que se comporta como un principio dinámico personal que por intermedio de “causas segundas” (diversos pueblos “peruanos”) se expresa y realiza en manifestaciones (diversas épocas igualmente “peruanas”), que sin embargo no alteran su propia sustancia. Es también identificar al Perú con la creación sumerio-católica, trasfiriéndole sus reglas de juego para asegurar la validez de un progreso indefinido en el que cada época es un mejoramiento de la anterior.

La interpretación que proponemos no desconoce la interrelación ocurrida entre algunos de los procesos históricos que plantean al Perú como problema y posibilidad (Basadre). Mencionaremos algunas situaciones típicas para evaluar sus alcances. En primer término, el aprovechamiento de diversos pisos ecológicos verticales. Sugerida por Paz Soldán en el siglo XIX y después por otros (Troll, Pulgar Vidal) esta tesis obtuvo una formulación más acusada con los trabajos del antropólogo John V. Murra. Pero ese control vertical fue en los Andes menos general de lo que algunos suponen. Por lo pronto, solamente se ha mostrado su vigencia histórica en escasos lugares (Puno, Moquegua, Huánuco) y para épocas tardías, hasta donde por ahora profundiza el dato etnohistórico. No parece haber tenido aplicación entre los costeños, donde, de haber operado, sólo implicó intercambios con la zona chaupi-yunga, nicho ecológico de transición y encuentro con la quechua. Tampoco hay evidencias de que el modelo Lupaka al extremo sur, que relaciona la puna con la yunga marítima, haya sido practicado más al norte de Arequipa. Al respecto no olvidemos que la costa sur hasta mas allá de Tacna y las actuales fronteras con Chile, fue una zona excepcional de retraso donde la agricultura y la cerámica llegaron muy tarde y desde las tierras altas.

Tales vacíos o depresiones culturales no ocurrieron por el contrario en otras secciones de la costa. Más extendido pudo ser, es cierto, el modelo Huánuco caracterizado por la mayor proximidad de las ecologías implicadas; pero esa misma proximidad limitó su acción cohesiva interregional. En otras palabras, el control vertical (salvo en el caso de Lupaka) parece principalmente referido a zonas de contacto o aproximación.

Allí donde no funcionó el control vertical sin duda que se produjeron intercambios culturales y económicos entre sociedades de ecologías diferenciadas, aunque cada una de ellas mantuviera eventualmente su autonomía. De este modo se constituyeron lo que Wendell Bennet ha llamado áreas cotradicionales andinas. Fuera de estas interrelaciones hubo otras que asumieron el carácter de unificaciones administrativas (waris, incas), que instrumentaron, políticamente, un fondo común de patrones de comportamiento colectivo. En ningún caso, sin embargo, queda supuesta y demostrada la existencia de una nación peruana donde estarían incluidos desde los pueblos neolíticos hasta las sociedades alienadas de los siglos XVI al XX.

Por otro lado, hay suficiente evidencia acerca del desarrollo de procesos autónomos y de fenómenos de discontinuidad y ruptura, que no son propios y exclusivos del caso Perú, sino que pueden ser encontrados en otros lugares y tiempos de la historia universal del hombre, aunque, muy a menudo, sean puestos de lado por los historiadores profesionales, que se especializan en el estudio de los fenómenos de la continuidad y “traditio” históricas.

Alguna vez se ha querido explicar esa discontinuidad y confundir el pluralismo, relacionándolos con la geografía “hostil y agresiva” de los Andes suramericanos. Ese determinismo, aunque insuficiente, es una primera aproximación. La geografía andina no es sólo un espacio de la acción histórica, sino también un factor contrario y excluyente de la acción humana. Es la geografía dramática del aluvión o huayco, las inundaciones, los arenales y terremotos que combaten la presencia humana. Aquí, en los Andes, las cosas son siempre de duración incierta. Pueden durar eternamente o durar un día y durar demasiado. Nunca nadie ha estado seguro de nada. La grandeza del indio antiguo consistió en que sabiendo esta precariedad supo vivir como si la ignorase; volviendo porfiadamente a construir en los mismos lugares de donde la naturaleza lo expulsaba.

La misma inseguridad producida por el condicionamiento geográfico, podría, sin embargo, haber favorecido solidaridades históricas permanentes a partir de los intercambios mencionados en un párrafo anterior. Si no ocurrieron en los Andes centrales fue porque tales complementaciones se dieron desde muy temprano dentro de los cuadros de dominación interna y de las expansiones religiosas (Chavín) y militaristas (Wari, incas). Pero sobre todo, además, porque la violenta irrupción en América de la civilización occidental europea impidió, por largo tiempo, un sistema igualitario de comunicaciones sociales.

A pesar de lo dicho, es científicamente válido ordenar estos diversos desarrollos, estas múltiples discontinuidades e interrelaciones, en una seriación cronológica; sin que esa cronología se identifique, necesariamente, con un esquema evolutivo de tipo progresista. Con ese fin hemos utilizado las sugerencias de otros autores y adaptado como criterio organizador la naturaleza de las relaciones de poder político y económico, en la medida que suponemos que esos factores han sido decisivos para la conformación general de las respectivas sociedades. Por esta razón distinguimos dos grandes épocas: Autonomía (± 20,000 años a.C. hasta el siglo XVI d.C.) y Dependencia (siglos XVI al XX). La

diferencia entre ambas se basa en que ninguna de las expansiones y grandes imperios andinos, anteriores a la conquista europea, significaron dominaciones externas y ultramarinas. Tampoco implicaron la derogación total de los universos socio-culturales dominados. Ni era excesiva la distancia tecnológica dentro de los sistemas de dependencia. Todo lo contrario ocurrió a partir del siglo XVI al ser incorporada la zona andina a una historia universal controlada por las sociedades europeas.


I. AUTONOMIA (± 20,000 años a.C. Siglo XVI d.C.)

1. Las primeras sociedades preclasistas (recolectores, cazadores, pescadores).

2. Los primeros horticultores y pastores.

3. Los formativos andinos. La experimentación tecnológica. Las altas culturas. Comienzos de la diferenciación clasista. Pacobamba, Ecuador y el Perú. El horizonte Chavín.

4. Las primeras diversificaciones regionales. Sociedades clasistas desarrolladas. Guerras de conquista. Maestría artesanal y estancamiento tecnológico.

5. El horizonte medio. La expansión wari. Proceso de urbanización.

6. La segunda diversificación. Los señoríos regionales.

7. El horizonte tardío y la expansión imperial Inca.

II. DEPENDENCIA (siglos XVI - XX)

1. La invasión española y la expansión del capitalismo mercantilista europeo.

2. Consolidación y estancamiento de la sociedad colonial en el siglo XVII.

3. Crisis de la sociedad colonial del siglo XVIII. Los movimientos de liberación nacional. La descolonización aparente.

4. La primera independencia política y la primera república (hasta mediados del siglo XIX). La segunda apertura del Perú a los mercados mundiales. El imperialismo informal inglés.

5. Economía de exportación y desarrollo frustrado (guano y salitre). La guerra del Pacifico de 1879 y sus consecuencias.

6. Crisis y reajuste de la dependencia 1932-1968.

7. Reformismo militar y capitalismo de estado. Desarrollo dentro de la dependencia limitada 1968.


(…)

II. LA DEPENDENCIA

Con el descubrimiento de América y las subsecuentes colonizaciones europeas (España, Inglaterra, Francia, Holanda, Portugal), se inician los primeros imperios de ultramar en la historia humana. Ninguno de los antiguos imperios podía ser comparable a esta nueva experiencia, no sólo por la respectiva escala territorial y demográfica, sino también por los muy diferentes sistemas de comunicación, gobierno y transporte, determinados por las respectivas relaciones geográficas entre las metrópolis y sus espacios imperiales. En la antigüedad todos los grandes imperios habían sido continentales (Egipto, Roma, Persia, China, Inca, etc.), resultados de una expansión geográfica continua, a partir del centro político-militar expansivo. O que a lo más, como en el caso de Grecia o Fenicia, habían exigido un mínimo desplazamiento marítimo. Las expansiones de árabes, mongoles y turcos, entre los siglos VIII-XV, se habían realizado siguiendo patrones similares.

Los imperios de ultramar tuvieron que resolver difíciles exigencias administrativas. No era posible gobernar los nuevos territorios anexados valiéndose exclusivamente de un personal burocrático sujeto a renovación periódica, ni tampoco emplear el recurso coercitivo de un poderoso ejército central que eventualmente pudiera, en breve plazo, trasladarse a las provincias conquistadas para apoyar a las guarniciones permanentes. La distancia entre América y Europa y la duración de los largos trayectos prohibían tales soluciones. Había, en su reemplazo, que montar un nuevo mundo administrativo en los propios lugares de conquista; un nuevo mundo que pudiera movilizarse con relativa autonomía burocrática, según las reglas dictadas por la metrópoli para su exclusivo beneficio. Había que crear las colonias, es decir una estructura socio-política cuyo vértice debía ser ocupado por pequeños núcleos demográficos de europeos y descendientes suyos, gobernando a las poblaciones conquistadas. Este expediente podía ser simplificado cuando el espacio de la conquista, por efecto de la guerra y otras causas, terminaba siendo un espacio demográficamente vacío, como ocurrió en la América del norte, algunas islas del Caribe y en ciertos sectores de la selva amazónica y en la pampa argentina.

Este sistema colonial planteó, desde un principio, específicos problemas al grado y naturaleza de las trasferencias tecnológicas culturales que su realización exigía. ¿Debía el “Nuevo Mundo” reproducir íntegramente el “Viejo Mundo”? ¿Podían acaso las colonias igualar a sus metrópolis? ¿Qué tipo de diferencias escalonadas resultaban indispensables para mantener la relación asimétrica de dominación? Las respuestas fueron esencialmente las mismas, con variantes menores: el nuevo mundo imperial debía estar sujeto a un desarrollo mediatizado a fin de preservar su dependencia. Desde un principio, por consiguiente, en la estructura de base de la expansión europea, estaban asociados el subdesarrollo y la dependencia. Por esta razón la Europa capitalista moderna de los siglos XVI-XVIII no incorporó efectivamente a la América a sus propios tiempos modernos. Las relaciones sociales y la tecnología que nos fueron trasferidas, no fueron las mismas que ya se conocían en Europa. La historia de la colonia peruana, como la historia de los demás países del continente, fue una historia rearcaizada en que podían encontrarse situaciones y normas que correspondían a épocas ya superadas en el occidente europeo. América conoció la esclavitud hasta el siglo XIX, cuando prácticamente había casi desaparecido de Europa, desde principio de la edad media. La mano de obra servil de las minas y haciendas americanas estuvo, así mismo, sujeta a un régimen mucho más duro y arcaico que el europeo. La tecnología americana fue mantenida, por otro lado, en considerable retraso con respecto a los descubrimientos metropolitanos, salvo en el sector exportador agrominero (azúcar, plata y oro).

En el caso del imperio incaico, como en el de los mexicanos, la habilitación de este régimen colonial exigió adaptaciones diferentes a las de otras zonas de menor desarrollo relativo. En los Andes centrales los europeos encontraron un estado altamente desarrollado del tipo despótico-oriental, tradiciones culturales muy antiguas y una considerable población sedentaria dedicada a la agricultura bajo un sistema comunal. Estas realidades no podían ser ignoradas. Convenía, por el contrario, utilizarlas. El universo social andino fue, por consiguiente, parcialmente preservado; toda la historia de la sociedad interna del Perú colonial puede ser definida como la historia de las relaciones conflictivas entre aquel universo básico conquistado y la superestructura occidental que se le insertaba dominándolo. Desde luego que esa propia historia, a su vez, resultaría incomprensible si no fuera referida al contexto mundial dentro del cual operaba.

Estamos hablando, sin embargo, de un proceso de larga duración que cubrió casi 300 años (siglos XVI-XIX); mucho más que el período inca; casi lo mismo que la expansión Wari; y el doble de los que lleva el Perú como estado republicano, nominalmente independiente. No es posible estudiar toda esa época sin algunas divisiones cronológicas, que permitirán conocer su formación al singularizar sus cambios. Podríamos distinguir: la conquista, desde el desembarco de Francisco Pizarro en Tumbes hasta el fracaso de la rebelión de los encomenderos (1530-1560); la organización del régimen colonial, que terminaría con el virrey Francisco de Toledo, que la consolidó (1569-1580); el auge de 1580-1630, y que terminó con la decadencia de las minas del cerro de Potosí; el estancamiento secular del XVII; la ruptura inicial del viejo orden, asociado con el cambio dinástico español, a principios del siglo XVIII; las reformas del despotismo ilustrado, iniciadas por Carlos III y continuadas, débilmente, por su sucesor, y, por último, la crisis del antiguo régimen (1780 a 1824).

Como todas las cronologías, la descrita también sólo posee un valor indiciario, aunque incluye la mayoría de los hechos significativos relacionados con los diversos sectores de la historia colonial, desde los ritmos seculares de la demografía, hasta las expresiones más sofisticadas de las elites intelectuales urbanas.

A pesar de su corta duración (apenas unos meses iniciales de abusivas victorias) el hecho decisivo, de todo este proceso, fue la violenta apertura provocada por la conquista militar. Uno de sus primeros efectos fue una brusca caída demográfica (“la despoblación de las Indias”) que habría de condicionar toda la política social y económica posterior del sistema colonial. No estamos en condiciones de estimar la población indígena precolonial, ni el porcentaje de sus pérdidas durante los primeros decenios posteriores a la conquista. Los cálculos de Borah, para México, y dé David Noble Cook para el Perú sugieren uno de los más altos índices de mortalidad conocida en la historia universal. No se trató de un genocidio voluntario y directo, en todos los casos; esa mortalidad fue consecuencia también de factores independientes en su naturaleza, aunque complementarios en su origen y consecuencias. La presencia de los europeos en América implicaba, dice Borah, una “agresión biológica”, con independencia del hecho mismo de la dominación que se pretendía establecer. Al revés de lo ocurrido en Asia y en el África mediterránea, los hombres de América no habían desarrollado resistencias específicas frente a las enfermedades europeas. Las epidemias alcanzaron proporciones increíbles. Por otro lado, la agresión cultural derrumbó los ajustes sico-fisiológicos de esas mismas poblaciones, que, en pocos días, después de sus derrotas militares, perdieron toda razón de ser. Los indios del Perú aprendieron violentamente que la totalidad de sus valoraciones positivas merecían, por el contrario, una estimación derogatoria por parte de quienes los habían vencido. No había razón para vivir; sólo quedaba la básica e intensiva razón de sobrevivir; y esta misma disminuyó a causa del stress de la conquista.

Sobre esta población diezmada, cultural y biológicamente, actuaron, de un lado, los vencidos líderes incas y, del otro, la nueva elite conquistadora. Los incas procuraron inútilmente reequipar moralmente a sus antiguos súbditos. No sólo resistieron medio siglo en la sierra selvática de Vilcabamba, sino que estimularon cultos nativistas de contraculturación que prometían recompensas divinas y humanas a quienes combatieran a los invasores. Fracasaron por la imposibilidad de montar un aparato político-militar que apoyara esas iniciativas. Por su lado, los conquistadores pensaron, en un primer momento, en un feudalismo mestizo. Procuraron unirse con las princesas del pueblo vencido para legitimar su poder. Reclamaron, al mismo tiempo, que el rey les reconociera la perpetuidad de las encomiendas. De haberlo logrado, en la segunda mitad del siglo XVI, el Perú hubiera conocido una generación de señores mestizos, que para ejercer su dominación sobre los indios hubieran invocado el doble título de la descendencia imperial inca, efectiva aunque bastarda por la línea materna, y el decisorio valor de ser hijos de los conquistadores. La corona cerró este camino: Garcilaso Inca de la Vega fue un símbolo de esa frustración. La conquista cedió el paso a la colonización, donde el guerrero debió ser sustituido por el jurista, el burócrata y el teólogo, que administraron y justificaron la conquista que no habían hecho ellos mismos.

En la segunda mitad del siglo XVI la metrópoli había domesticado a sus conquistadores y estaba en condiciones de emprender la organización definitiva de sus colonias andinas. El primer virrey Cañete y después, sobre todo, Francisco de Toledo, diseñaron los modelos básicos. Había, en primer término, que definir la relaciones entre las poblaciones y sus colonos y montar una economía colonial: los elementos básicos de este montaje fueron la ciudad, la parroquia, el centro minero, la hacienda agrícola, la encomienda, el trabajo servil y la esclavitud; concertados experimentalmente de acuerdo a ciertos objetivos no siempre explícitos, pero ajustados todos ellos a la necesidad imperial de mantener un sistema de beneficios mayores para la metrópoli de ultramar, y de privilegios secundarios para la elite europea dominante residente en América.

En la formación de este nuevo mundo la iglesia católica jugó un rol fundamental. Sus sacerdotes eran también funcionarios públicos y la evangelización una forma de la conquista. Ignoramos mucho sin embargo acerca de su historia. ¿Cuánto, en primer término, penetró esa religión en el mundo andino? ¿En qué medida subsistieron (y subsisten) los cultos nativos? Recordemos que debido al acentuado carácter urbano de su organización la iglesia católica ha tenido siempre dificultades, como dijo Weber, para penetrar en los medios rurales. La red de parroquias y doctrineros no fue al respecto suficiente en el inmenso territorio que había sido el Tahuantinsuyo. Y no pudieron ofrecer un soporte eficaz a las famosas campañas desatadas para la “extirpación de idolatrías”. Desde luego que la religión invasora afianzó mejor en los nuevos centros urbanos. Aquí también son numerosos los vacíos de nuestro conocimiento. Necesitamos saber más sobre la competencia entre el clero secular y el regular, las rivalidades de congregaciones y órdenes o las tensiones que oponían al bajo clero contra los grandes señores eclesiásticos. Debemos también buscar una explicación a los fenómenos de santidad y misticismo (San Francisco Solano, Santo Toribio de Mogrovejo, Santa Rosa de Lima, San Martín de Porras, Juan Masías), fenómenos que en su mayor parte ocurrieron en el último tercio del XVI y principios del XVII en coincidencia con el gran auge potosino.

La ciudad española en las Indias no resultó de una larga evolución, pese a los antecedentes waris e incas; aplicó más bien un modelo general altamente racionalizado que, en lo posible, evitó las características propias de las ciudades europeas del medioevo. Lo demuestran las precisas instrucciones oficiales sobre los requisitos de su fundación y el plano rectangular con sus calles cortadas en ángulo recto, según el diseño de los campamentos romanos y de algunas utopías urbanistas del renacimiento. Cualquiera que fuese su clase y tamaño fue instalada como un centro de administración política, religiosa y económica, con privilegio y control sobre la dispersa población rural que componía su jurisdicción. Pero las relaciones entre campo y ciudad eran imposibles sin una red continua de urbanización intermedia. Durante los primeros años de la conquista había parecido suficiente la creación de algunas ciudades principales. A fines del siglo XVI, en cambio, se advirtió la necesidad de profundizar el proceso de urbanización mediante las llamadas reducciones o pueblos de indios, donde fueron concentrados los habitantes indígenas de diferentes aldeas y pequeños villorios.

Sustitutorios y a la vez complementarios de la ciudad española o el pueblo de indios fueron las haciendas y asientos mineros (exceptuamos las “ciudades mineras” como Potosí). Para ellas no existía antecedente alguno en las sociedades andinas precoloniales. Constituían los centros de operación para una economía colonial basada en la exportación de metales preciosos y la apropiación privada del suelo. Carecemos aún de estudios que nos expliquen su formación. Podemos asegurar, sin embargo, que el sector minero y el sector agrícola condicionaron mutuamente sus respectivos desarrollos; pero que esos desarrollos no sólo fueron desiguales, sino que además los intereses de cada uno de ellos resultaron, en ciertos aspectos, contradictorios. Pero estos choques (sectorial class) cuya importancia exagera Mamalakis, no quebraron….

Los centros mineros constituían mercados de consumo para la producción alimenticia, por consiguiente, sus costos dependían parcialmente de los costos agrícolas; mientras que a su vez los beneficiarios del sector agrario estaban ligados no sólo a la elasticidad de la demanda, en los centros urbanos, sino a la estructura de esa demanda en el sector minero. Por otra parte, un porcentaje de las ganancias obtenidas en cada uno de los sectores era reinvertida, frecuentemente, en el otro. El flujo de esas reinversiones tuvo, sin embargo, un carácter asimétrico. Los mineros adquirían tierras, frecuentemente, para comprar prestigio social. Los agricultores, en cambio (sobre todo los grandes azucareros), funcionaban como prestatarios y habilitadores de la pequeña y mediana minería dentro de un sistema de crédito usurario. Hay que añadir que un balance general de estas trasferencias era netamente favorable al sector agrario. Pero que en definitiva, en el caso de la gran agricultura, el saldo final llegaba a las ciudades, fuese al sector inmobiliario, los gastos suntuarios de prestigio señorial, el atesoramiento de tipo tradicional o al capital mobiliario destinado al comercio.

Una historia comparada de la minería y la agricultura coloniales ha de insistir, por otra parte, en sus respectivas estructuraciones. A nivel de la producción, la minería fue gestionada o bien por los estancos oficiales (azogue) o bien por el minifundio minero. De hecho, el Perú no conoció el latifundio minero hasta principios del siglo XX. Por el contrario, en la agricultura las unidades productivas básicas fueron el latifundio y la comunidad campesina. El propio caso de la agricultura planificada del tabaco (mediados del siglo XVIII), no resultaría del todo una excepción ya que ese estanco fue principalmente de comercialización.

Una segunda diferencia fundamental entre agricultura y minería se refiere a la organización misma del proceso productivo. En la minería las diferentes etapas de ese proceso no siempre estuvieron a cargo de un solo agente. Era posible a veces distinguir entre el minero que extraía el mineral y el propietario de las “haciendas de beneficio” que lo procesaba. Si el metal llegaba a ser amonedado antes de su exportación intervenía, por último, el propio estado. La agricultura no conoció una división semejante, sino en el caso de los obrajes, que además de su propio ganado ovino compraba las lanas de productores vecinos. Es cierto que algunas grandes plantaciones de caña funcionaban, según un modelo multi-empresarial, adquiriendo algunos insumos (ganados, pastos, alimentos) de otros agricultores; pero no fue un sistema generalizado. Por otro lado no se dio, como en la república tardía, una separación entre el ingenio de molienda y las “casas de vino” de un lado y del otro los productores de caña o vid. Aunque merece tenerse en cuenta el caso de los molinos de grano.

En función de la minería y de la agricultura se desarrollaron todos los otros sectores de la economía colonial, así el comercio exterior y el tráfico internacional como las propias artesanías urbanas. De ellos dependieron también los dos grandes aparatos burocráticos: civil y religioso, que administraron la sociedad colonial. Estamos lejos, sin embargo, de conocer las relaciones específicas de todos ellos. La historia económica colonial todavía aguarda estudios especiales: fluctuación de precios, monto de la producción minera, estimaciones del producto global, etc.

Como hipótesis hemos dicho que luego de una fase de ascenso a fines del siglo XVI y principios del siglo XVII (asociada con el auge potosino) se inició un largo estancamiento secular que llegó hasta principios del siglo XVIII. Durante este siglo se consolidaron las escrituras básicas de la economía y sociedad coloniales. Las cifras de composiciones de tierras (pagos que convalidaban los títulos defectuosos de la propiedad rural) demuestran que fue esa la época de más intensa apropiación privada del suelo en agravio de la propiedad comunitaria y de las tierras realengas que constituían la reserva para la población indígena.

Durante el siglo XVII quedó también definido el carácter estamental y racialmente discriminatorio de la sociedad colonial. Las leyes distinguieron dos componentes básicos: la república de los indios y la república de los españoles, a cuyo alrededor se movilizaban los negros esclavos y las diferentes castas de mestizos. Las relaciones entre esos grupos sociales eran ampliamente favorables a los peninsulares y criollos. Sólo ellos podían estudiar en las universidades, ocupar los altos puestos administrativos y gestionar las actividades económicas más beneficiosas. Los indios, en cambio, proporcionaban la fuerza de trabajo para todo ese edificio.

Con aquel dualismo, el régimen colonial introdujo paradójicamente un factor de unificación e identidad entre las poblaciones indígenas del Perú. Antes de su conquista predominaban en aquellas poblaciones las lealtades étnicas regionales. Cada uno era Chincha, Chimú, Tumbes o Lupaca. Los incas como dominadores, ya lo dijimos, no pudieron introducir una solidaridad panandina que borrara los resentimientos de su conquista. Los españoles, a pesar suyo, crearon una solidaridad. “Visto a un indio se conoce a todos” repitieron desde Cajamarca hasta Ayacucho, y enseñaron a las enemistadas localidades indígenas su igualdad básica. Todavía más, la dureza de su dominación terminó por represtigiar al sistema incaico, que antes había sido resentido como una invasión. Es cierto que al suprimir los controles sicopolíticos y religiosos de aquel sistema favorecieron la reactualización de los regionalismos. Pero esa reactualización se organizó alrededor de la común derogación colonial y de la idealización compensatoria de los incas. Los españoles, sin querer, hicieron de los indios una sola nación.

EL SIGLO XVIII

El siglo XVIII fue para el virreinato peruano una época de crisis y decadencia, mientras que por el contrario toda la fachada atlántica del imperio español americano crecía en importancia: Nueva Granada, Buenos Aires. El Perú empezó a ocupar un lugar excéntrico en los cálculos geopolíticos de la metrópoli. Para el tráfico con el oriente bastaban México y Filipinas. Frente a la expansión portuguesa y las amenazas de Inglaterra convenía reforzar el puerto de Buenos Aires en vez del Callao. La decadencia de Huancavelica (azogue) y de Potosí (plata) disminuyó por último el significado económico del antiguo virreinato, a pesar del relativo auge de las minas de Cerro de Pasco.

Durante toda la primera mitad del siglo XVIII se inició, por consiguiente, un proceso de liquidaciones. Suprimidas las encomiendas se empobrece la aristocracia criolla; mientras que los sectores comerciantes veían que Buenos Aires ganaba a Lima, y al sur peruano, la batalla por los mercados de Charcas, a pesar de la complicidad que existía entre poderosos grupos de presión de Sevilla, Cádiz y el Perú. La guerra de sucesión, a su vez, consiguió lo que no habían obtenido los piratas y corsarios del siglo XVII: el Pacífico sur quedó abierto a Francia e Inglaterra a través del contrabando y de algunas concesiones especiales. La gran epidemia de 1720, por último, diezmó la población indígena, quebrando al ramo de tributos y dificultando el trabajo en las minas y las haciendas.

El Despotismo Ilustrado quiso en la segunda mitad del siglo reordenar las viejas estructuras de este virreinato en decadencia. Para los grupos dominantes peruanos este remedio habría de resultar peor que la enfermedad. Los cambios fueron profundos. En primer término la metrópoli militarizó a los virreyes, remplazando a los grandes señores por oficiales de carrera. Luego proyectó reformas administrativas y fiscales (Areche, Escobedo, intendencias, subdelegaciones), que resintieron los privilegios criollos y aumentaron el descontento de los sectores populares. Al mismo tiempo, España alentó la sustitución de la cultura tradicional por una versión mediatizada del pensamiento europeo. Eliminada la Compañía de Jesús en 1769, durante el gobierno del virrey Amat, parte de sus “temporalidades” fueron empleadas en nuevas instituciones educativas, si bien fracasaron algunas reformas mayores. Aparecieron los primeros periódicos (Diario de Lima, Mercurio Peruano) y el neoclásico sustituyó al barroco, no sólo en las iglesias, sino en la decoración doméstica y los estilos literarios. Convergían, en resumen, dos factores de distanciamiento entre los colonos y sus metrópolis: las dificultades económicas de un lado y del otro nuevas perspectivas culturales que ponían en discusión la validez total del sistema.

Es dentro de esas circunstancias que debemos analizar los movimientos de liberación nacional que ocurrieron entre 1780-1824. Los estudios más recientes niegan que nos encontremos ante un solo proceso conducido por los criollos y que haya terminado en 1821-1824 con las victorias militares contra el ejército español; sugieren más bien la existencia de no menos de dos movimientos de liberación nacional: el criollo y el indígena, entre los cuales hubo oposiciones básicas y coincidencias fortuitas o frustradas. El movimiento de liberación indígena había comenzado desde el siglo XVI y se había desarrollado a través de la resistencia pasiva, las rebeliones locales, los movimientos nativistas y la contraculturación conflictiva. Era fundamentalmente un movimiento campesino, revolucionario y mesiánico que cuestionaba la totalidad del sistema colonial europeo. El movimiento nacional criollo se manifestó, por el contrario, con un marcado carácter urbano y elitista. Sus propósitos más que revolucionarios eran reformistas y no afectaban las estructuras sociales, sino la organización política. Para algunos criollos su propia liberación nacional parecía justificada por el mismo hecho de la conquista, en la medida que consideraban que la colonia posterior había desconocido los derechos que para los criollos habían ganado sus “abuelos conquistadores”.

El movimiento criollo se manifestó tardíamente en toda América y más aún en el Perú; todos ellos fueron anticipados, primero por Juan Santos Atahualpa y después por la gran revolución de Túpac Amaru en el sur del Perú, que proyectaba no sólo una primaria restauración inca, sino un estado multinacional con participación de criollos, mestizos y negros bajo el liderazgo indígena. La revolución de Túpac Amaru fracasó por una errónea estrategia político-militar que evitó, hasta el último, las confrontaciones en el supuesto que era posible conseguir que colaborasen las masas y elites criollas e indias del sur peruano. Túpac Amaru parece haber sobrestimado la conciencia nacional india que, con ser una realidad, como hemos dicho, no había, sin embargo, anulado del todo los recelos entre los grupos étnicos andinos y menos aún entre los linajes nobles. La colaboración decisiva que el cacique Pumacahua dio a los españoles contra Túpac Amaru debe, en ese sentido, ser interpretada no tanto como una “traición”, sino más bien como una “lealtad interna” de Pumacahua a su propio linaje enemigo y hostil al de Túpac Amaru.

Derrotado Túpac Amaru la metrópoli procuró introducir algunas reformas que disminuyeran la tensión popular (anula los repartimientos de mercaderías, suprime los corregidores, crea la real audiencia del Cusco). Dejó intacto, sin embargo, el sistema de explotación económico-social que beneficiaba a los criollos tanto o más que a los propios españoles. Aquellas medidas, así como la durísima represión, bastaron para detener al movimiento nacional indio durante más de un cuarto de siglo, hasta principios del siglo XIX en que, con el fracaso de la revolución de Pumacahua perdió sus opciones políticas inmediatas, dejando libre el campo para la acción criolla.

La derrota de Túpac Amaru y Pumacahua han sido interpretadas, con toda justicia, como una de las mayores frustraciones de la historia peruana. Su triunfo hubiera producido cambios fundamentales en la estructura económico-social al promover a los sectores populares campesinos. Hubiese implicado también un estado gobernado por la nacionalidad mayoritaria y no por la minoría criolla. Habría, por último, revitalizado a la sierra y al sur peruanos, impidiendo que se convirtieran en áreas deprimidas durante los años siguientes de la república.

Desde principios del siglo XIX los criollos comprendieron que el proceso histórico les imponía una oportunidad de autonomía, sin otra opción contraria que su dependencia frente a otros movimientos de liberación nacional extraños al suyo. Diferentes experiencias les sugirieron la inminencia de la crisis y el cuestionamiento de su propio rol. Hemos ya mencionado la revolución del gran Túpac Amaru como la primera de todas; pero influyeron, también, otros factores de escala internacional. La revolución francesa demostró la debilidad universal del antiguo régimen; mientras que el triunfo de la “oligarquía criolla” norteamericana rompía el prestigio de los grandes imperios coloniales y presentaba a la descolonización como algo más que una probabilidad histórica. La invasión de Napoleón Bonaparte probó, por último, cuán precario e ilusorio era el poder metropolitano español.

Pero no generalicemos. Cuando decimos los criollos debemos distinguir las jerarquizaciones que entre sí los separaban. Es probable que las clases sociales más altas (hacendados y grandes comerciantes) en vez de su responsabilidad futura tuvieran más presentes los privilegios que derivaban de su adhesión al sistema. El separatismo debe haber sido, en los comienzos, para todos ellos, incluso los menos privilegiados, una heterodoxia límite. Ninguno estaba además muy seguro de lo que podía ocurrirle, cuando desaparecida la cobertura imperial tuvieran que enfrentar a solas a sus poblaciones indias.

Por todas estas razones las conspiraciones y rebeldías criollas retrasaron en el Perú, mientras progresaban en la periferia atlántica del imperio español en donde las complicaciones internas eran mucho menores. El Perú fue durante largos años el centro de reacción militarista colonial española para todos los criollos suramericanos. Fue la hora del fidelismo, aparente causa del resentimiento neogranadino, bonaerense y chileno contra el Perú. Por aquellos años vencer al Perú era vencer a España. De aquella hora arrancan muchos de los malentendidos (¿bien entendidos?) que confundieron tanto las relaciones entre los criollos peruanos y los libertadores extranjeros.

Los cinco años de campañas militares en el territorio peruano (1819-1824) apuraron todas estas contradicciones; las elites urbanas de la costa vacilaron entre la independencia y la dependencia, y los sectores populares de la sierra tuvieron que prestar su obligado concurso a los dos ejércitos: el español y el patriota. Lima, centro antiguo de las comunicaciones con España, se convirtió en el símbolo de la ruptura con Europa, mientras que la ciudad inca del Cusco fue el último refugio del poder conquistador. Con el fracaso de la estrategia militar y política de San Martín y de las “campañas a intermedios” fue evidente que no era posible ningún compromiso entre España y sus colonias y que la decisión final no se encontraba en la costa sino en el interior de la sierra, donde se fortalecían extrañas solidaridades entre oficiales españoles y soldados indios. Ayacucho, el viejo centro imperial Wari, a la mitad de camino entre Cusco y Lima, concretó las potenciales paradojas de todo el proceso independentista. La guerra se ganó en la sierra, en la lucha civil entre peruanos del norte y peruanos del sur conducidos por un estado mayor extranjero compuesto por criollos y españoles. La victoria fue celebrada en Lima y ahí quedaron sus frutos.

La impaciencia y genialidad de Bolívar no pudieron cambiar estas predeterminaciones históricas; la misma dureza dictatorial que empleó contra el Perú demostraban cuán débiles resultaban en este país sus recursos políticos: donde habían gobernado durante dos mil años chavines, waris, incas y españoles, había una infinita capacidad de adaptación y disimulos que ponían en jaque a todas las utopías. Bolívar no pudo imponer a los hombres del Perú una solidaridad americana. Los criollos prefirieron pensar en pequeño.

LA PRIMERA REPÚBLICA

Después de 1821-1824 la nueva república no pudo garantizar su independencia económica frente a las grandes potencias comerciales y manufactureras de Europa. Tampoco creó de inmediato un orden interno propio que sustituyera a la antigua administración colonial. El vacío de poder producido por la independencia política resultó demasiado grande para las elites criollas, fragmentadas en grupos adversarios irreconciliables, empobrecidas desde mediados del XVIII, y sin adiestramiento propio para su nuevo rol gobernante.

En el orden económico el Perú sólo fue capaz de concurrir a los mercados mundiales con sus producciones mineras y agrícolas. Entre 1830-1840 el porcentaje total de oro y plata, sobre el valor total exportado por el Perú, llegó a una media anual de 79.6%. Por otro lado sus manufacturas eran de tipo artesanal y con excepción de la destilería de obrajes destinados a un mercado interno, que adema de ser demográficamente reducido y escasamente monetizado se encontraba interferido por la manufactura industrial importada. El principal beneficiario de este viejo sistema y de la nueva coyuntura político-económica fue Inglaterra. España fue casi totalmente expulsada de los mercados suramericanos. En 1827 su comercio con América y Filipinas se redujo en un 86.2% con relación a 1792. Y en la década siguiente a la batalla de Ayacucho (9 de diciembre de 1824) sólo pudo exportar a los puertos del Pacífico hispanoamericano (incluyendo los de Nueva Granada y México) el 3.3% del valor total, casi 5 veces menos que EE.UU. y la sexta parte de Francia. Entretanto, como decía un enviado francés, el Pacífico se iba convirtiendo en un estuario del Támesis; y el Perú ingresaba paulatinamente a la esfera de influencia del gran imperio informal británico. Carecemos aún de estudios que describan y expliquen la posición y las relaciones del Perú dentro de aquel sistema planetario, cuyo centro solar era Inglaterra, y que especifiquen el nuevo tipo de dependencia, diferenciándolo de la dominación colonial directa, que la propia Inglaterra empleaba en otros continentes (África, Asia); así como del régimen tradicional español de los siglos XVI-XIX.

Inglaterra no tomó a su cargo, en primer término, la administración de los países que formaban parte de su imperio informal. Prefirió el control económico a través del comercio internacional, valiéndose de su superioridad tecnológica, medios de transporte y fabricación industrial. Estructuró así mismo los términos de intercambio de modo que (como en el sistema tradicional español) las áreas periféricas y dependientes como el Perú importaran bienes de consumo antes que bienes de capital. Evitó, por último, comprometerse en inversiones directas después de una primera apertura fracasada en el sector minero. El capital británico se hizo presente, sobre todo, por medio de los empréstitos a los débiles y endeudados gobiernos suramericanos. Sólo en la segunda mitad del siglo XIX apareció en algunos sectores internos, como los transportes (ferrocarriles) y servicios públicos (gas).

Aunque fueron decisivos estos factores externos, derivados de la nueva dependencia informalizada, no bastan para entender el proceso histórico peruano durante el siglo XIX. Debemos preguntamos lo que entre tanto, en forma a la vez coincidente y relacionada, ocurría en la sociedad interna. Sin duda, el hecho básico es la persistencia de la estructuración colonial, implantada durante tres siglos y que para ser modificada hubiese necesitado de una revolución social que no figuraba en ninguno de los programas de la reivindicación criolla independentista. Los indios continuaron bajo un régimen servil durante todo el siglo XIX y aún después. La esclavitud negra fue mantenida hasta mediados del siglo XIX para ser remplazada por la dura trata de chinos. Las bajas clases medias y los sectores populares urbanos debieron resignarse a ser una clientela patrocinada por la reducida elite de criollos que juraron la república sin abjurar de la conquista. La historia pudo ser diferente de haber sido el Perú una república de indios o una república de mestizos (Túpac Amaru I Pumacahua).

Durante toda la primera mitad del siglo XIX el Perú criollo debió así mismo tomar decisiones acerca de la distribución del poder político, tanto dentro de su territorio como dentro del nuevo contexto geopolítico suramericano, para lo cual no valían ya los arreglos del sistema español. Era necesario decidir cuál sería el nuevo centro hegemónico o alternativamente montar, cuidadosamente, el pluralismo de un equilibrio de poderes. Fracasada la gran confederación de Bolívar (Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú, Bolivia) había quedado abierta la posibilidad de un eje Perú-boliviano que significaba la adaptación al siglo XIX del antiguo modelo incaico y austríaco, que había sido interrumpido primero por las reformas borbónicas (creación del virreinato de Buenos Aires) y después por la independencia de Bolivia. Ese eje resultaba inaceptable para todos los demás países suramericanos. Aunque la unión Perú-boliviana implicaba, principalmente, el control de los Andes centrales y el Pacífico sur, traía consigo otras derivaciones: podía interrumpir la expansión brasileña en la amazonía, neutralizar la influencia argentina en la cuenca del Plata y marginar o controlar a Chile. Era en definitiva la aparición de un poder cuasi­-imperial; Argentina y Chile comprendieron bien estos peligros y se vieron obligados a defender, como suyos, nada menos que los planes españoles del siglo XVIII que habían disminuido la importancia de los países andinos.

Los planes hegemónicos y confederativos fracasaron, además, por la resistencia interna dentro de los propios países interesados. Cada uno de ellos se preguntaba, en primer lugar, cuál de los dos obtendría mayores ventajas. Gamarra, el líder peruano, estaba dispuesto a confederar si el Perú (y dentro del Perú él mismo) podía dirigir la confederación. Lo mismo pensaba Santa Cruz, desde el lado boliviano. Por otra parte la confederación significaba el predominio de la sierra sur sobre la costa peruana y todas las provincias del norte. Es decir, la prolongación del modelo Wari-Inca que parcialmente había podido sostener el auge de Potosí. Paradójicamente el grupo norcosteño (en particular la elite portuaria limeña), que estaba empeñada en una abierta competencia comercial con Chile por dominar el océano Pacífico, no advirtió que el predominio del sur Perú-boliviano era el precio que debían pagar para ganar esa competencia contra Chile.

Fracasada la confederación peruano-boliviana, Bolivia y el Perú se redujeron territorialmente a lo que habían sido, respectivamente, las audiencias de Charcas y Lima; sin que esa reducción implicase un equilibrio definitivo de poderes en el orden internacional suramericano. Dejó abierta, por el contrario, la confrontación directa entre el Brasil-Argentina, Argentina-Chile, Chile-Perú, Perú-Colombia-Ecuador en un círculo viciosos indefinido.

En cuanto a la estructuración del poder interno las opciones del Perú fueron mucho más limitadas que en el orden internacional. La aristocracia criolla no había podido, como su homóloga chilena, realizar la independencia. Sus principales representantes (Torre Tagle, Riva Agüero) habían sido acusados de colaboracionismo. Casi todos habían preferido los castillos españoles del Callao, en vez de combatir en Ayacucho. Carecían, por consiguiente, de la fuerza y el prestigio político necesarios para asumir visiblemente el gobierno de una república que no habían deseado. Los sectores profesionales medios, entre tanto, eran demasiado débiles como para remplazarlos. En un país multirregional como el Perú solamente existían tres sistemas organizados jerárquicamente a escala nacional: el ejército, la iglesia y la burocracia civil; estas dos últimas, por su naturaleza, no podían pretender el poder supremo. El estado de guerra internacional, casi continuo desde 1810 hasta mediados del siglo XIX, fortaleció además al ejército. El militarismo resultaba por consiguiente el modelo político con mayores probabilidades históricas. De hecho, sin mencionar interinatos muy, breves salvo dos (Pardo, Piérola) todos los demás presidentes peruanos del siglo XIX fueron militares. Hasta el gobierno de Castilla, sin embargo, ese propio militarismo fue incapaz de construir un “gobierno fuerte” pese a los esfuerzos de Gamarra y Pando.

EL DESARROLLO FRUSTADO

A mediados del siglo XIX la comercialización internacional del guano abrió al Perú la oportunidad de cambios sociales y económicos en condiciones más ventajosas que las de otros países suramericanos. Pero al final del período, después de 25 años, casi todo había fracasado. Los peruanos se han venido preguntando, desde entonces, ¿qué ocurrió con el guano? Consideremos primero sumariamente las condiciones económicas generales del país. La deuda externa superaba los 16.000.000 de pesos, su crédito internacional se había arruinado hasta el punto que los bonos peruanos se cotizaban a no más del 16% de su valor nominal. El sector privado, a más de otros obstáculos, había debido afrontar desde 1830 el desorden monetario. El amonedamiento de la plata había bajado en los primeros años de la república hasta un 50% de lo producido en el quinquenio 1790-1795. Para los años 1830-40 se calculaba que hasta 4-5 millones del valor de las importaciones eran pagados en plata piña. A partir de 1832 la situación fue agravada por la introducción de la moneda feble boliviana. Entre 1830-61 Potosí acuñó casi 37.000.000 de pesos con una liga inferior a la que usaba la moneda peruana. De esta cantidad fue internada al Perú aproximadamente el 35%, ocasionando el ocultamiento de la moneda nacional y serios trastornos en las operaciones comerciales. Al mismo tiempo, así en el propio Perú como en el Ecuador, operaban entre 10 y 50 establecimientos clandestinos de moneda fraudulenta para el mercado peruano.

Las limitaciones del ahorro interno así como el escaso flujo y mal empleo de los capitales exteriores habían, por último, determinado un estancamiento de todos los sectores económicos, principalmente minería y agricultura de exportación.

Las ganancias del guano parecían ser una solución a todas estas dificultades, pero el remedio fue peor que la enfermedad. La moneda boliviana fue, es cierto, eliminada pero mediante una operación de costos elevadísimos. El fisco salió de su pobreza, aunque dependiendo casi exclusivamente del guano. En el presupuesto de 1854-55 el guano representaba ya el 50% de sus ingresos. En el de 1861-62 su participación había subido al 80%.

Amparados en esta prosperidad, el estado y las clases dirigentes del Perú montaron una errónea política económica; de un lado fueron toleradas deshonestas negociaciones con la deuda pública (externa e interna) y las comisiones de empréstitos. Del otro lado se puso en ejecución un ambicioso programa de obras públicas de infraestructura (ferrocarriles) pensadas en función de la comercialización mundial de materias primas, con lo cual la economía peruana seguía siendo una economía satélite, complementaria de los centros manufactureros del exterior. El financiamiento de esas obras resultó inadecuado, no sólo por las tasas del interés y el mal uso de los fondos sino por cálculos erróneos acerca de su rentabilidad a corto y mediano plazo.

Del lado empresarial privado hubo en esos años, a la vez, iniciativa e incapacidad. Fuese como consignatarios o como intermediarios de negocios extranjeros, e incluso con directo e ilícito beneficio del estado, se crearon grandes fortunas. Lima rompió sus murallas coloniales y fabricó en su vecindad dos balnearios de lujo. Las puertas de las casas y la ropa interior se importaban de París. Signos exteriores de un optimismo que a nivel de mayor importancia estimuló una orgía del crédito bancario que llevó a la bancarrota de los años 70. Los propietarios criollos creyeron llegada su hora, contrajeron enormes préstamos para reconstruir sus casas e invertir en las viejas plantaciones de azúcar.

El sector más beneficiado con todos estos excesos fue el de la agricultura de exportación. El “cotton Famine” de los años 60 propició la extensión de los algodonales; el crédito bancario favoreció la modernización de las viejas plantaciones de caña de azúcar. Pero la inflación interna de los precios, la coyuntura internacional de los años 70, la débil e irracional estructura empresarial, frustraron incluso ese parcial desarrollo. De todo eso quedó como saldo moral la inicua trata de los inmigrantes chinos, de los cuales llegaron al Perú más de cien mil (100.000) en menos de 25 años.

Ni el contrato Dreyffus (Piérola) ni la nueva política peruana sobre el salitre (Pardo) bastaron para detener el desastre adonde conducía toda esta historia peruana entre 1840­-1870. La guerra del Pacífico (1879-1883) lo puso en evidencia. Fue una derrota solicitada ya que no merecida. O por lo menos una derrota merecida por una clase dirigente (presidentes, ministros, comerciantes, obispos, doctores y generales) que solamente tuvo una habilidad: hacer que esa derrota fuese pagada por el propio pueblo.

INVERSION EXTRANJERA DIRECTA Y NUEVA DEPENDENCIA 1883-1930

Los cincuenta años posteriores a la guerra del salitre entre Perú y Chile estuvieron enmarcados por dos series de fenómenos. De un lado el impacto liquidatorio de la derrota y la subsecuente diversificación económica. Del otro lado la crisis coyuntural capitalista (1929-1932), con sus efectos en todas las periferias dominadas, incluyendo el Perú. Desde los comienzos de este período se inauguró un nuevo tipo de relaciones entre el capitalismo internacional y la debilitada economía peruana. Hasta entonces, como hemos dicho, ese capitalismo se había limitado principalmente a la inversión indirecta y al control del comercio exterior. Desde fines del siglo XIX, en cambio, asumió un papel interventor por inversiones directas en el transporte (Peruvian Corporation), la minería (Cerro de Pasco) y la agricultura de exportación (Grace, British Sugar, Gildemeister). Las ganancias obtenidas por el capitalismo, a través de este nuevo modelo, fueron superiores a las del antiguo imperialismo comercial. La Peruvian, por ejemplo, ganó en 20 años más de tres millones de libras esterlinas, según una contabilidad en que sus gastos (no fiscalizados) fueron estimados en el 66.8% de sus gastos brutos. la posterior International Petroleum Company (subsidiaria del grupo Rockefeller) pagó entre 1921-1950 un dividendo anual promedio de 40% sobre un capital nominal aproximado de 30’000.000.00 de dólares, en su mayor parte constituido por reinversiones de los beneficios obtenidos en el Perú y los créditos del ahorro interno peruano.

Las grandes empresas pusieron en jaque al pequeño estado y convirtieron en intermediarios a sus clases dirigentes; la casi totalidad de la economía peruana se hallaba bajo su control. La Cerro de Pasco construyó un enorme latifundio minero y agrícola en el centro del país, y, entre 1910-1930, retuvo la mayor parte de producción de plata del Perú. Dos casas extranjeras (Gildemeister y Grace) exportaban casi el 60% de la producción nacional de azúcar. El crédito bancario pertenecía a casas italianas, alemanas e inglesas, con escasa participación de instituciones peruanas.

Los empresarios nacionales y la derrotada burguesía del siglo XIX mantuvieron sólo algunas de sus posiciones; primero, por supuesto, el control político del presupuesto estatal; luego algunos sectores agropecuarios aliados con el capital extranjero. Pusieron también en marcha algunas empresas mixtas con la ayuda del estado como la Compañía Administradora del Guano y la Compañía Recaudadora de Impuestos.

A consecuencia de este proceso se produjo una tecnificación en los sectores exportadores y un crecimiento de las respectivas producciones; pero el margen de beneficios y reinversiones para el país fue mínimo. Por otra parte, esta nueva dominación económica no resolvió, sino que agravó los problemas sociales y políticos del Perú. Durante ese período se produjeron numerosas rebeliones campesinas y huelgas obreras, mientras se radicalizaban las clases medias urbanas.

Las antiguas clases dirigentes se consideraron satisfechas por todo ese proceso y pensaron que era suficiente completarlo con un aparato político que reunía, al mismo tiempo, técnicas burocráticas modernizantes con objetivos y esquemas políticos conservadores. Los dos grupos de presión de la elite criolla (demócratas y civilistas) se unieron para crear, durante 25 años, una república aristocrática, preocupada al mismo tiempo de mejorar sus servicios de información estadística y de cerrar el paso a cualquier participación popular.

La primera guerra mundial va, de un lado, a precipitar y reforzar la penetración económica extranjera y, del otro, a exigir reajustes en el orden político interno. El hecho decisivo fue el rol hegemónico que empezó a desempeñar EE.UU. a escala mundial, y más profundamente en el continente americano. En el caso peruano encontramos un indicador de su participación cada vez mayor en nuestro comercio internacional. En 1877 sólo el 7.4% de nuestras importaciones procedían de EE.UU., en 1897 habían lentamente subido a 9.1% para alcanzar el 21.5% en 1907, 29.8% en 1913, llegando al 41.6% en 1927. Pero más importante que esa participación creciente fue el poder abrumador de las empresas norteamericanas, no sólo dentro de la economía peruana, sino también en las decisiones políticas del gobierno. El Perú podría ser considerado alrededor de 1920-1930 una provincia del imperio capitalista norteamericano. En todas las décadas siguientes esa dependencia no ha hecho sino reforzarse causando, a su vez, el surgimiento de movimientos revolucionarios de liberación.

EE.UU. encontró durante la década 1920-1930 un firme aliado en la dictadura de Leguía, que había sustituido a la república civilista. Bajo la vigilancia norteamericana Leguía postulaba una relativa modernización del Perú, gestionada por una clase media que le fuera adicta. Su obsesión fue un ambicioso programa de obras públicas: puertos, carreteras, irrigaciones, mejoramientos urbanos. Para hacerlas no vaciló en contraer empréstitos usurarios y pactar onerosos arreglos de fronteras (Colombia, Chile).

Contra ese complicado edificio insurgieron los grupos intelectuales de las clases medias profesionales, deseosos de asumir el liderazgo de la naciente clase obrera, de los artesanos en vías de proletarización y de la masa indígena campesina. De entonces data la unión entre estudiantes y trabajadores, que ha sido un patrón constante en el desarrollo político del Perú contemporáneo.

CRISIS Y REAJUSTE DE LA DEPENDENCIA 1932-1968

La crisis de 1929-32 no solamente arrasó la dictadura leguiísta; junto con Leguía cayeron, históricamente, aquellos mismos que lo habían vencido. Dominarían el Perú varias décadas más, pero a la defensiva y represivamente. Sólo fueron sobrevivientes. Las clases medias urbanas y los sectores populares, desesperados por su empobrecimiento, exigían soluciones que por otra parte no podían ser ofrecidas por el antiguo civilismo, que resucitaba de su dorado destierro de 10 años, para gobernar de nuevo el Perú. Los movimientos obrero-estudiantiles de la década 1920-1930 se convirtieron en grandes partidos políticos modernos, muy diferentes en sus métodos y objetivos a los antiguos clanes. Fue el tiempo del partido comunista peruano, el Apra y la Unión Revolucionaria (versión peruana del fascismo). Todos esos partidos fueron, o quisieron ser, partidos de masas y no de elites, si bien todos utilizaron, en diverso grado y modo, el caudillaje personal. Aunque opuestos entre sí los programas de esos partidos coincidían formalmente en el planteamiento de cambios totales, fuese hacia la derecha o hacia la izquierda política.

La historia de los movimientos políticos modernos del Perú está por hacerse. En la medida que algunos de esos movimientos se encuentran todavía activos, resulta difícil objetivarlos científicamente. Hablar, por ejemplo, del Apra y del comunismo es hablar de historia personal contemporánea. Hasta 1945 el Apra obtuvo una clara ventaja respecto al comunismo. Seria ingenuo explicar su mayor crecimiento durante aquellos años sólo por la muerte de Mariátegui, que dejó sin líder carismático a la izquierda peruana. Aunque es evidente que sí debe tenerse en cuenta la existencia de un mayor número de comandos intermedios en el Apra que en el comunismo. La razón principal del triunfo aprista y del relativo estancamiento comunista puede también encontrarse en otras razones. En primer lugar en que el Apra eligió un camino intermedio entre el frente popular multiclasista y el partido revolucionario de clase única. Haya de la Torre percibió, muy claramente, que no habiendo en el Perú una clase obrera numerosa, cualquier partido de masas tenía que apoyarse necesariamente en las bajas clases medias urbanas y en el campesinado proletarizado de las haciendas costeñas, sobre todo de las plantaciones azucareras de la costa norte. En segundo lugar, el Apra, aunque mantuvo relaciones con otros grupos políticos filiales en América Latina, no tenia mayores compromisos con la coyuntura política internacional; tuvo, por consiguiente, una libertad de maniobras de la que no pudo gozar el partido comunista peruano, obligado moral y políticamente a compatibilizar sus objetivos con los del movimiento revolucionario mundial.

Frente al Apra y al comunismo la derecha peruana no tuvo otro recurso que los estados policiales y la rehabilitación del rol político de los militares. Desde 1895 todos los presidentes del Perú habían sido civiles y hasta 1931 sólo se había producido un golpe militar comandado por Benavides contra el populismo de Billinghurst. Después de Leguía y hasta 1945 uno de los tres presidentes que gobernaron fue civil, pero en la práctica el ejército recuperó el papel decisorio que había perdido desde fines del siglo XIX. Este reingreso no fue sólo de su propia iniciativa, sino solicitado e instrumentado por aquellos mismos civilistas que habían fundado un partido para excluir a los militares del poder.

Económicamente, el período que estudiamos significó el reforzamiento de la economía norteamericana. A mediados de la década del 30 hubo, es cierto, una ofensiva comercial japonesa y alemana que tuvo el mismo carácter que la ofensiva alemana anterior a la primera guerra mundial. Con el mismo fin: su exclusión temporaria al desatarse la segunda guerra mundial.

Los gobiernos conservadores de entonces, procuraron dentro de los límites que les imponía, de un lado, la dominación externa (de la que personalmente disfrutaban sus colaboradores) y, del otro, los conflictos internos, introducir algunas modernizaciones en el sistema global. El seguro social, los restaurantes populares, la legislación laboral, los programas de fomento a la agricultura alimenticia, deben ser mencionados. La obra económica del estado se concentró en las grandes obras de infraestructura (las carreteras de Benavides) y muy por excepción en la industria pesada (acero de Chimbote por Prado). Los problemas sociales básicos fueron ignorados, o tratados como problemas de seguridad policial.

La posguerra de 1945 produjo en el Perú lo que se ha llamado “la descongelación del mamut”, es decir la ruptura del esquema político tradicional, que había dado al Perú 25 años de continuos gobiernos dictatoriales. En toda la América Latina fueron elegidos gobiernos democrático-reformistas. El del Perú, apoyado electoralmente por el Apra, solamente duró tres años hasta 1948, debido a un nuevo golpe militar impuesto por las derechas. Se inició, entonces, un largo paréntesis de 8 años bajo la severa dictadura del general Odría. Fue la época de oro de las empresas privadas. El comercio exterior y la balanza visible de pagos mejoraron, aliviados por la demanda internacional creada por la guerra de Corea. Liberales y excesivas concesiones consolidaron el dominio del capital extranjero en el sector minero. Algunas medidas proteccionistas moderadas y una absoluta libertad para la fijación de precios en el mercado interno permitieron la instalación de una modesta industria de tipo sustitutorio. La financiación de capital, por las empresas extranjeras o nacionales, siguió recurriendo al ahorro interno, dominado por la banca particular. Fue así mismo la época del boom pesquero que prometió al Perú un auge similar al del guano. Con el mismo resultado: agotamiento de1 recurso, enriquecimiento extranjero, despilfarro interno e intervención ineficaz y tardía del estado.

El malestar social se acentuó, las viejas estructuras rurales fueron mantenidas en beneficio de los propietarios. El desequilibrio, cada vez mayor, entre la tierra disponible y el crecimiento demográfico determinaron el éxodo migratorio del campo a las ciudades, particularmente hacia lima, la capital del país, que comenzó a soportar una invasión popular jamás conocida en toda su historia y que aún no termina. Este proceso de urbanización ha sido definido como una ruralización de la ciudad, porque la ciudad fue incapaz de responder positivamente y dotar a sus nuevos habitantes de sus servicios usuales o primarios (aire, agua, luz, casas, distracción). Al lado de los antiguos barrios pobres, de las casas de vecindad, alojados en antiguos palacios coloniales surgió la “barriada” como un cinturón de explosiva espera.

El estado peruano reaccionó limitadamente ante estas conflictivas situaciones. Las unidades vecinales iniciadas por el gobierno de Bustamante (1945-48) recibieron un débil desarrollo en los años siguientes. No hubo limitación alguna para los alquileres de casas-­habitación, ni se impidió las ganancias excesivas de los especuladores de terrenos. Grandes fortunas fueron obtenidas por los dueños de antiguos campos agrícolas y por los concesionarios de arenales improductivos que circundaban la capital, que convirtieron sus terrenos en zonas urbanizadas para la construcción de casas y edificios residenciales.

Mayor impulso recibió, en cambio, la educación. Diferentes encuestas habían probado que los sectores medios y populares estimaban la educación como el más valioso de los servicios colectivos que debía darles el estado. No es difícil decir las razones de esta preferencia. Los empleados y obreros sin conciencia revolucionaria de clase, se resignaban a su propia suerte, pero apostaban al futuro en sus hijos. Las escuelas, como factores de movilidad social, eran la puerta trasera de escape del viejo edificio social peruano. Aquellos hombres querían para sus hijos una educación que les ahorrara su propio destino, para que no fueran obreros ni empleados de baja categoría. Era en definitiva una vida de transferencia y procuración. El estado accedió. Desde 1945 a 1950 se inició la “democratización” de la educación superior. La universidad, arcaica institución de la aristocracia, “abrió sus puertas al pueblo”. Y el gobierno de Odría se empeñó en la instalación de grandes unidades escolares, diseminadas por toda la ciudad. Los años siguientes demostraron la falacia de esta solución.

De 1956 a 1968 aumentaron los factores de ruptura, insatisfacción y conflicto. El Apra siguió dominando el escenario político, pero perdió irremediablemente a las juventudes universitarias y a las clases medias profesionales más radicalizadas. Su apoyo a Manuel Prado (1956-1960), prominente banquero y miembro de una poderosa familia conservadora, así como sus posteriores pactos con el general Odría, quien había sido su más encarnizado persecusor, fueron denunciados como una desviación derechista del viejo partido reformista, por más que sus máximos líderes presentaran esas concesiones como manipulaciones de táctica política.

La crisis interna del Apra y su corresponsabilidad en los gobiernos ocurridos entre 1956 y 1968 ocasionaron tres series de fenómenos correlativos. En primer término abrieron paso a movimientos nuevos de extrema izquierda, entusiasmados por el ejemplo revolucionario cubano encabezado por hombres como Fidel Castro y el Che Guevara. El partido comunista peruano (línea moscovita) perdió el liderazgo monopólico que había ejercido en la izquierda peruana. Antiguos líderes juveniles del Apra formaron agrupaciones mucho más radicales de tendencia trotskista, pequinesa, castrista o maoísta. A pesar de sus profundas diferencias todos ellos coincidían en exigir una revolución “ahora y aquí”, por la vía de la lucha armada. Fue el tiempo de las guerrillas, un tiempo heroico y desesperado que vino a terminar en una gran frustración. Las guerrillas fueron derrotadas por el ejército regular readiestrado en la guerra no convencional y que pudo triunfar solamente porque las grandes masas campesinas y obreras no se identificaron con los nuevos líderes revolucionarios. Como en la época de la independencia de 1821 fallaba el sistema de comunicación con las masas, y la historia volvió a repetirse.

Frente a la izquierda revolucionaria y juvenil se enfrentó el reformismo moderado de las clases medias, que habían encontrado en el gobierno de Fernando Belaúnde Terry un líder y una alternativa entre el Apra y la derecha de un lado, y, del otro, la revolución pura y simple. Belaúnde y su clase media fracasaron. Creyeron que era suficiente emprender grandes obras públicas, sin advertir el alto costo económico del endeudamiento exterior y la inflación interna. Sin reparar, tampoco, en que los sectores populares exigían medidas mucho más radicales. Por otra parte Belaúnde no pudo ni quiso enfrentar al poder internacional, simbolizado en la compañía petrolera International Petroleum Company, ni tampoco al poder interior, representado por los grandes terratenientes. Cuando cayó en la madrugada del 3 de octubre de 1968, derrumbado sin gloria por un golpe militar encabezado por el general Juan Velasco Alvarado, todos entendieron que con Belaúnde la clase media y el sistema demoliberal habían, tal vez, perdido su última oportunidad histórica. Belaúnde lo tuvo todo (pueblo, ejército, iglesia, préstamos, simpatía internacional) y todo lo desaprovechó.

EL GIRO MILITAR DE 1968

El golpe militar peruano del 3 de octubre de 1968 encabezado por el general Juan Velasco Alvarado no constituyó una revolución socialista; solamente se invocó el nombre de esa revolución para evitarla. Esta ambigüedad desconcertó a muchos observadores peruanos y extranjeros, como antes había ocurrido con el naserismo egipcio. Velasco Alvarado parecía ser al principio el jefe de un “cuartelazo” como el del general Pérez Godoy en 1961, destinado a impedir que el Apra alcanzara electoralmente el poder. Sin duda que el antiaprismo fue una de las motivaciones de 1968. Desde 1932 no faltaron militares peruanos que influenciados ideológicamente por el diario “El Comercio” hicieron girar la historia del Perú alrededor de la matanza de sus oficiales en un cuartel de Trujillo. El antiaprismo ha sido durante todo ese tiempo, un componente en la educación de los cadetes de las escuelas militares y constituyó el principal factor de cohesión dentro de las fuerzas armadas. Sobraban pues las razones para pensar que el golpe de 1968 era uno más de esa tradición antiaprista. Sin embargo, muy pronto fue evidente que el ejército peruano, sin olvidar su enemistad con el Apra, perseguía además otros objetivos. La nacionalización del petróleo y la reforma agraria fueron exhibidos por el gobierno militar peruano como pruebas de una política contra la dominación interna y la dependencia externa. La oligarquía nacional y las empresas capitalistas transnacionales fueron definidas como los “enemigos del régimen”.

Con su falta de imaginación característica la pobre y boba derecha peruana (los calificativos son de José de la Riva Agüero) ha tomado demasiado en serio y al pie de la letra esas declaraciones y acusa al gobierno militar de estar conduciendo al Perú hacia el comunismo. El mismo error han venido cometiendo algunos sectores del capitalismo mundial, sobre todo en los Estados Unidos de Norteamérica, aunque otros países capitalistas ayudaron financieramente al régimen peruano. También, por último, dijeron creerlo algunos izquierdistas peruanos y extranjeros, entusiasmados por la amistad que Allende y Castro demuestran al Perú de Velasco Alvarado. En su caso puede haber además una táctica de penetración “para tomar posiciones y radicalizar el régimen”, equivocación que no compartimos pero a la cual tienen todo su derecho. ¿Comunista el ejército peruano? ¿Comunista la revolución peruana? Todo lo contrario. Desde un comienzo los militares peruanos han soñado como los coroneles griegos en ser una tercera vía diferente al capitalismo y comunismo. No hace mucho (19 de julio de 1969) el general Montagne, primer ministro del gobierno peruano, declaró en Buenos Aires, a propósito de la reforma agraria: “No hay ley más anticomunista que la ley de la Reforma Agraria puesto que es una contención al avance del comunismo y servirá para desmentir las afirmaciones de aquellos que tildan de extremistas al gobierno revolucionario”. Mientras en Lima, por las mismas fechas el ministro de Economía general Francisco Morales Bermúdez explicaba los alcances “desarrollistas” de esa misma ley diciendo: “El proceso de Reforma Agraria tiene como fin procurar una mayor capacidad de consumo y por ende influir vitalmente en el desarrollo industrial. Hay pues una vinculación entre ambos procesos”.

En otras palabras, la revolución militar peruana es por confesión propia de sus autores una acción preventiva contra el comunismo. Nadie lo sabe mejor que los propios militares peruanos y ningún grupo político lo ha visto con mayor lucidez que la línea Mao de la izquierda peruana. Pero así como el proceso iniciado en 1968 no puede ser definido lisamente como antiaprismo, del mismo modo tampoco puede ser definido exclusivamente como anticomunista. Este es uno de sus ingredientes esenciales pero no el único. Hay también un vector mesiánico. Los militares peruanos, al igual que muchos otros en nuestro país, están emocionalmente capturados por el centenario de la guerra de 1879. Es verdad que no piensan en una revancha pero tampoco quieren incurrir en un descuido profesional del que se les pudiera acusar mañana. Saben muy bien, según lo ha dicho el general Mercado Jarrín, que un ejército no puede garantizar ninguna acción preventiva y disuasiva respecto a sus vecinos si no cuenta con el apoyo interno de su población civil. El ejército peruano tiene por consiguiente la necesidad profesional de reacreditar su imagen nacional y mejorar sus relaciones políticas con el pueblo peruano. La revolución de octubre de 1968 bien puede por eso haber sido pensada en función de 1879.

El ejército peruano comprende que para ser una alternativa válida y excluir del juego político futuro tanto al Apra como al comunismo debe combinar: 1º) medidas populares distribucionistas, a corto y mediano plazo; 2º) planes coyunturales a largo plazo que le garanticen el desarrollo del país. Se encuentra así en los cuernos de un dilema: a) si adopta medidas populares ocasionará resistencias y desconfianzas entre los empresarios y no podrá contar con ellos para sus planes de desarrollo; b) si por el contrario juega la carta empresarial clásica y solamente persigue fines desarrollistas, el régimen se volverá cada vez más impopular. Durante un tiempo la inflación, el crédito y otras magias presupuestales, demorarán la definición de este dilema; pero llegará un momento en que se planteará desnudamente o el populismo no desarrollista o bien el desarrollo antipopular. Cuando así lo comprendan los militares peruanos puede ser ya muy tarde. Tendrán que elegir la segunda vía, puesto que la primera es un sin sentido, carente de toda estructuración propia y de todo porvenir. Desde luego que cabría una solución: radicalizar el proceso peruano hacia el socialismo auténtico, pero ésta solución –lo hemos dicho– parece estar excluida.

Estas imprecisiones teóricas pueden conducir al ejército, y junto con él a todos nosotros, a situaciones extremas de disgregación y violencia. El ejército peruano ha olvidado que el apetito se despierta comiendo, y lo quiera o no está contrayendo un compromiso muy profundo con las masas populares: ¿Cuándo y cómo podrá cumplirlo? ¿Qué ocurrirá si no lo hace?


MODULO SOBRE EL PERÚ (Buscando una República Chola)

Cuarta Sesión: La Republica Peruana y sus desventuras

LECTURA 4.3

LA PROMESA DE LA VIDA PERUANA[3]

EL PARAÍSO EN EL NUEVO MUNDO

Mucho se ha hablado acerca de la repercusión que tuvo el descubrimiento de América en la imaginación del mundo. Menor preocupación ha habido sobre el significado espiritual del descubrimiento circunscrito del Perú. Y, sin embargo, el Perú no ha sido fruto del azar, ni olvidado rincón continental, ni germen crecido en la insignificancia. Antes de ser realidad deslumbrante fue grandioso ensueño, utopía accesible en virtud del sacrificio ante las mentes ávidas de Balboa y de Andagoya. Su nacimiento en el siglo XVI está rodeado de mitos y leyendas, como lo había estado el nacimiento de los Incas en el siglo XI. Y, cosa curiosa, existe un paralelismo fácil entre los dos grandes mitos que adornan la aurora del imperio y los hechos que en prodigiosa reencarnación de la fábula dentro de la realidad, anteceden y siguen al descubrimiento. Si en el mito del Titicaca la pareja divina llega a enseñar las artes y los oficios a las indiadas bárbaras, la aparición de los españoles se presenta también no sólo como “conquista” sino además como “evangelización” y “colonización”. Mientras en el mito de Paccari Tampu los cuatro hermanos salen a su aventura audaz y sangrienta y luchan entre ellos hasta quedar solo Ayar Manco, los cuatro Ayar españoles podrían haber sido Pizarro, Almagro, Luque y aquel increíble Pedro de Alvarado que vino desde Centro América a participar en el botín: el hierro eliminó a Almagro, su propio ministerio a Luque y la dádiva a Alvarado. Ante los ojos infantiles, algo tiene además Pizarro del héroe que en los cuentos se consagra a la adquisición de un Objeto Sagrado: pájaro que habla, fuente que canta, árbol de frutas doradas. Siempre es algo que da mágicos poderes a quien lo tiene. Generalmente, gigantes o dragones se hallan gozando de ese privilegio; pero genios benevolentes obedecen al héroe o son sugestionados por él. Está profetizado que él logre la victoria: lo necesario colabora con el azar. El héroe es el afortunado Tercer Hijo, el que, por fin, captura el Objeto Sagrado después de múltiples pruebas vencidas gracias a su tenacidad, a su valor, a su predestinación. La diferencia con el caso de Pizarro, está en el final de su vida rutilante de oro y de sangre.

Habiéndose vuelto realidad tangible lo maravilloso en el Perú, la imaginación de los hombres del siglo XVI creyó que el milagro podría repetirse. Surgieron así la leyenda del Dorado según la cual un rey gobernaba en una isla situada en hermosa laguna, “especie de mar blanco cuyas olas rodaban sobre arenas de oro y guijarros de diamante”, la leyenda de las amazonas fecundadas por las espumas del gran río, los reinos imaginarios de Ambaya, de los Escaisingas, de Ruparupa, de Candire, de Omagua, del Paititi, de Henin y otros tantos. ¡Cuán cercanos estaban, así, el acierto y el error, la realidad y la fantasmagoría, el fracaso y el éxito! El imperio de los Incas, el Perú eran verdad; pero los demás imperios o reinos eran mitos. Y este dualismo terrible de los soñadores que aciertan y de los soñadores que se equivocan prosigue a lo largo de toda nuestra historia y hasta durante la República hemos tenido a quienes creyendo salir en busca de los Incas, fueron en realidad, como Alvarez Maldonado, Diego de Mendoza, Pérez de Zurita, Juárez de Figueroa, Juan de Mendoza, o Gonzalo Solís Holguín en pos del fabuloso reino del Gran Paititi…

La imaginación no descansa cuando la época de las expediciones termina y el mapa peruano se halla ya más o menos fijo. A fines del siglo XVI y durante el siglo XVII se entra en una época de exaltación interior. No preocupa ya sobre todo la naturaleza indómita; preocupa la otra vida, la eterna salvación. El cristianismo había, en cierto sentido, cambiado el concepto y la esencia del Objeto Sagrado de los cuentos orientales. Este existe, no ha sido monopolizado por fuerzas enemigas, ni es propiedad de otro: a todos se manifestaría por igual. El pecado lo ha hecho ocultarse. No puede ser cogido: ante él sólo cabe la adoración. La vida unida a la fuerza sobrenatural de la gracia abren el camino para su acceso. Es el Santo Graal, hasta donde asciende únicamente Sir Gallahad, el caballero predestinado. Esta transformación cristiana del Objeto Sagrado predomina en el siglo místico y ascético del Virreinato peruano y produce también seres reales pero de maravilla, ya no en el mundo de la acción sino en el mundo de la contemplación hasta llegar a la santidad.

(Entre paréntesis cabe afirmar que con la leyenda de Fausto la búsqueda cambia de finalidad. El Objeto Sagrado no existe. Se trata de lograr la salvación personal, sin relación con el resto de la especie humana. Fausto es víctima y sede de la tentación; pero al fin se salva gracias a su desasosiego. Triunfa no porque sea perfecto sino porque combate el pecado, aunque sea a última hora. No es excepcional porque es moralmente mejor, sino tal vez porque es peor. El héroe se ha vuelto un bribón que en la escena final se arrepiente. La riqueza de la vida espiritual en el Perú de aquella época no podía ser ajena a la leyenda de Fausto. Por razones de evangelización, ella aparece sobre todo en los autos sacramentales escritos en quechua con sentido simbólico. Hasta ahora son dos nuestros Faustos indígenas: Usca Paucar, y El pobre más rico. Ambos –Usca Paucar como Sayri Titu, el “pobre más rico”– ceden a las promesas del demonio que aquí se llama Yuncanina y les invita a banquetes con papas, quinua y choclo y al disfrute de un fácil amor; ambos se libran de pagar el trascendente precio de sus francachelas y no entran al infierno gracias a la oportuna invocación a la virgen de Copacabana o a la del santuario de Belén en el Cuzco).

Tenemos pues ya la imaginación lanzada primero a la búsqueda de imperios suntuosos y luego a la de la eterna felicidad. Todavía no han agotado, sin embargo, sus campos. Surge también la visión del Perú, o de América íntegra como reminiscencia del Paraíso. Algunos llegan a insinuar que aquí fue donde moraron Adán y Eva; y esta tesis que primero es sólo atisbo, conjetura, hipótesis o deseo, para Antonio de León Pinelo resulta evidencia comprobada en un esfuerzo laboriosísimo de erudición y dialéctica. Su obra El Paraíso en el Nuevo Mundo examina todas las posibilidades de ubicación terrena del Paraíso y va desechando cada una con especiosas razones para hacer luego razonadamente la afirmación que es grata a su cariño y a su orgullo de indiano. De dicha obra sólo se imprimió el “aparato” con la portada y las tablas o índices. Hubo interés poderoso que no quiso dar a los americanos la ilusión de tan viejo e ilustre abolengo. Recientemente, Raúl Porras Berrenechea ha publicado el libro íntegro en una edición ejemplar y con un prólogo admirable.

Por otra parte, América y dentro de ella principalmente el Perú, encandila también la imaginación extraña. En 1735 se estrena en París el ballet Las Indias Galantes con música de Rameau, cuyo argumento versa sobre los amores de una princesa inca con un español; y su éxito es tan notable que hasta se suceden las parodias como Las Indias Cantantes y Las Indias Danzantes. A 1732 pertenece la tragedia Alzira de Voltaire, de argumento peruano, ensayo de dar a los conquistadores una lección de tolerancia, de bondad y de paciencia que restañe las heridas de la guerra y apresure la incorporación del indio a la cultura occidental. Bien conocido es el éxito que poco más tarde obtenía la novela épica y filosófica de Marmontel llamada Los Incas. Menos conocida es, en cambio, la invasión de obras con temas peruanos en los escenarios parisinos: dos comedias con el nombre La peruana en 1748 y 1754, la tragedia Manco Capac en 1763, Azor o los peruanos en 1770. Aunque hoy esté olvidada, fue también muy célebre en su época la obra Cartas de una peruana por Madame de Graffigny, cartas escritas en “quipus” que son una crítica a las costumbres europeas.

En todos estos documentos y en otros más no hay sólo exponentes del sentimiento de lo exótico, que se difundía en Francia y en otros países de Europa. Aparece también la idea cada vez más popular del “noble salvaje”, del hombre bueno en estado de naturaleza que se corrompe en la civilización y en la sociedad. Se mezcla el relato cristiano del paraíso perdido y la “edad de oro” de que hablaran los poetas latinos con los prodigios hallados en el “Nuevo Mundo”; y las traducciones de los cronistas de la Conquista, el entusiasmo expresado por misioneros y viajeros, piratas y aventureros vienen a coincidir con el gusto por lo exótico y el pesimismo filosófico y social entonces imperante. Y en otro campo, aunque muy cerca de éste, surge la leyenda dorada acerca de la sabiduría y el orden creado por los Incas. Aunque en sentido distinto de aquel que León Pinelo diera a su obra, en realidad trátase de afirmar también aquí que el “paraíso perdido” estuvo en América, o, más concretamente, en el Perú. El espejismo de bienaventuranzas truécase en nostalgia de lejanías. Ante las insuficiencias del presente, los ojos no miran hacia el futuro en busca de compensaciones; miran hacia el pasado pero esta vez ya no hacia el pasado suspendido en el destiempo, sino hacia el pasado concreto del hombre en estado de naturaleza: siempre es el consuelo onírico, el goce lunar o sea de reflejo.

La búsqueda ha sido, primero, de tesoros y de reinos maravillosos. Luego, ha sido búsqueda de eterna salvación. En seguida esa felicidad soñada primero en hazañas de geografía y de milicia o en el éxtasis religioso, se transporta hacia el pasado, ya sea ahistórico (Adán y Eva), ya sea histórico (Incas). Falta la transformación de esta búsqueda orientándola hacia el futuro, el sueño del paraíso no perdido sino por encontrar. Y él surge en su momento propicio. El mundo se ha vuelto pequeño y ya no hay reinos como el de los Incas, ni siquiera como el de Paititi o el de Ruparupa. Por otra parte, el campo de la vida religiosa va desligándose lentamente de la vida civil. Y después de las grandes revoluciones norteamericana y francesa irrumpen las masas como personajes del acontecer histórico, y el siglo XIX ha de ver cómo la preocupación política y social prevalece sobre la preocupación geográfica imperante en la época de los grandes descubrimientos, sobre la preocupación religiosa que dominó entre nosotros a fines del siglo XVI y durante el siglo XVII y sobre la preocupación especulativa que define a cierto momento del siglo XVIII. El sueño del paraíso futuro abierto para todos amanece junto con la edad contemporánea.

En cada uno de los países de América, este sueño es el de la Emancipación política, aislada y loca quimera inicialmente, realidad de sangre, lodo y lágrimas más tarde. Pero no se trataba simplemente de cortar la sujeción política a España. La Independencia fue hecha con una inmensa promesa de vida próspera, sana, fuerte y feliz. Y lo tremendo es que aquí esa promesa no ha sido cumplida del todo en ciento veinte años.

¿PARA QUÉ SE FUNDO LA REPÚBLICA?

EL Perú moderno (lo hemos dicho muchas veces) debe a la época pre-histórica la base territorial y parte de la población; de la época hispánica provienen también la base territorial, otra parte de la población y el contacto con la cultura de Occidente; y la época de la Emancipación aporta el sentido de la independencia y de la soberanía. Mas en esta última etapa, madura asimismo un elemento sicológico sutil que puede ser llamado la promesa.

El sentido de la independencia y de la soberanía no surge bruscamente. Dentro de una concepción estática de la historia el período de tiempo comprendido entre 1532 y 1821 se llama la Colonia. Para una concepción dinámica de la historia, dicha época fue la de la formación de una sociedad nueva por un proceso de rápida “transculturación”, proceso en cual aparecieron como factores descollantes la penetración de los elementos occidentales en estos países, la absorción de estos elementos de origen americano hecha por Occidente, el mestizaje, el criollismo y la definición de una conciencia autonomista.

Los americanos se lanzaron a la osada aventura de la Independencia no sólo en nombre de reivindicaciones humanas menudas: obtención de puestos públicos, ruptura del monopolio económico, etc. Hubo en ellos también algo así como una angustia metafísica que se resolvió en la esperanza de que viviendo libres cumplirían su destino colectivo. Nada más lejos del elemento sicológico llamado la promesa que la barata retórica electoral periódica y comúnmente usada. Se trata de algo colocado en un plano distinto de pasajeras banderías. Aún en los primeros momentos de la Independencia así quedó evidenciado. Los llamados separatistas o patriotas entraron en discordias intestinas demasiado pronto, antes de ganar esa guerra, aún antes de empezar a ganarla. Se dividieron en monárquicos y republicanos y los republicanos, a su vez, en conservadores y liberales, en partidarios del presidente vitalicio y del presidente con un período corto de gobierno, en federales y unitarios. Y sin embargo, a pesar de todo el fango que con tal motivo mutuamente se lanzaron y a pesar de la sangre con frenesí vertida entonces para todos ellos esa victoria de la guerra de la independencia al fin lograda después de catorce años, apenas si fue un amanecer. Bolívar y San Martín, Vidaurre y Luna Pizarro, Monteagudo y Sánchez Carrión, por hondas que fuesen sus divergencias, en eso estuvieron de acuerdo.

Las nacionalidades hispano-americanas tienen, pues, un signo dinámico en su ruta. Su antecedente inmediato fue una guerra dura y larga; su origen lejano, un fenómeno de crecimiento espiritual dentro del proceso vertiginoso de la “transculturación” de la civilización occidental en este suelo simbólicamente llamado el “Nuevo Mundo”. Y por eso se explica que en el instante de su nacimiento como Estados soberanos, alejaran su mirada del ayer para volcarla con esperanza en el porvenir.

Esa esperanza, esa promesa, se concretó dentro de un ideal de superación individual y colectiva que debía ser obtenido por el desarrollo integral de cada país, la explotación de sus riquezas, la defensa y acrecentamiento de su población, la creación de un “mínimun” de bienestar para cada ciudadano y de oportunidades adecuadas para ellos. En cada país, vino a ser en resumen, una visión de poderío y de éxito, para cuyo cumplimiento podrían buscarse los medios o vehículos más variados, de acuerdo con el ambiente de cada generación.

En el caso concreto del Perú, sin saberlo, la promesa recogió algunos elementos ya conocidos en el pasado, transformándolos. Los incas para sus conquistas inicialmente procuraron hacer ver a las tribus cuya agregación al Imperio buscaban, las perspectivas de una vida más ordenada y más próspera. Más tarde, incorporado el Perú a la cultura occidental, su nombre sonó universalmente como fascinador anuncio de riqueza y de bienestar. Al fundarse la independencia, surgió también, un anhelo de concierto y comunidad: “Firme y feliz por la Unión”, dijo, por eso, el lema impreso en la moneda peruana. Y surgió igualmente en la Emancipación un anuncio de riqueza y de bienestar proveniente no sólo de las minas simbolizadas por la cornucopia grabada en el escudo nacional sino también por todas las riquezas que el Perú alberga en los demás reinos de la naturaleza, que el mismo escudo simboliza en la vicuña y en el árbol de la quina. Un fermento adicional tuvo todavía la promesa republicana que el “quipu” inca y el pergamino colonial no pudieron ostentar porque ambos correspondían a un tipo de vida socialmente estratificada: el fermento igualitario, o sea el profundo contenido de reivindicación humana que alienta en el ideal emancipador y que tiene su máxima expresión en el “Somos libres” del himno.

Lágrimas de gozo derramáronse en la Plaza de Armas de Lima el 28 de julio de 1821; con majestad sacerdotal se sentaron los hombres del primer Congreso Constituyente en sus escaños; heroicamente fueron vertidos torrentes de sangre tantas veces; estentóreos sonaron los gritos de tantas muchedumbres incluyendo las que vocearon su solidaridad con México, Cuba y Centro América amenazados y las combatieron cantando el 2 de mayo de 1866. Y sin embargo ¡cuán pronto se escucha también en nuestro siglo XIX quejas y protestas, voces de ira y desengaño, recitaciones vacías, loas serviles, alardes mentidos y se ven al mismo tiempo, encumbramientos injustos, pecados impunes, arbitrariedades cínicas y oportunidades malgastadas!

A pesar de todo, en los mejores, la fuerza formativa e inspiradora de la promesa siguió alentando. Dejada caer implicó el peligro de que otros la recogieran para usarla en su propio beneficio quizás sin entender bien que el destino dinámico de estas patrias, para ser adecuadamente cumplido, necesita realizarse sin socavar la cohesión nacional y los principios necesarios para el mantenimiento de su estabilidad. Porque careciendo de otros vínculos históricos, algunos de estos países tienen como más importante en común sólo su tradición y su destino.

En aquel ámbito de la vida republicana sobre el cual resulta posible intentar un juicio histórico, llaman preferentemente la atención dos entre los diferentes modos cómo se intentó el cumplimiento de la promesa: el debate entre las ideas de libertad y autoridad y el afán de acelerar el progreso material.

El dilema libertad-autoridad no estuvo felizmente planteando por los ideólogos del siglo XIX. Los liberales se dejaron llevar por la corriente de exagerado individualismo que después de la Revolución Francesa surgió en Europa. Tuvieron de la libertad un concepto atómico y mecánico. No miraron a la colectividad como a una unidad orgánica. En las Constituciones de 1823, 1828, 1834, 1856 y 1867 intentaron el debilitamiento del Ejecutivo y pusieron en todo instante una fe excesiva en el sufragio, cuya máxima ampliación buscaron. Por su parte, los conservadores fueron incrédulos ante la ilusión del sufragio, criticaron la acción del Poder Legislativo (léanse, por ejemplo, las páginas de La Verdad en 1832 y las notas de Bartolomé Herrera al texto de Derecho Público de Pinheiro Ferreira) y quisieron fortalecer el Ejecutivo. Pero a veces les caracterizó su falta de espíritu de progreso, su carencia de fe en el país y su poca cohesión. Los liberales, en cambio tuvieron seducción en su propaganda, optimismo, inquietud por los humildes. Cabe pensar, por eso, que el ideal habría sido “encontrar una fórmula que recogiendo los matices mejores de ambas concepciones fuese hacia un Estado fuerte pero identificado con el pueblo para realizar con energía y poder una obra democrática” (Son palabras de quien escribe también estas líneas, incluídas en un estudio titulado La Monarquía en el Perú, que se publicó en 1928).

El afán exclusivo por el progreso material se plantea por primera vez en gran escala por acción de Enrique Meiggs hacia 1870. Este hombre de negocios norteamericano había vivido en Estados Unidos durante el rápido tránsito de dicho país desde la vida agrícola hacia la vida industrial. Había visto Meiggs, por lo tanto, surgir y desarrollarse aquella exuberancia de energía, aquella actividad casi frenética que siguieron a la guerra de Secesión, mediante la construcción de ferrocarriles, la difusión del telégrafo y del cable y las especulaciones osadas de los bancos y bolsas comerciales. Modelar el continente para beneficio del hombre y participar en las grandes ganancias que de allí resultan: ese fue el ideal de dicha época. Meiggs quizo aplicar bruscamente la misma panacea en el Perú. De allí la febril construcción de ferrocarriles, los grandes empréstitos, “el vértigo comercial que arrastró a los hombres de negocios a toda clase de negocios”. Bien pronto sin embargo, vinieron la formidable oposición ante la nueva política económica, la tragedia de los hermanos Gutiérrez, la crisis que precedió a la guerra con Chile. La experiencia evidenció así que el desarrollo material del país no debía ser una meta única. Evidenció también que este mismo desarrollo, para ser sólido, necesita basarse no sólo en la hacienda pública sino también en una permanente estructura industrial y comercial y que en la administración fiscal preciso es dar importancia, al lado del aumento de las rentas y de los gastos, a un maduro y sistemático plan económico.

¿Para qué se fundó la República? Para cumplir la promesa que en ella se simbolizó. Yen el siglo XIX una de las formas de cumplir esa promesa pareció ser durante un tiempo la preocupación ideológica por el Estado y más tarde la búsqueda exclusiva del desarrollo material del país. En el primer caso, el objetivo por alcanzar fue el Estado eficiente; en el segundo caso, fue el país progresista. Mas en la promesa alentaba otro elemento que ya no era político ni económico. Era un elemento de contenido espiritual, en relación con las esencias mismas de la afirmación nacional. ¿Comprendieron y desarrollaron íntegramente y de modo exhaustivo ese otro matriz de la promesa los hombres del siglo XIX que, por lo demás, no malograron ni la estabilidad del Estado ni el integral progreso del país? He aquí lo que un peruano, también del mismo siglo escribió: “Como individuo y como conjunto, finalmente, el hombre necesita tener un ideal que perseguir, una esperanza que realizar. Por ese ideal y conforme al que se trazan, se hacen los hombres y los pueblos. Cuando carecen de él se arrastran, como nosotros, perezosos, desalentados, perdidos en el desierto, sin luz en los ojos ni esperanza en el corazón. Crearlo digno y levantado y mantenerlo siempre viviente para los individuos y para el conjunto es suprema necesidad de todo el pueblo y misión encomendada a los que lo guían”.

IDEAS DEL PERUANO DEL SIGLO XIX

Por más que nos disguste la época colonial, será imposible negar un hecho en bloque: a su manera tuvo fuerza y plenitud. Ningún edificio republicano se compara, por ejemplo, con el claustro de San Francisco en Lima, o con la iglesia de la Compañía en Arequipa. Los hombres que hicieron esas y otras cosas tuvieron la virtud de la sinceridad de la fe y del ímpetu creador, estuvieron todos unidos por comunes ideales, aceptaron, comprendieron y utilizaron su propio medio, careciendo de propósitos de medro o de apariencia. Para confusión de quienes sólo vilipendian aquella época, fue entonces cuando nació en la vida y en las costumbres lo que se ha llamado el “criollismo”. La misma educación colonial, tan escarnecida, produjo sabios que ciertamente no fueron de relumbrón y plasmó a esa épica serie de hombres que se lanzó a la épica aventura de la Independencia. Educación de minorías muy filtradas, ciertamente; pero ¡cuán auténtica y profunda dentro de sus limitaciones!

Al iniciar los países suramericanos su vida autónoma, sin duda no les faltó patriotismo. Una guerra de catorce años e innumerables campañas, batallas y rasgos heroicos estaban allí para atestiguado. Pero independientemente de este patriotismo bullente, acompañado muchas veces por la altivez puntillosa en la defensa de la dignidad y del honor de la patria recién nacida, hubo en los hombres de aquella época auroral varias fuerzas poderosas que los apartaron de la comunión con el propio terruño. Fue una de ellas la fascinación por lo extranjero. A la patria misma no sólo le impusieron los ornamentas republicanos, sino también piezas de la maquinaria estatal de Francia y los Estados Unidos. Ideólogos, legisladores, codificadores, artistas, poetas, coincidieron en una actitud de sumisa y unciosa imitación. Paradojalmente la “tapada” limeña y el indio de las serranías cada uno en el aislamiento de su propio medio, mostraron, en cambio, divergente pero análoga indiferencia por el modelo de ultramar.

Atrasado e ignaro pareció entonces todo aquel que no se extasiara ante una idea del siglo XIX que la sintió como ningún otro: la idea del progreso. “Oh porvenir, oh sol sin occidente”, cantó en unos versos nuestro González Prada, figura tan típica de su época. La humanidad parecía haber avanzado lentamente en una línea que iba desde las tinieblas de la barbarie hacia la luz de la civilización. Quienes habían vivido como adolescentes o como niños el proceso de la Independencia americana, tenían personales razones para adherirse a esta idea. Se había producido ante sus propios ojos un fiat lux. El pasado era condenable como pasado, por ser venero de oscurantismo y de atraso. Este anti-historicismo hallaba un aliado en el desarrollo prodigioso de la vida industrial. La navegación a vapor, el alumbrado de gas, el ferrocarril y otras maravillas insospechadas surgieron una tras de otra ante los ojos atónitos de aquella generación, anunciando una vida nueva y muy superior a la de antaño. Junto con el progreso material parecía indudable que la humanidad alcanzaba el progreso espiritual.

Habiendo roto sangrientamente con el pasado inmediato y encontrándose frente a un prodigioso desarrollo industrial que hasta él llegaba sólo en parte y tardíamente, el hombre americano del siglo XIX vivió con frecuencia en un desasosiego, en un descontento, en una vacilación entre la altivez y la humillación, que sus abuelos del elegante siglo XVIII y sus bisabuelos del ascético siglo XVII, tan seguros de ellos mismos, nunca pudieron concebir. Hacia la mitad del siglo, esta tragedia espiritual había llegado a extremos pavorosos. Como he tenido ocasión de repetirlo en otra oportunidad, las auras del movimiento literario romántico infundieron al americano el pesimismo de haber nacido demasiado tarde en un mundo demasiado viejo. La reverencia sumisa a Europa que ha primado hace bien corto tiempo, le infundió la amargura de ser americano, es decir, de pertenecer a una tierra que se hallaba muy lejos de constituir el centro de la civilización. Por aquellos años comenzaba a tener auge el entusiasmo por los hombres rubios, sobre todo por los anglosajones, así que otra insatisfacción adicional, fue la de tener el cabello y a veces el rostro demasiado oscuros. Como aún quedaba el rescoldo del odio a España, que los sucesos del 61 al 66 hicieron surgir de nuevo, se ahondó aún más tanta amargura recordando los vínculos con la antigua metrópoli que aún no habían podido ser deshechos. Y como si todo esto fuera poco, el prejuicio racial hizo llegar en algunos la lamentación a su colmo, al pensar que este hombre tan desgraciado porque había llegado demasiado tarde a un mundo demasiado viejo, porque vivía tan lejos de la cultura, porque no era rubio y porque tenía vínculos raciales y espirituales con la despreciada España, tenía que verse obligado a vivir rodeado de indios, negros y mestizos.

Por todas estas razones se explica cómo abundó en nuestro siglo XIX la actitud que podría llamarse de progresismo abstracto. Al progresismo abstracto, lo que le interesó fue la introducción súbita de todo lo que era considerado por la moda vigente como deseable, para vencer así el pasado que, en su concepto, “hechizaba” a América. Hubo representantes del progresismo abstracto fascinados por el federalismo, por la descentralización, por el parlamentarismo. Otros, o los mismos, pretendieron otorgar al indígena, de golpe, el derecho de voto, sin considerar que ese derecho no sería ejercido en la realidad. Otros quedaron absorbidos por la preocupación de combatir a la Iglesia en la vida civil. A la pregunta “¿Qué necesita el Perú?”, los progresistas abstractos contestaban: “Federalismo” o “Descentralización”, o “Predominio del Parlamento”, o “Sufragio Universal” o “Equilibrio entre las dos Potestades”. Y no faltaron, por último, aquellos que haciendo del Perú un caso único en América, propugnaron como un ideal la lucha contra el ejército.

Lo que el Perú en realidad necesitaba era, primeramente, un afianzamiento de la conciencia nacional contra los latentes peligros en todas sus fronteras y un plan sencillo y realizable de mejoramiento biológico, sanitario, económico y cultural de su elemento humano, así como un creciente dominio y utilización de su medio geográfico.

Al revés de lo que ocurrió después de la catástrofe del 79, cuando la afirmación nacional fue hecha inicialmente por González Prada, después de las primeras turbulencias republicanas la afirmación nacional pareció partir hacia 1842 del bando que se oponía doctrinariamente al progresismo abstracto. Era este el autoritarismo reaccionario, que primero había tenido figuras extranjeras como Bolívar, Monteagudo y Santa Cruz y que luego se había diseñado como un intelectualismo de círculo con acción en el periodismo y en antecámaras palaciegas, bajo el patriciado de José María de Pando. No fue entonces cuando la afirmación nacional fue hecha enérgicamente; mas bien hubo en Pando y en algunos de sus amigos una actitud de desprecio, primero malvelado, luego franco ante el país. Hay que avanzar algunos años y llegar a 1842 para el hallazgo mencionado, volviendo a leer el sermón que Bartolomé Herrera pronunciara en las exequias del presidente Gamarra. Sin aludir a la anécdota histórica que circunda a esa pieza oratoria, ni a su finalidad doctrinaria, se insiste aquí en el calor patriótico de su inspiración, cuyo leit-motif podría condensarse en estas dos frases allí mismo expresadas: “¿No es verdad que quienes ignoran que el amor a la patria es caridad más perfecta que la particular, no saben si es virtud?” y “La Patria que sólo es visible para los corazones que le presenten el tributo de su amor, no existía para muchos”.

Desgraciadamente para el cultivo de la afirmación nacional, en Herrera ejercieron luego influencia el maestro y el filósofo del Derecho Natural y de Gentes y el sacerdote, defensor por escrito y oratorio de los derechos de la Iglesia amenazada. No se trata de decir que el patriota se esfumó o debilitó, sino que las necesidades de la áspera lucha doctrinaria entre 1846 y 1860 lo llevaron a combatir al progresismo abstracto con armas análogas a las empleadas por éste.

Al margen del progresismo abstracto y de sus rivales ideológicos, otros sectores de hombres del siglo XIX cultivaron una actitud que podría llamarse de inmediatismo utilitario. Los inmediatistas utilitarios usurparon muchas veces ideas y tópicos del progresismo abstracto o de sus rivales, para ponerlos al servicio del endiosamiento o del vejamen de los caudillos o del medro propio. Hicieron uso abundante del periodismo o de la tribuna; en aquel prosperó con donaire y gracejo, al lado del artículo sesudo, el género epigramático. Y llegaron a una fecundidad sorprendente en la producción de folletos. El folletismo intercepta como si fuera flora de la selva amazónica, los caminos historiográficos de nuestro siglo XIX. Desde la proscripción o en el país mismo; para saciar odios tremendos, o en una ingenua defensa ante el tribunal de la Posteridad; anónimos, firmados con iniciales o con nombres preclaros u olvidados, los folletos escriben la historia de nuestro siglo XIX y ésta sin ellos quedaría ciega y sorda. La mayor parte de ellos pueden ser catalogados en el inmediatismo utilitario. De sus páginas amarillentas, todavía sale como un vaho de pasiones violentas y estériles.

Pero no sólo en el progresismo abstracto y en el inmediatismo utilitario se canalizó el pensamiento de nuestro siglo XIX. Hubo también la actitud que podría llamarse el escapismo. Para no ver la realidad circundante, para olvidar los problemas inmediatos, para dejar de ser lo que se era e intentar una vida imaginaria, algunos escritores y artistas se forjaron mundos de fantasía o evocaron determinadas épocas del pasado. El movimiento romántico, con la boga que impuso de figuras y escenas de la Edad Media europea, ayudó al “escapismo”; pero aún más tarde esta actitud continuó. Hubo quienes optaron por la época clásica, otros por la francesa de Luis XIV, otros por la Corte española de los Felipes y Carlos. Y cuando se trató del pasado nacional, a él se acudió a veces con exclusivo propósito de amenidad y fantasía, y a veces con el terrible peso de una yerta erudición.

Hacia fines del siglo XIX surgió una nueva actitud. Ella podría ser llamada el sociologismo positivista. Se apartó el sociologismo positivista, al parecer, del progresismo abstracto, porque al fin se acercaba con ojos críticos a la propia tierra; y se escapó también de los “escapistas” que miraban a todas partes menos a su alrededor, y de los inmediatistas utilitarios a quienes importaba sólo el momento presente. Llegó en una época en que ya se había enfriado bastante el entusiasmo ingenuo de las primeras décadas republicanas y en que existía un capital de experiencias en el camino hasta entonces recorrido. Parecía haber madurado el momento de hacer un examen de conciencia y de trazar bases realistas para el porvenir nacional.

Una figura preclara del pensamiento y de las letras peruanas de fines de siglo XIX ostenta el privilegio de haber sintetizado lo que en otros fue antagónico o estuvo disperso y localizado: González Prada. En su obra se halla al mismo tiempo y contradictoriamente el progresismo abstracto, el escapismo, el sociologismo positivista y hasta el inmediatismo utilitario. El progresismo abstracto está en la ilusión por la Ciencia y la Razón, así como la utopía anarquista en los últimos años. El escapismo surge en gran parte de su producción poética. El sociologismo positivista tiene cabida en muchas páginas de Horas de lucha, cuando enjuicia con rigor pesimista la realidad política y social del país. Y, lo que sería más discutible en esta síntesis, el inmediatismo utilitarista también aparece en la obra de Prada, pues no hay que olvidar la breve campaña del Partido Unión Nacional y los acerbos juicios acerca de los distintos partidos y caudillos de la época, especialmente acerca de Piérola. Y, para desdicha del Perú, fue este mismo escritor el que en discursos y artículos lapidarios, sólo por brevísimo tiempo, llegó a expresar una enérgica afirmación nacional después del desastre del 79. Gran parte del libro Páginas libres ha recogido estos documentos. Pero así como Herrera, cuarenta años atrás, no ahondó y no insistió en la afirmación nacional por las exigencias inmediatas que le impuso su profesión sacerdotal y el debate doctrinario de su tiempo, en González Prada el viaje a Europa y el comercio incesante con las ideas europeas consideradas novedosas en su época, lleváronle finalmente a una actitud mucho más radical, llegando a exclamar ante la idea de la patria estas palabras: “Execro yo, tu bárbara impiedad”.

La tragedia profunda de nuestra época está en que las bases teóricas sobre las que reposaba la mente del hombre del siglo XIX hoy se hallan en crisis, desde las que conciernen al progresismo abstracto hasta las del sociologismo positivista. ¿Cuál fue la obra y la huella del sociologismo positivista sólo superficialmente mencionado en este capítulo? ¿En qué consiste la crisis de las ideas décimononas? ¿Qué elementos de ellas han conservado y ahondado su vitalidad? ¿Qué punto de partida debe tener el peruano que va a pertenecer a la segunda mitad del siglo actual? Ese ha de ser el contenido de los próximos párrafos.

PROGRESISMO, POSITIVISMO Y PRESENTISMO

El progresismo abstracto que dominó en muchos suramericanos desde comienzos del siglo XIX hasta nuestros días, fue en realidad una forma de idealismo. Para esta concepción el hombre es un ente racional, por encima de la historia. Ella, la historia, pesa sobre él como odioso lastre, o es utilizable sólo como catálogo de los esfuerzos de liberación; en ningún caso resulta una fuerza condicionante. La personalidad nacional, el vínculo de la familia, de grupo o de clase, el medio ambiente, el instinto, la neurosis, la subconsciencia no son factores a los que se puede conceder importancia en el individuo. La razón viene a simbolizar la facultad humana por excelencia: el uso de ella cada vez más vasto permitirá el abandono paulatino de la barbarie, que no es sino una forma del oscurantismo. “Guerra al menguado sentimiento, culto divino a la Razón”, cantó González Prada.

A lo largo de los últimos ochenta años, las bases racionalistas e idealistas de esta actitud han sido contradichas. El prodigioso desarrollo de las ciencias biológicas, sociológicas, antropológicas e históricas, así como el estudio de la sicología infantil, de la sicología de las masas y hasta de la siquiatría, han hecho esfumarse la idea del “hombre razonable” erigido como arquetipo a principios del siglo pasado. Se esfuma, igualmente, la idea del individuo como unidad atómica, como persona soberana, porque su vida es inseparable de su ambiente social y porque si no pertenece a una comunidad y se ha descargado de su herencia humana, es como un errante animal.

La idea de progreso sufre también una esencial revisión. Existe, sin duda alguna, y de un modo creciente, el progreso entendido como dominio sobre la naturaleza exterior. Tan es así que todas las cosas que atónitos vieron los ojos del hombre del siglo XIX –vapor, ferrocarril, alumbrado de gas– resultan modestas o risibles frente a lo que han visto los ojos del hombre del siglo XX. Pero lo que entonces pareció absurdo se ha realizado: los nuevos y prodigiosos instrumentos de la ciencia y de la industria han sido puestos al servicio de la guerra. El porvenir no es “sol sin occidente”. Pese a sus comodidades y a sus máquinas el hombre no es más feliz ni mejor. A veces, el exceso de racionalismo, al implicar exceso de cultura y de refinamiento, lo ha llevado a la decadencia, volviéndole estéril, escéptico o anti-social.

Algo queda, sin embargo, del progresismo abstracto, tal como él fue entendido en nuestra América. Preciso es no olvidar que con él coincidió el proceso de la Independencia, en cuya raíz alentó el concepto de soberanía y de libertad nacional. La emoción sagrada que halla su exponente en las inflamadas palabras de San Martín en la Plaza de Armas el 28 de julio de 1821, tuvo su respuesta colectiva en las muchas generaciones que cantaron entusiastas las estrofas que dicen: “Somos libres, seámoslo siempre”. Y este concepto de soberanía y de libertad es más hondo que el vaivén de las ideologías y que los cambios introducidos por el aporte de las ciencias. Quedan, por lo tanto, como elemento esencial y permanente de la persona nacional, que es preciso defender y afirmar. Pero ahí no se limita ese legado. No sólo se trata de una afirmación; se trata también de una promesa. ¿Para qué hemos conquistado la independencia? Para desarrollar hacia el máximo las posibilidades de este suelo y para dar una vida lo mejor posible al hombre peruano. Podemos discrepar con nuestros abuelos en algunos de los medios o procedimientos para obtener ese fin; San Martín y Bolívar discreparon a menudo de los ideólogos contemporáneos suyos y ellos no pensarían lo mismo hoy sin dejar de mantener su ideal emancipador. Pero tanto la afirmación como la persona quedan en pie y son un mandato a la vez que una responsabilidad.

El sociologismo positivista surgió en América en el área cronológica correspondiente a fines del siglo XIX; sus estribaciones son, sin embargo, visibles en las tres primeras décadas del siglo actual, siendo una de esas estribaciones el materialismo histórico que tiene, además, algunos ingredientes del progresismo abstracto. La actitud del genuino sociologismo positivista fue el pesimismo. Contemplaron sus adeptos, de un lado, las dictaduras y la anarquía continentales; y, de otro, las circunstancias geográficas, sociales y económicas. Y su veredicto fue coincidente con el formulado por algunos europeos de la misma escuela. Según los países americanos, tomaron distintas actitudes. En Venezuela, por ejemplo, el sociologismo positivista al constatar la inexorable acción de las fuerzas mecánicas en la vida colectiva, se puso al servicio de la dictadura allí entronizada durante veintisiete años, considerándola un legítimo o genuino producto de ellas y predicando resignación y conformidad. Tal es el significado de la obra de Pedro M. Arcaya y de Laureano Vallenilla Lanz. Algo parecido ocurrió, un poco antes, con los llamados “científicos” mexicanos en relación con Porfirio Díaz.

El caso de A1cides Arguedas en Bolivia es distinto. Su libro Pueblo enfermo no quiere ser servil con nadie, sino, por el contrario, traza con rudeza un cuadro sombrío de males y vicios que él localiza en Bolivia y que en buena parte coinciden bajo distintos cielos con el barro humano.

En el Perú el sociologismo positivista llegó también a fines del siglo XIX y comienzos del siglo actual y tuvo varias manifestaciones. Una de ellas está en una parte de la obra de Manuel González Prada. Aunque la obra poética de Prada se afilia al “escapismo” con la sola excepción de Presbiterianas, y aunque dentro de la obra en prosa la semblanza de Grau y otros ensayos buscan una neta afirmación nacional y la propaganda anarquista de su último período implica una exageración utópica del viejo progresismo abstracto, cabe reconocer algunos elementos del sociologismo positivista en el resto de su producción. Bien es sabido que Prada fue un ensayista literario y no un sociólogo. Sin embargo, su opinión despectiva y condenatoria de la época republicana en bloque y, en general, de toda la historia del Perú; su idea de que adonde se le apretara, el Perú vertía pus; su reacción contra la capital, contra las clases dirigentes y contra la religión lo vinculan a dicho movimiento. Contra la religión, por ejemplo ¿no dijo cosas tremendas, llevado por la idea de que la Ciencia, así con C mayúscula, la había condenado a morir? En su famoso discurso en el teatro Politeama ¿no fue también la Ciencia la divinidad que propuso a la juventud? Abramos por azar algunas de sus páginas y entre otros muchos ejemplos que pudieran citarse hallaremos estas palabras: “Acabemos ya el viaje milenario por regiones de idealismo sin consistencia y regresemos al seno de la realidad, recordando que fuera de la Naturaleza no hay más que simbolismos ilusorios, fantasías mitológicas, desvanecimientos metafísicos. A fuerza de subir a cumbres enrarecidas, nos estamos volviendo vaporosos, aeriformes: solidifiquemos. Más vale ser hierro que nube”. No se trata de decir que Prada “realizó” obra sociológica, sino que estuvo impregnado por ese ambiente, que era, por lo demás, el de su tiempo.

Coincidió generalmente el sociologismo positivista con el progresismo abstracto en la sumisión frente a la moda europea, y si bien lo superó en la mirada crítica ante la realidad nacional, pecó a veces por su fatalismo. Cuando a principios del siglo, Rickert trazó la división entre las ciencias naturales y las ciencias culturales y probó definitivamente que la historia no es ciencia natural, derribó toda la tesis determinista que el sociologismo positivista había incrustado en el proceder histórico para sacar de él leyes fijas o inexorables, base de su pesimismo y de su fatalismo.

En resumen, del progresismo abstracto, en relación con la época de su desarrollo y con la obra por él realizada en este Continente, nos queda su afirmación de independencia y de soberanía y su promesa para el hombre peruano. Afirmación de independencia que debe fortalecer al instinto de perdurar en medio de un mundo furioso y violento. Promesa que implica el compromiso de crear un mañana mejor. Del sociologismo positivista nos queda la actitud de análisis ante la realidad. El interés por la producción, la distribución, la circulación y el consumo de la riqueza, la protección a la natalidad, la defensa y mejora del capital humano, la lucha contra la desnutrición, los flagelos endémicos y la miseria hallan nuevo realce después del advenimiento del sociologismo.

Y pasamos ahora a la situación presente. Sería burdo pretender el abandono o la desatención de los elementos técnicos y de los resultados obtenidos por la experiencia en los países más desarrollados que el nuestro. No han transcurrido muchos años, sin embargo, desde que gente muy fina y muy culta pretendía que nos limitáramos a esa atención y a ese aprendizaje y que nos entregáramos íntegramente, hasta con nuestras mejores ilusiones y alegrías, a Europa. Melancólicamente sonreían al decirnos: “¡Cómo pudiéramos empujar a las playas de acá, como quien empuja un carruaje, para estar más cerca de Europa y poder visitarla más a menudo!”. Hoy desearíamos estar todavía más lejos de Europa de lo que estamos. Pero no basta la alegría extravagante del que mira cómo el incendio que arrasa el hogar vecino respeta su propio hogar. Entre otras razones, porque no sabemos cuánto tiempo durará esa gloria. Y en el drama de los días que corren hay algo más que un problema de propagación o de localización de la guerra. Al lado de los cultísimos europeos destrozándose con furia salvaje que no respeta ni a mujeres, ni a niños, ni a monumentos que son maravilla de la cultura occidental, resultan pálidas aquellas sangrientas contiendas nuestras que siguieron a la idependencia, cuyo espectáculo suscitaba asco o desdén a los padres de esos mismos europeos. Los poderes plenos de tantos gobernantes típicos de nuestro tiempo, nos hacen recordar cómo se burlaban los extranjeros con no disimulado aire de superioridad en densos libros o en livianos vaudevilles de nuestros Directores, Regeneradores, Libertadores, Protectores y Restauradores y cómo prodigaron ante ellos su indignación avergonzada algunos de nuestros progresistas abstractos y cómo los señalaron como prueba de nuestra inferioridad irremediable algunos propios sociólogos positivistas. Y Francia vencida y dividida, nos hace pensar cómo hemos reverenciado y adorado e imitado a Francia desde el siglo XVIII y nos hace pensar también que lo mismo o peor puede ocurrirnos si en ese altar hoy maltrecho pretendemos colocar cualquier otro ídolo ultramarino.

La juventud de hoy, que va a llegar a la plenitud de la vida cuando el siglo alcance su año 50, mira, sin embargo, ante sí algo más que una situación espiritualmente caótica. En una época en que presenciamos el advenimiento de la “guerra total” la actitud del “escapismo”, o sea la evasión frente a las urgencias circundantes, resulta sencillamente imposible. Y son tan graves las horas que vienen, que es más ruin que nunca la actitud del utilitarismo inmediatista, o sea el ciego aprovechamiento del presente fugaz. Bella e ímproba tarea tiene ante sí una juventud que rechace el “escapismo”, que se alce sobre lo inmediato utilitario y que supere al progresismo abstracto y al sociologismo positivista de sus antepasados. Una juventud que no se deje aplastar en la lucha por la vida, que no se disipe en la frivolidad, que no se malbarate en la búsqueda del medro egoísta, que no se esterilice en el sectarismo, cáncer que ha roído a sus hermanos mayores. Una juventud tonificada con una emoción de historia, la historia de nuestro tiempo y la historia nuestra, no la que yace polvorienta en los museos, ni la que se memoriza desorientadamente en la cátedras sino la otra, la verdadera, la vital, la que enseña cómo el Perú fue durante muchos siglos un país señorial y eminente que posteriormente desaprovechó grandes oportunidades y olvidó sus glorias. Una juventud que inserte su entusiasmo y su fe para la prosecución de esa historia ilustre, movilizando la enorme riqueza potencial de ensueños y de empresas que alberga este suelo ungido por los siglos. Una juventud que, rechazando las dogmas importados, formule sus puntos programáticos en forma simple, concreta y coherente, basándose en una voluntad afirmativa del destino nacional frente a los que se hallan al servicio de fuerzas internacionales, sean ellas las que sean, y empapando ese querer existencial en el estudio de nuestros mapas, nuestras estadísticas, nuestros censos, así como de la salud, el alimento, la vivienda y la cultura del hombre, la mujer y el niño peruanos.


MODULO SOBRE EL PERÚ (Buscando una República Chola)

Cuarta Sesión: La Republica Peruana y sus desventuras

LECTURA 4.4

DISCURSO DE PRESENTACIÓN DEL INFORME DE LA CVR[4]

Excelentísimo señor presidente de la República,

señorita presidenta del Consejo de Ministros,

señores ministros de Estado,

señores congresistas,

señor Defensor del Pueblo,

señores altos funcionarios del Estado,

señor jefe del comando conjunto de las Fuerzas Armadas,

señores comandantes generales de los institutos de las Fuerzas Armadas y Policía Nacional,

señores miembros del cuerpo diplomático acreditado en el Perú,

señoras y señores representantes de organizaciones de víctimas, damas y caballeros:

Hoy le toca al Perú confrontar un tiempo de vergüenza nacional. Con anterioridad, nuestra historia ha registrado más de un trance difícil, penoso, de postración o deterioro social. Pero, con seguridad, ninguno de ellos merece estar marcado tan rotundamente con el sello de la vergüenza y la deshonra como el que estamos obligados a relatar.

Las dos décadas finales del siglo XX son —es forzoso decirlo sin rodeos— una marca de horror y de deshonra para el Estado y la sociedad peruanos.

LA EXCLUSIÓN ABSOLUTA

Hace dos años, cuando se constituyó la Comisión de la Verdad y Reconciliación, se nos encomendó una tarea vasta y difícil: investigar y hacer pública la verdad sobre las dos décadas de origen político que se iniciaron en el Perú en 1980. Al cabo de nuestra labor, podemos exponer esa verdad con un dato que, aunque es abrumador, resulta al mismo tiempo insuficiente para entender la magnitud de la tragedia vivida en nuestro país: la Comisión ha encontrado que la cifra más probable de víctimas fatales en esos veinte años supera los 69 mil peruanos y peruanas muertos o desaparecidos a manos de las organizaciones subversivas o por obra de agentes del Estado.

No ha sido fácil ni mucho menos grato llegar a esa cifra cuya sola enunciación parece absurda. Y sin embargo, ella es una de las verdades con las que el Perú de hoy tiene que aprender a vivir si es que verdaderamente desea llegar a ser aquello que se propuso cuando nació como República: un país de seres humanos iguales en dignidad, en el que la muerte de cada ciudadano cuenta como una desventura propia, y en el que cada pérdida humana – si es resultado de un atropello, un crimen, un abuso – pone en movimiento las ruedas de la justicia para compensar por el bien perdido y para sancionar al responsable.

Nada, o casi nada, de eso ocurrió en las décadas de violencia que se nos pidió investigar. Ni justicia, ni resarcimiento ni sanción. Peor aún: tampoco ha existido, siquiera, la memoria de lo ocurrido, lo que nos conduce a creer que vivimos, todavía, en un país en el que la exclusión es tan absoluta que resulta posible que desaparezcan decenas de miles de ciudadanos sin que nadie en la sociedad integrada, en la sociedad de los no excluidos, tome nota de ello.

En efecto, los peruanos solíamos decir, en nuestras peores previsiones, que la violencia había dejado 35 mil vidas perdidas. ¿Qué cabe decir de nuestra comunidad política, ahora que sabemos que faltaban 35 mil más de nuestros hermanos sin que nadie los echara de menos?

UN DOBLE ESCÁNDALO

Se nos pidió averiguar la verdad sobre la violencia, señor Presidente, y asumimos esa tarea con seriedad y rigor, sin estridencias, pero, al mismo tiempo, decididos a no escamotear a nuestros compatriotas ni una pizca de la historia que tienen derecho a conocer. Así, nos ha tocado rescatar y apilar uno sobre otro, año por año, los nombres de decenas de miles de peruanos que estuvieron, que deberían estar y que ya no están. Y la lista, que entregamos hoy a la Nación, es demasiado grande como para que en el Perú se siga hablando de errores o excesos de parte de quienes intervinieron directamente en esos crímenes. Y la verdad que hemos encontrado es, también, demasiado rotunda como para que alguna autoridad o un ciudadano cualquiera pueda alegar ignorancia en su descargo.

El informe que le entregamos expone, pues, un doble escándalo: el del asesinato, la desaparición y la tortura en gran escala, y el de la indolencia, la ineptitud y la indiferencia de quienes pudieron impedir esta catástrofe humanitaria y no lo hicieron.

Son las cifras abrumadoras, pero, así y todo, ellas no expresan desgraciadamente la real gravedad de los hechos. Los números no bastan para ilustrarnos sobre la experiencia del sufrimiento y el horror que se abatió sobre las víctimas. En este Informe cumplimos cabalmente el deber que se nos impuso, y la obligación que contrajimos voluntariamente, de exponer en forma pública la tragedia como una obra de seres humanos padecida por seres humanos. De cada cuatro víctimas de la violencia, tres fueron campesinos o campesinas cuya lengua materna era el quechua, un amplio sector de la población históricamente ignorado –hasta en ocasiones despreciado– por el Estado y por la sociedad urbana, aquélla que sí disfruta de los beneficios de la comunidad política.

El insulto racial -el agravio verbal a personas desposeídas- resuena como abominable estribillo que precede a la golpiza, al secuestro del hijo, al disparo a quemarropa. Indigna escuchar explicaciones estratégicas de por qué era oportuno, en cierto recodo de la guerra, aniquilar a esta o aquella comunidad campesina o someter a etnias enteras a la esclavitud y al desplazamiento forzado bajo amenazas de muerte. Mucho se ha escrito sobre la discriminación cultural, social y económica persistente en la sociedad peruana. Poco han hecho las autoridades del Estado o los ciudadanos para combatir semejante estigma de nuestra comunidad. Este Informe muestra al país y al mundo que es imposible convivir con el desprecio, que éste es una enfermedad que acarrea daños tangibles e imperecederos. Desde hoy, el nombre de miles de muertos y desaparecidos estará aquí, en estas páginas, para recordárnoslo.

Hay responsabilidades concretas que establecer y señalar, el país y el Estado no pueden permitir la impunidad. En una nación democrática, la impunidad y la dignidad son absolutamente incompatibles. Hemos encontrado numerosas pruebas e indicios que señalan en dirección de los responsables de graves crímenes y, respetando los debidos procedimientos, las haremos llegar a las instituciones para que se aplique la ley. La Comisión de la Verdad y Reconciliación exige y alienta a la sociedad peruana en su totalidad a acompañarla en esta demanda para que la justicia penal actúe de inmediato, sin espíritu de venganza, pero al mismo tiempo con energía y sin vacilaciones.

Sin embargo hay algo más que el señalamiento de responsabilidades particulares. Hemos encontrado que los crímenes cometidos contra la población peruana no fueron, por desgracia, actos aislados atribuibles a algunos individuos perversos que transgredían las normas de sus organizaciones. Nuestras investigaciones de campo, los testimonios de casi diez y siete mil víctimas nos permiten más bien denunciar en términos categóricos la perpetración masiva de crímenes, en muchas ocasiones coordinados o previstos por las organizaciones o instituciones que intervinieron directamente en el conflicto. Mostramos en estas páginas de qué manera la aniquilación de colectividades o el arrasamiento de ciertas aldeas estuvo sistemáticamente previsto en la estrategia del autodenominado “Partido Comunista del Perú - Sendero Luminoso”. El cautiverio de poblaciones indefensas, el maltrato sistemático, el asesinato cruel como forma de sentar ejemplos e infundir temor, conformaron para esta organización una metodología del terror puesta en práctica al servicio de un objetivo: la conquista del poder, considerado superior a la vida humana, mediante una revolución cruenta. La invocación a “razones de estrategia”, tras la cual se ocultaba una voluntad de destrucción por encima de todo derecho elemental, fue la sentencia de muerte para miles de ciudadanos del Perú. Semejante voluntad de muerte enraizada en la doctrina de Sendero Luminoso, es imposible distinguirla de su propia naturaleza como movimiento en estos veinte años. La lógica siniestra que desarrolló trasunta sin tapujos en las declaraciones de los representantes de esa organización, y se ratifica en su disposición manifiesta a administrar la muerte acompañada de la crueldad más extrema como herramientas para la consecución de sus objetivos.

Existía un desafío desmesurado y era deber del Estado y de sus agentes defender la vida y la integridad de la población con las armas de la ley. El orden que respaldan y reclaman los pueblos democráticos amparados en su constitución y su institucionalidad jurídica sólo puede ser aquel que garantice a todos el derecho a la vida y el respeto de su integridad personal. Por desgracia dentro de una lucha que ellos no iniciaron y cuya justificación era la defensa de la sociedad que era atacada, los encargados de esa misión no entendieron en ocasiones su deber.

En el curso de nuestras investigaciones, y teniendo a la vista las normas del derecho internacional que regulan la vida civilizada de las naciones y las normas de la guerra justa, hemos comprobado con pesar que agentes de las Fuerzas Armadas y las Fuerzas Policiales incurrieron en la práctica sistemática o generalizada de violaciones de derechos humanos, y que existen, por tanto, fundamentos para señalar la comisión de delitos de lesa humanidad. Ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, masacres, torturas, violencia sexual, dirigida principalmente contra las mujeres, y otros crímenes igualmente condenables conforman, por su carácter recurrente y por su amplia difusión, lo que aparece como patrones sistemáticos de violaciones a los derechos humanos que el Estado peruano y sus agentes deben reconocer y subsanar.

Ahora bien, tanta muerte y sufrimiento no se pueden producir y acumular, por el solo accionar mecánico de los miembros de una institución o de una organización. Se necesita, como complemento, la complicidad, la anuencia o, al menos, la ceguera voluntaria de quienes tuvieron autoridad y, por tanto, facultades para evitarlos. La clase política que gobernó o tuvo alguna cuota de poder oficial en aquellos años tiene grandes y graves explicaciones que dar al Perú. Hemos realizado una reconstrucción fidedigna de esta historia y hemos llegado al convencimiento de que ella no habría sido tan terrible sin la indiferencia, la pasividad o la simple incapacidad de quienes entonces ocuparon los más altos cargos públicos. Este Informe señala, pues, las responsabilidades de esa clase política, y nos lleva a pensar que ella debe asumir con mayor seriedad la culpa que le corresponde por la trágica suerte de los compatriotas a los que gobernaron. Quienes pidieron el voto de los ciudadanos del Perú para tener el honor de dirigir nuestro Estado y nuestra democracia; quienes juraron hacer cumplir la Constitución que los peruanos se habían dado a si mismos en ejercicio de su libertad, optaron con demasiada facilidad por ceder a las Fuerzas Armadas esas facultades que la Nación les había otorgado. Quedaron, de este modo, bajo tutela las instituciones de la recién ganada democracia; se alimentó la impresión de que los principios constitucionales eran ideales nobles pero inadecuados para gobernar a un pueblo al que se menospreciaba al punto de ignorar su clamor, reiterando así la vieja práctica de relegar sus memoriales al lugar al que se han relegado, a lo largo de nuestra historia, la voz de los humildes: el olvido.

La lucha armada desatada en nuestro país por las organizaciones subversivas involucró paulatinamente a todos los sectores e instituciones de la sociedad, causando terribles injusticias y dejando a su paso muerte y desolación. Ante esta situación, la nación ha sabido reaccionar -aunque tardíamente—con firmeza, interpretando el signo de los tiempos como el momento oportuno para hacer un examen de conciencia sobre el sentido y las causas de lo ocurrido. Ha tomado la decisión de no olvidar, de recuperar su memoria, de acercarse a la verdad. Este tiempo de vergüenza nacional ha de ser interpretado, por tanto, igualmente como un tiempo de verdad.

Haciendo suyo el anhelo de la nación, la Comisión de la Verdad y Reconciliación ha asumido su tarea como el esclarecimiento de una verdad entendida fundamentalmente en un sentido ético. Recogemos así la decisión voluntaria de someterse a una investigación, motivados por la lúcida conciencia de que se han cometido entre nosotros graves injusticias que exigen una explicación y una rendición de cuentas, en vistas a la reconciliación de nuestra sociedad. Las raíces de nuestra preocupación por la verdad, así como las expectativas que tenemos de su descubrimiento, ponen de manifiesto la dimensión estrictamente moral de esta empresa. Hemos buscado comprometer a la nación entera en las actividades de escucha y de investigación de lo ocurrido -para que entre todos los peruanos reconozcamos la verdad-.

Ésta es al mismo tiempo arrancamiento de algo a la ocultación y negación del olvido. Sacar a la luz lo que estaba velado y la recuperación de la memoria constituyen maneras diversas de referirse a lo mismo y ya en los albores de nuestra civilización el referente común que unía ambas experiencias era la relación entre los hombres y la justicia.

Frente a la desmesura por la cual los hombres olvidaban lo divino incurriendo en la hybris, la soberbia que endiosa, nacía la exigencia ética del recuerdo, de no-olvidar que somos los mortales en lo abierto del mundo. Es así que impera la justicia acordando a cada cual su lugar.

La transgresión del orden social, la guerra y la violencia es precisamente la desmesura que olvida lo esencial, que oculta el sentido último de nuestra naturaleza. Por eso frente a ella es necesario el recuerdo que ilumina y que al hacerlo asigna responsabilidades. La verdad que es memoria solo alcanza su plenitud en el cumplimiento de la justicia.

Por eso, este tiempo de vergüenza y de verdad es también tiempo de justicia.

La sangre de decenas de miles de compatriotas clama ante la nación desde las huellas de la tragedia: los asesinatos y ajusticiamientos selectivos y colectivos, las fosas comunes, las poblaciones desterradas, las madres y los hijos sufrientes, los desaparecidos, los desposeídos. No podemos permanecer indiferentes frente a una verdad de esta naturaleza. “Porque sufrimos -expresa Sófocles en el corazón de la tragedia-, reconocemos que hemos obrado mal”. Se trata, en efecto, de un sufrimiento humano, producido deliberadamente por obra de la voluntad. No estamos ante una fatalidad, como pudiera ser el caso de una desgracia natural, sino ante una injusticia, que pudo y debió ser evitada.

¿QUIÉNES SON ANTE ESTO LOS RESPONSABLES?

En un sentido estrictamente penal, la responsabilidad recae sobre los directos causantes de los hechos delictuosos, sobre sus instigadores y cómplices, y sobre aquellos que, teniendo la potestad de evitarlos, eludieron su responsabilidad. Ellos deberán, pues, ser identificados, procesados y condenados con todo el rigor de la ley. La Comisión de la Verdad y Reconciliación ha acopiado, por eso, materiales y expedientes sobre casos puntuales, y los pone ahora en manos de las autoridades judiciales del país para que actúen de acuerdo a derecho. Pero en un sentido más profundo, precisamente en un sentido moral, la responsabilidad recae sobre todas las personas que, de un modo u otro, por acción o por omisión, en la ubicación y en el papel que desempeñaron en la sociedad, no supieron hacer lo necesario para impedir que la tragedia se produjese o que ella adquiriese semejante magnitud. Sobre ellas recae el peso de una deuda moral que no se puede soslayar.

Ahora bien, la responsabilidad ética no se restringe a nuestra relación con los hechos del pasado. También con respecto al futuro del país, a aquel futuro de armonía al que aspiramos, en el que se ponga fin a la violencia y se instauren relaciones más democráticas entre los peruanos, tenemos todos una responsabilidad compartida. La justicia que se demanda no es sólo de carácter judicial. Ella es también el reclamo de una vida más plena en el futuro, una promesa de equidad y solidaridad, precisamente por enraizarse en el sentimiento y la convicción de que no hicimos lo que debíamos en la hora de la tragedia. Por haber surgido de la interpelación del sufrimiento de nuestros compatriotas, es que la responsabilidad para con el futuro del país se impone como una obligación directa y urgente, tanto en un sentido personal como institucional.

Ha llegado pues la hora de reflexionar sobre la responsabilidad que a todos nos compete. Es el momento de comprometernos en la defensa del valor absoluto de la vida, y de expresar con acciones nuestra solidaridad con los peruanos injustamente maltratados. Así pues nuestro tiempo es de vergüenza, de verdad y de justicia pero también lo es de reconciliación.

Hay quienes tienden a considerar la historia de nuestro país en un sentido fatalista, como si los males que en él ocurren fuesen atávicos e irremediables; y hay quienes tienden a considerarla en un sentido sarcástico, como si los males no tuviesen que ver con nuestra propia vida y transcurriesen en un escenario ajeno que pudiera ser objeto de burla. Ambas actitudes revelan un problema de identidad y de autoestima que no permiten encontrar en uno mismo, o en la memoria nacional, las fuerzas que ayudarían a cambiar, y a mejorar, el rumbo de las cosas. La vergüenza nacional, que todos experimentamos por tomar conciencia de la tragedia, no debe ser una experiencia sólo negativa, ni debe prevalecer sobre la riqueza oculta de nuestro pasado. Solamente así podremos adoptar una actitud constructiva ante el futuro. En la hora presente debemos superar la actitud del espectador que sucumbe, avergonzado, ante las tentaciones del fatalismo o del sarcasmo, y adoptar la actitud del agente que es capaz de hallar en la propia historia las fuerzas morales para la necesaria recuperación de la nación. Es el sentido ético de la responsabilidad el que puede permitirnos asumir esperanzadamente nuestra identidad mellada.

Recogiendo las huellas de nuestra memoria como nación, no podemos dejar de advertir el parentesco entre la situación presente y la especial coyuntura que vivió el país en el tránsito hacia el siglo XX. El más claro de los motivos que desató la discusión de la llamada “Generación del Novecientos” fue precisamente el trágico desenlace de la Guerra del Pacífico. La experiencia de la guerra estuvo además directamente asociada a la percepción de un fracaso nacional. Ello explica la mirada introspectiva que todos los protagonistas compartieron, así como el tono invocatorio a rehacer el país desde los escombros de la derrota. El momento histórico fue concebido, desde el punto de vista ético-político, como una oportunidad única para pensar en un esfuerzo colectivo de reconstrucción nacional.

Como en un crisol de sueños y expectativas frustradas surgieron debates que habrían de ser un anticipo de la evolución trágica del siglo XX. Hay que rescatar de ellos lo positivo que tuvieron y pues resultan aleccionadores con respecto a la fractura profunda que sufriría el país posteriormente. En la reflexión cumplida por la Generación del Novecientos quedó plasmada en términos ideales de una parte la fragmentación y la desintegración de la memoria peruana, y de otra la imperiosa necesidad de comprendernos.

Hoy, como antaño, por la naturaleza del conflicto vivido, así como por la gravedad de los problemas sociales y los enfrentamientos ideológicos que él ha puesto al descubierto, no cabe duda de que la cuestión central para el replanteamiento de la memoria nacional se vincula estrechamente con la cuestión de la reconciliación futura. Como en el caso de los debates del siglo pasado, también ahora la experiencia vivida puede convertirse en una oportunidad para imaginar la transformación ética de la sociedad. Para que esa oportunidad sea realmente aprovechada deberán cumplirse muchas condiciones, y el Informe Final que ahora presentamos quisiera ser un primer paso en esta dirección. A él habrán de seguir muchos otros que finalmente podrían considerarse en el establecimiento de renovadas formas de convivencia entre los peruanos y en la progresiva construcción de ciudadanía plena para todos. Desterrar la exclusión y la violencia, responder desde el Estado de modo justo a la sociedad a la que representa, asumir las instituciones y personas el valor exacto que encierra la vida y dignidad humanas, son algunos de los hitos que marcan los avances por un largo y difícil camino.

Vivimos en el país tiempos difíciles y dolorosos, pero igualmente prometedores, tiempos de cambio que representan un inmenso desafío para la sabiduría y la libertad de todos los peruanos. Es un tiempo de vergüenza nacional, que debiera estremecernos en lo más hondo al tomar conciencia de la magnitud de la tragedia vivida por tantos de nuestros compatriotas. Es un tiempo de verdad, que debe confrontarnos con la cruda historia de crímenes que hemos vivido en las últimas décadas y que debe hacernos conscientes también del significado moral del esfuerzo por rememorar lo vivido. Es tiempo de justicia: de reconocer y reparar en lo posible el sufrimiento de las víctimas, y de someter a derecho a los perpetradores de los actos de violencia, es, en fin, tiempo de reconciliación nacional, que debe permitirnos recuperar con esperanza la identidad lesionada para darnos una nueva oportunidad de refundar el acuerdo social en condiciones verdaderamente democráticas.

Señor Presidente:

El informe que presentamos a usted, y por intermedio suyo a toda la Nación, contiene un serio y responsable esfuerzo de reflexión colectiva sobre la violencia que vivió el Perú a partir de mayo de 1980. Se ha elaborado sobre la base de 16,986 testimonios recogidos en todo el territorio nacional de la boca de miles de peruanos, hombres y mujeres en su mayoría humildes que nos abrieron sus puertas y sus corazones, que consintieron en recordar – para instrucción de sus compatriotas – una verdad que cualquier persona quisiera olvidar, que tuvieron la valentía de señalar a responsables de graves crímenes y la entereza de compartir su dolor y, también, su terca esperanza de ser, algún día, reconocidos como peruanos por sus propios compatriotas.

Las voces de peruanos anónimos, ignorados, despreciados, que se encuentran recogidas en estos miles de páginas, deben ser – son – más altas y más limpias que todas aquellas voces que, desde la comodidad del poder y del privilegio, se han apresurado a levantarse en las últimas semanas para negar de antemano, como tantas veces ha ocurrido en nuestro país, toda credibilidad a sus testimonios y para cerrar el paso a toda corriente de solidaridad con los humildes.

Creemos, Señor Presidente, que ya no será posible acallar los testimonios aquí recogidos y puestos a disposición de la Nación entera. Nadie tiene derecho a ignorarlos y, menos que nadie, la clase política, aquellos ciudadanos que tienen la aspiración – legítima, aunque no siempre entendida con rectitud – de ser gobernantes y por tanto de ser servidores de sus compatriotas, según ordenan los principios de la democracia. Mal harían los hombres y mujeres políticos, mal haríamos todos, en fingir que esta verdad, que estas voces, no existen, y en encogernos de hombros ante los mandatos que surgen de ella.

Asumir las obligaciones morales que emanan de este informe – la obligación de hacer justicia y de hacer prevalecer la verdad, la obligación de cerrar las brechas sociales que fueron el telón de fondo de la desgracia vivida – es tarea de un estadista, es decir, de un hombre o una mujer empeñado en gobernar para mejorar el futuro de sus conciudadanos.

Al hacer a usted, señor Presidente, depositario de este informe, confiamos en dejarlo en buenas manos. No hacemos, en todo caso, otra cosa que devolver al Estado, que usted representa, ya debidamente cumplido el honroso encargo que se nos confió: el informe final de nuestras investigaciones, en el que se recoge la verdad y solamente la verdad que hemos sido capaces de averiguar para conocimiento y reflexión de nuestros conciudadanos.

Señor Presidente, compatriotas, amigos:

Empecé afirmando que en este informe se habla de vergüenza y de deshonra. Debo añadir, sin embargo, que en sus páginas se recoge también el testimonio de numerosos actos de coraje, gestos de desprendimiento, signos de dignidad intacta que nos demuestran que el ser humano es esencialmente digno y magnánimo. Ahí se encuentran quienes no renunciaron a la autoridad y la responsabilidad que sus vecinos les confiaron; ahí se encuentran quienes desafiaron el abandono para defender a sus familias convirtiendo en arma sus herramientas de trabajo; ahí se encuentran quienes pusieron su suerte al lado de los que sufrían prisión injusta; ahí se encuentran los que asumieron su deber de defender al país sin traicionar la ley; ahí se encuentran quienes enfrentaron el desarraigo para defender la vida. Ahí se encuentran: en el centro de nuestro recuerdo.

Presentamos este informe en homenaje a todos ellos. Lo presentamos, además, como un mandato de los ausentes y de los olvidados a toda la Nación. La historia que aquí se cuenta habla de nosotros, de lo que fuimos y de lo que debemos dejar de ser. Esta historia habla de nuestras tareas. Esta historia comienza hoy.




[1] Manuel González Prada. Este discurso fue leído por un escolar cuando se hacía campaña pro-fondos para el rescate de las provincias cautivas de Tacna y Arica, 29 de julio de 1888

[2] Tomado del libro: Visión histórica del Perú. Pablo Macera, Julio 1972.

[3] Tomado del libro: La promesa de la vida peruana. Lima, 1945

[4] Salomón Lerner Febres. Este discurso fue leido en Palacio de Gobierno, Lima, el 28 de agosto del 2003, en el acto de entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación Nacional (CVR).

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